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Traigo uno preparado respondió Nejludov sacando el papel del bolsillo. Pero he querido presentarle mi ruego personalmente con la esperanza de que conceda a este asunto una atención especial.

Y ha hecho usted muy bien. Yo mismo redactaré el informe. Es realmente muy conmovedor dijo el barón, cuyo orondo rostro se esforzaba en fingir compasión. Evidentemente se trata de una niña a la que su marido habrá vuelto loca con su brutalidad, y los dos, al cabo del tiempo, con remordimientos, se han enamorado. Sí, yo haré el informe.

El conde Iván Mijailovitch me decía que quería rogarle...

Pero apenas había pronunciado Nejludov aquellas palabra cuando la expresión del rostro del barón se modificó.

Por lo demás declaró a Nejludov, entregue usted la instancia y yo haré lo que pueda.

En aquel momento entró el joven funcionario, que, evidentemente, ponía todo su amor propio en la gracia de su manera de andar.

Esa señora solicita aún dos palabras.

Bueno, dígale que entre. ¡Ah, querido amigo, cuántas lágrimas se ven aquí! Si al menos fuera posible secarlas todas... Uno hace lo que puede.

La señora entró.

Me había olvidado de rogarle que le impidiese casarse con nuestra hija, pues de lo contrario...

Ya le dije a usted que lo haría.

¡Barón, por favor, salvará usted a una madre!

Ella se apoderó de la mano de él y la cubrió de besos.

Todo se hará.

Cuando la señora salió, Nejludov se puso en pie para despedirse.

Se hará lo que se pueda. Informaremos al Ministerio de Justicia. Nos responderán, y entonces se obrará en consecuencia.

Nejludov salió y pasó a la cancillería. También allí, como en el Senado, encontró, en un local magnífico, magníficos funcionarios, limpios, corteses, correctos, desde los trajes hasta las palabras, pulidos y graves.

«¡Cuán numerosos son! ¡Cuán espantosamente numerosos y bien nutridos! ¡Cómo llevan almidonadas las camisas y relucientes sus botines! ¿Quién les concede todo esto? ¡Y pensar que se encuentran bien, en comparación no sólo con los presos, sino incluso con los ciudadanos corrientes!», se decía, a pesar suyo, Nejludov.

XIX

El hombre del que dependía la mejora de la suerte de los presos de San Petersburgo era un veterano general, descendiente de barones alemanes y del que se decía que era un poco tonto. Tenía una larga hoja de servicios y numerosas condecoraciones, de las que únicamente llevaba la cruz Blanca en la pechera. Había ganado aquella cruz, particularmente halagadora, en el Cáucaso, por haber obligado a mujiks, rapados y vestidos de uniforme, armados de fusiles con bayoneta calada, a matar a millares de personas del país que defendían sus libertades, sus casas y sus familias. Seguidamente prestó servicio en Polonia, donde de nuevo había obligado a los campesinos rusos a cometer diversos crímenes, lo que le valió nuevas condecoraciones y nuevos adornos en su uniforme; y también había servido en otras partes. Ahora ocupaba este puesto, el cual le proporcionaba buen alojamiento, buen sueldo y honores. Ejecutaba las órdenes llegadas de arriba con rigor inflexible y consideraba que la ejecución de las mismas era cosa eminentemente apreciable. Y como les atribuía un alcance totalmente particular, consideraba que todo podía cambiarse en la tierra, excepto aquellas órdenes.

Los deberes de su cargo consistían en mantener en las casamatas y en secreto a detenidos políticos, de uno a otro sexo, y eso de forma tal que la mitad de entre ellos desapareciera en el espacio de diez años: algunos perdían la razón, otros morían de tisis o se suicidaban dejándose morir de hambre, abriéndose las venas con un pedazo de cristal, ahorcándose o quemándose vivos.

El viejo general sabía todo eso, porque diariamente lo veía ante sus ojos; pero todos estos accidentes no afectaban más a su conciencia de lo que podían conmoverlo los accidentes producidos por tormentas, inundaciones, etcétera. Provenían de órdenes llegadas de arriba en nombre del emperador, y estas órdenes debían ejecutarse al pie de la letra; por tanto, era absolutamente inútil preocuparse de sus consecuencias.

El viejo general no pensaba, pues, en ello, prohibiéndole su deber de militar patriota cualquier reflexión que hubiese podido producir alguna debilidad en las obligaciones de su cargo, muy importantes, a su juicio. Conforme al reglamento, una vez por semana giraba una visita por todas las celdas, informándose si los presos tenían alguna petición que presentarle. A menudo se las presentaban; las escuchaba tranquilamente, sin decir palabra, pero nunca les daba curso, porque sabía de antemano que eran incompatibles con el reglamento.

En el instante en que el coche de Nejludov se detenía ante el edificio donde vivía el viejo general, el reloj de la torre tocó, con una sonería cascada, el canto «¡Alabado sea Dios!». Luego repicaron los toques de las dos. Al escuchar aquella sonería, Nejludov se acordó de lo que había leído en las memorias de los decembristas respecto a la impresión producida sobre los detenidos por aquella dulce música que se repetía a cada hora.

El viejo general estaba sentado en un saloncito oscuro, con un joven pintor, hermano de uno de sus subordinados, ante una mesita con incrustaciones, y los dos hacían girar un platito sobre una hoja de papel. Los dedos delgados y ahusados del joven artista y los dedos gruesos, arrugados, osificados a trozos, del viejo general se entrelazaban, y aquellas manos entremezcladas giraban con el platito, con un movimiento intermitente, por encima de la hoja de papel, sobre la cual estaban inscritas todas las letras del alfabeto. El platito respondía a la pregunta formulada por el general de saber cómo las almas se reconocen después de la muerte.

En el momento en que uno de los ordenanzas, que hacía funciones de ayuda de cámara, entraba con la tarjeta de Nejludov, el alma de santa Juana de Arco, que hablaba por medio del platito, acababa ya de decir: «Se reconocen entre ellas...», y aquello había sido anotado. El platito se había detenido sobre la letra P, luego sobre la O y, llegado a la S, había cesado de girar, oscilando de derecha a izquierda. Y vacilaba porque, según el general, la letra siguiente debía de ser una L. A su juicio, santa Juana de Arco debía de decir que las almas se reconocerán solamente después de ( poslié) su purificación, o algo parecido; el artista, por su parte, pretendía que la letra siguiente debía de ser V y que santa Juana de Arco quería decir que las almas se reconocerán por la luz( po svetu) que se desprenderá de sus cuerpos etéreos.

Frunciendo con aire malhumorado sus espesas cejas blancas, el general mantenía los ojos fijos en sus manos y, persuadido de que el platito se movía por su cuenta, lo atraía hacia la L, en tanto que el pálido artista, con su ralos cabellos colgando detrás de las orejas, miraba, con sus mates ojos azules, el rincón sombrío de la estancia y, moviendo nerviosamente los labios, atraía al platito hacia la V. El general frunció la frente, disgustado de que lo molestaran; luego, después de un instante de silencio, recogió la tarjeta de Nejludov, se puso los lentes y, quejándose de los riñones, se levantó con su impresionante estatura y se frotó los entumecidos dedos.

Hágalo entrar en mi despacho.

Permítame vuecencia. Acabaré yo solo dijo el artista, poniéndose en pie. Noto que vuelve el fluido.

Está bien, acabe usted solo respondió el general con su voz severa; luego, con su paso igual y resuelto, se dirigió a su despacho.

Me alegro de verlo dijo a Nejludov, pronunciando con voz ronca palabras amables a indicándole una butaca cerca de su mesa. ¿Lleva usted mucho tiempo en Petersburgo?

Nejludov respondió que no.

¿Y su señora madre, la princesa, sigue bien?

Mi madre murió.

¡Perdóneme! Estoy verdaderamente desolado. Mi hijo me dijo que se había encontrado con usted. El hijo del general seguía la misma carrera que su padre, y, salido de la Escuela de Guerra para entrar en la Oficina de Información, estaba muy orgulloso de los trabajos que le confiaban. Tenía atribuciones en el servicio del espionaje.