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Be, por su parte, escuchaba a Wolff con tristeza, dibujando guirnaldas sobre un papel colocado delante de él. Este Be era un liberal de la más pura cepa. Conservaba cuidadosamente las tradiciones del decenio de 1860, y, si se apartaba de su rigurosa imparcialidad, era siempre en un sentido liberal. En esta ocasión, además de que el financiero pleiteante era un hombre poco honrado, Be estaba a favor de la confirmación de la sentencia, porque aquella acusación de libelo esgrimida contra un periodista restringía la libertad de prensa.

Cuando Wolff hubo terminado su argumentación, Be, abandonando su guirnalda, se puso a hablar con melancolía (su tristeza se la causaba el hecho de tener que pasar por semejantes trivialidades), y con una voz dulce, agradable, demostró con evidencia y simplicidad lo mal fundado de la queja; luego bajó su blanca cabeza y continuó dibujando su guirnalda.

Skovorodnikov, sentado frente a Wolff y constantemente ocupado en meterse en la boca los pelos de su bigote y de su barba, intervino, en cuanto Be terminó de hablar, para declarar con voz alta y agresiva que, aunque el presidente de la sociedad anónima fuese un perfecto canalla, no por eso dejaba él de tener la opinión de que se casase la sentencia, si existían vicios de procedimiento. Pero como no existía ninguno, se puso del lado de Iván Semionovitch (Be), satisfecho por aquel picotazo que asestaba a Wolff. El presidente, habiéndose atenido a la opinión de Skovorodnikov, dio como resultado que la queja estaba mal fundada.

Wolff se sentía tanto más descontento cuanto que, por diversas alusiones, había comprendido que sus colegas sospechaban en él una cierta parcialidad. Por eso, adoptando un aire indiferente, abrió el legajo del asunto Maslova y se engolfó en él. Los senadores, después de haber llamado para pedir té, encauzaron la conversación sobre un tema que casi con el mismo interés que el duelo de Kamensky preocupaba a todo Petersburgo. Un director de ministerio había sido sorprendido en el flagrante delito de cometer un acto previsto en el artículo 955.

¡Qué porquería! dijo Be con repugnancia.

¿Qué encuentra usted en eso de malo? Le mostraré en nuestra literatura el proyecto de un autor alemán que propone tranquilamente que el casamiento entre hombres no se considere un crimen replicó Skovorodnikov, aspirando con avidez el humo de un cigarrillo arrugado que sujetaba entre la palma de la mano y la raíz de los dedos, y estallando en una gran risotada.

¡No es posible! exclamó Be.

Ya se lo enseñaré respondió Skovorodnikov, citando el título completo de la obra, la tirada y el lugar de edición.

Se asegura que va a ser enviado como gobernador a no sé qué parte, en el fondo de Siberia, dijo Nikitin.

Será algo perfecto. Me estoy imaginando al obispo que sale a su encuentro con la cruz. No haría falta más sino que el obispo fuera demasiado comprensivo dijo Skovorodnikov, arrojando su colilla en el platillo.

Luego apresó en la boca todo lo que pudo de su barba y de su bigote y se puso a masticar.

En aquel momento, el ujier entró en la sala de deliberaciones para advertir a los senadores que el abogado y Nejludov deseaban asistir al examen de la instancia de Maslova.

He aquí el asunto: ¡es todo una novela! dijo Wolff, quien contó a sus colegas lo que sabía de las relaciones entre Nejludov y Maslova.

Cuando hubieron hablado, fumado cigarrillos y bebido té, los senadores volvieron a entrar en la sala de sesiones y dieron a conocer su decisión respecto al asunto de libelo; luego pasaron a examinar el de Maslova.

Con su voz meliflua, Wolff emitió un informe muy claro sobre la solicitud de casación presentada por Maslova, y de nuevo, con una parcialidad visible, manifestó el deseo de que la sentencia quedase anulada.

¿Tiene usted algo que añadir? preguntó el presidente volviéndose hacia Fanarin.

Este se levantó, alisó la inmaculada pechera de su camisa y, metódicamente, con una precisión y una convicción notables, se puso a probar que los debates de la Audiencia Provincial habían presentado seis puntos contrarios a la interpretación exacta de la ley; luego se permitió rozar el fondo del asunto, a fin de demostrar hasta qué punto el veredicto de la Audiencia Provincial había sido de una injusticia flagrante. Bajo el tono breve pero firme de su discurso parecía excusarse por tener que insistir sobre aquello ante los señores senadores, que con su perspicacia y su sabiduría jurídicas veían y comprendían mejor que él; pero su deber lo obligaba a hacerlo. Después de aquel alegato, parecía que era imposible dudar de la anulación de la sentencia. Cuando Fanarin hubo terminado, tuvo una sonrisa de triunfo, y esa sonrisa proporcionó a Nejludov la certidumbre del éxito. Pero al mirar a los senadores, vio que Fanarin era el único que sonreía y que triunfaba. Porque ellos y el fiscal interino estaban lejos de sonreír y de triunfar: tenían, por el contrario, el aire aburrido de la gente que pierde el tiempo, y todos parecían decir al abogado: «Siga hablando. Ya hemos escuchado a otros muchos, y es perfectamente inútil.»

Su satisfacción apareció simplemente cuando el abogado concluyó y dejó de importunarlos. El presidente concedió a continuación la palabra al sustituto del fiscal general. Pero Selenin se limitó a declarar brevemente, aunque con claridad y precisión, que los diversos motivos de casación invocados estaban mal fundados y que la sentencia debía ser mantenida, tras de lo cual los senadores se levantaron y se retiraron para deliberar.

De nuevo se dividieron las opiniones: Wolff insistía a favor de la casación; Be, que había sido el único que había comprendido de qué se trataba, opinaba en el mismo sentido y presentaba a sus colegas un vívido cuadro del error de los jurados. Nikitin, partidario como siempre de la severidad en general y de las formas en particular, se oponía a la casación. Todo quedaba, pues, subordinado al voto de Skovorodnikov. Pero éste se opuso a la casación, principalmente porque el proyecto de Nejludov de casarse con aquella mujer por imperativos de su conciencia moral, lo escandalizaba hasta el más alto punto.

Skovorodnikov era materialista, darwinista; cualquier manifestación de la moral abstracta, y con más motivo de la moral religiosa, le parecía no solamente una vil insania, sino casi una injuria personal. Todos aquellos avatares con semejante prostituta, la defensa de ésta ante el Senado por un abogado de renombre, y la presencia misma de Nejludov, todo aquello le repugnaba. Por eso, metiéndose la barba en la boca y haciendo muecas, fingiendo con una naturalidad perfecta no saber nada del asunto, sino tan sólo que los motivos de casación eran insuficientes, opinó, como el presidente, que la petición no debía aceptarse.

En consecuencia, la instancia de Maslova fue rechazada.

XXII

Pero es horrible! exclamó Nejludov saliendo con el abogado a la sala de espera. En un asunto de una claridad tal, respetan la forma y rechazan... ¡Es espantoso!

El asunto se ha presentado mal respondió el abogado.

¡Y el mismo Selenin opuesto a la casación! ¡Es terrible! exclamó Nejludov. ¿Qué hacer ahora?

Presentar un recurso de gracia. Ocúpese de eso usted mismo mientras está aquí. Voy a redactárselo.

En aquel momento, el senador Wolff, con su uniforme atiborrado de cruces, entró en la sala y se acercó a Nejludov.

¿Qué hacer, querido príncipe? Los motivos de casación eran insuficientes dijo, encogiendo sus estrechos hombros y bajando los párpados. Y pasó de largo.

Detrás de Wolff apareció Selenin, quien se había enterado por los senadores de la presencia de su antiguo amigo Nejludov.

No esperaba encontrarte por aquí le dijo, con una sonrisa en los labios mientras sus ojos seguían tristes.

Y, por mi parte, ignoraba que fueses fiscal general.