Mientras tanto, Fanarin, que había divisado a uno de sus colegas, igualmente de frac y con corbata blanca, entabló con él una animada conversación mientras Nejludov examinaba a los que se encontraban en la sala. Había allí una quincena de personas, entre ellas dos señoras: una muy joven, con impertinentes; la otra ya encanecida. Aquel día tenían que examinar un asunto de difamación cometida por medio de la prensa, lo que había atraído a un público más numeroso que de costumbre, perteneciente en su mayor parte al mundo de los periodistas.
El ujier, un hombre soberbio y rubicundo, vestido con un imponente uniforme y que llevaba un papel en la mano, se acercó a Fanarin para preguntarle en qué asunto debía abogar. Al enterarse de que se trataba del asunto de Maslova, tomó nota y se alejó. La puerta del armario se abrió y salió de él el viejecito de aspecto patriarcal, no ya con chaqueta, sino vistiendo un uniforme adornado de galones y de pasamanería que lo hacían parecerse a un pájaro.
Por lo demás, aquel disfraz ridículo debía de molestarle a él también, porque atravesó la habitación más rápidamente que de costumbre.
Es Be, un hombre respetable dijo el abogado a Nejludov.
Y después de haber presentado este último a su colega, habló del asunto que se iba a juzgar y que, a su juicio, era muy interesante.
Pronto se abrió la sesión. Nejludov penetró en la sala con el resto del público. Todo el mundo, incluyendo a Fanarin, se acomodó en la habitación reservada al público, detrás de la rejilla. Sólo la franqueó el abogado de Petersburgo y fue a sentarse ante un pupitre. La sala era menos amplia y de una ornamentación más simple que la de la Audiencia Provincial. Se distinguía de ésta en que la mesa a la que estaban sentados los senadores estaba cubierta, en lugar de con paño verde, con terciopelo color de cereza galoneado de oro. Se veían allí los atributos habituales de las cámaras de justicia: la estatua vendada, el icono y el retrato del soberano. El ujier, también él todo solemne, anunció:
¡El tribunal!
Inmediatamente todo el mundo se puso en pie; al punto entraron los senadores con uniforme de gala, quienes pasaron a sentarse en sus sillones de alto respaldo y, apoyando los codos en la mesa, trataron de adoptar una actitud natural.
Los senadores eran cuatro: el presidente, Nikitin, un hombre sin barba, de rostro alargado y ojos de acero; Wolff, con los labios significativamente apretados, que hojeaban el sumario con sus blancas y pequeñas manos; Skovorodnikov, alto, pesado, marcado el rostro por la viruela, y sabio jurista, y, finalmente, Be, el viejecito de aspecto patriarcal, que había llegado el último. Detrás de los senadores entraron el escribano en jefe y el sustituto del fiscal general, joven, enjuto, rasurado, con una tez sombría y ojos negros llenos de tristeza. A pesar de la extraña vestimenta que llevaba y aunque no se hubiesen vuelto a ver desde hacía seis años, Nejludov reconoció en él a uno de sus mejores condiscípulos de la universidad.
¿No se llama Selenin el fiscal? preguntó al abogado.
Sí, ¿por qué?
Lo conozco mucho: es un hombre excelente.
Y un buen fiscal interino, muy enterado. A él es a quien debía usted haberle pedido su apoyo dijo el abogado.
¡Oh, éste no actuará nunca más que de acuerdo con su conciencia! dijo Nejludov, acordándose de sus relaciones íntimas con Selenin y de las cualidades encantadoras de pureza, honradez y corrección de éste, en el mejor sentido de la palabra.
Por lo demás, ahora sería demasiado tarde murmuró Fanarin, dedicando ya toda su atención al asunto.
Nejludov se puso a escuchar igualmente, esforzándose en comprender lo que ocurría ante sus ojos. Pero, lo mismo que en la Audiencia Provincial, chocaba con el procedimiento mismo de la discusión, que versaba no sobre el fondo, sino sobre circunstancias accesorias del proceso. La causa de aquel juicio era un artículo de periódico denunciando la malversación del presidente de una sociedad montada por acciones. Parecía evidente que lo importante habría sido investigar primeramente si en verdad había existido robo y, en caso afirmativo, poner fin a aquello. Pero de eso, ni una sola palabra. Se discutió sobre la cuestión de saber si tal o cual párrafo del código daba derecho al director del periódico para imprimir el artículo de su colaborador y, una vez impreso, si había habido difamación o calumnia, y, además, si difamación implica calumnia, y la calumnia implica difamación; luego, otras innumerables cosas muy poco inteligibles para el común de los mortales, respaldadas por una multitud de artículos y de acuerdos tomados por todas las cámaras reunidas.
Nejludov comprendió sin embargo que Wolff, ponente del asunto, quien la víspera misma le había dado a entender muy claramente que el Senado no tenía nunca que juzgar sobre el fondo, se empeñaba por el contrario en invocar argumentos de fondo para hacer anular la sentencia del tribunal de apelación, en tanto que Selenin, tan frío de ordinario, sostenía con el mismo ardimiento la tesis opuesta.
Aquel calor de Selenin, notado por Nejludov, procedía de que consideraba al presidente de la sociedad anónima como a un hombre poco escrupuloso y a que se había enterado de la presencia de Wolff en una comida suntuosa ofrecida por aquel financiero casi en vísperas del proceso. Como hoy Wolff exponía el asunto con una gran prudencia, pero con una parcialidad no menos evidente, Selenin se animó y expresó su opinión con un nerviosismo exagerado en aquellas circunstancias. Visiblemente, sus palabras chocaron a Wolff, quien enrojeció, hizo gestos de sorpresa y, con aire digno y vejado, se retiró con los demás senadores a la sala de deliberaciones.
¿Por qué caso viene usted? preguntó de nuevo el ujier a Fanarin en cuanto los senadores hubieron salido.
¡Pero si ya se lo he dicho: el caso Maslova!
Está bien. Él caso debe verse hoy, pero...
¿Qué pasa?
Mire, este asunto había que resolverlo sin que estuviese en presencia el abogado defensor; por tanto es dudoso que los señores senadores salgan de su cámara después de dictada la sentencia. Pero lo anunciaré a usted.
¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso?
Lo anunciaré, lo anunciaré, diré que está usted aquí.
Y el ujier tomó nota en un papel.
En efecto, los senadores tenían la intención, después de haber pronunciado su veredicto en el asunto de difamación, de terminar los otros asuntos, incluyendo el de Maslova, sin salir de su sala de deliberaciones, fumando y tomando el té.
XXI
Una vez sentados los senadores ante su mesa de deliberaciones, Wolff, con animación, se puso a exponer los motivos adecuados para anular la sentencia.
El presidente, ya de por sí poco benévolo, se encontraba peor dispuesto aquel día. Durante el curso de la sesión había previamente paralizado su opinión y se engolfaba ahora en sus pensamientos sin escuchar a Wolff. Ahora bien, sus pensamientos se concentraban sobre un pasaje de sus memorias, escrito la víspera, donde contaba cómo había sido suplantado por Vilano en un puesto importante que anhelaba desde hacía mucho tiempo.
Este presidente Nikitin estaba, en efecto, íntimamente convencido del valor documental que tendría, para la Historia, su opinión sobre los altos funcionarios a los que se preciaba de conocer. En un capítulo redactado la víspera vituperaba a algunos de estos altos personajes, acusándolos, según su propia expresión, de haberle impedido salvar a Rusia de la ruina a la que la arrastraban los dirigentes actuales; y eso significaba que le habían impedido apelar a un tratamiento mucho más enérgico. De momento se preguntaba si su redacción era bastante clara para que, gracias a él, todos aquellos hechos llegasen a la posteridad con una significación completamente nueva.
Desde luego respondió, sin escucharlo, a Wolff, que le había dirigido la palabra.