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Pero, por encima de todo, lo que «no era eso» era la cuestión creencia. Como todos los hombres de su mundo y de su tiempo, había desgarrado sin el menor esfuerzo, por su desarrollo intelectual, los vínculos de las creencias religiosas que le había imbuido su educación, y ya ni él mismo se acordaba de en qué momento se había liberado de aquello. Hombre joven, honrado y serio en el tiempo de sus estudios universitarios y de su amistad con Nejludov, no hacía ningún secreto de la independencia que había conquistado en lo referente a los dogmas de la religión oficial.

Con los años y el ascenso en la jerarquía, y sobre todo después del período reaccionario que había sucedido al de liberalismo, esta libertad moral se le había convertido en una traba. Por un lado, la muerte de su padre, las ceremonias eclesiásticas que la habían acompañado, el deseo de su madre de verlo comulgar, deseo que respondía igualmente a las exigencias de la opinión pública, y, por otra parte, su cargo de funcionario, lo habían obligado a cada instante a asistir a numerosas ceremonias religiosas: inauguraciones, acciones de gracias, etcétera, tanto, que raramente pasaba un día sin que tuviera que tomar parte en alguna manifestación exterior del culto. Al asistir a ellas, le era preciso pues: o fingir creer en lo que no creía, cosa que le estaba prohibida por la rectitud de su carácter, o bien considerar como mentiroso aquel culto exterior y organizar su vida de tal forma que no se viese obligado a participar en aquella mentira. Pero por poco importante que pudiese parecer una a otra de estas resoluciones, imponía muchas trabas: aparte de que habría tenido que verse en antagonismo continuo con todos sus parientes y las personas más próximas, le habría hecho falta cambiar enteramente su situación, abandonar su empleo y sacrificar todo aquel deseo que creía poder realizar ya en su función de ser útil a los hombres, con la esperanza de conseguirlo mejor en el porvenir. Y para hacer eso le habría hecho falta estar bien seguro de seguir el buen camino. Cierto que no podía ignorar que estaba en el camino recto al negar el principio de la Iglesia oficial; pero, bajo la presión de la vida ambiente, él, el hombre justo, se dejaba seducir por una ligera mentira diciéndose que para afirmar la irracionalidad de lo que es irracional, ante todo hacía falta estudiarlo. Era ésa una pequeña mentira, pero lo había llevado hacia la gran mentira en la que actualmente estaba sumido.

Inmediatamente después de haberse planteado la pregunta relativa a conocer la justeza de la ortodoxia en la que había nacido y había sido criado, cuya creencia estaba exigida por todo el mundo que lo rodeaba y sin la cual no podía continuar haciéndose útil a los hombres, no había recurrido a las obras de Voltaire, de Schopenhauer, de Spencer o de Comte, sino a los libros filosóficos de Hegel, a las obras religiosas de Vinet y de Jomiakov, y, naturalmente, había encontrado en ellas lo que buscaba: una apariencia de justificación de la doctrina religiosa en la que lo habían criado, aunque, desde hacía mucho tiempo, su razón no la admitiese ya, pero cuya aceptación debía apartar una serie de molestias que de otro modo llenarían su vida toda Había hecho suyos todos los sofismas a los cuales se suele recurrir, a saber: que la razón de un solo individuo es incapaz de conocer la verdad; que la verdad no se revela más que al conjunto de los hombres; que el único medio de conocerla es la revelación; que la revelación está bajo la custodia de la Iglesia, etcétera. Y, desde aquel momento, sin tener conciencia de la mentira, podía asistir con toda tranquilidad a las misas, vísperas y maitines, y podía comulgar, persignarse ante los iconos y continuar su servicio de funcionario que le procuraba la satisfacción del deber cumplido y el consuelo de sus fastidios de familia.

Creía tener fe y, sin embargo, más que nunca, sentía con todo su ser que su fe aún «no era eso». De ahí que su mirada estuviera siempre llena de tristeza. Por eso, al divisar a Nejludov, al que había conocido antes de estar penetrado ya por todas aquellas mentiras, volvió a verse tal como era en otros tiempos; y, en el momento en que aludió presurosamente a sus puntos de vista sobre la religión, sintió con más fuerza aún que «no era eso», y una pena desgarradora lo invadió. Es lo que sintió igualmente Nejludov en cuanto se hubo disipado la primera impresión gozosa de su encuentro con su antiguo amigo.

Y por eso, aun prometiéndose volver a verse, no procuraron ni uno ni otro llevar a cabo esa entrevista y no llegaron a encontrarse durante la estancia de Nejludov en Petersburgo.

XXIV

Al salir del Senado, Nejludov y el abogado caminaron juntos por la acera. Él abogado, después de haber ordenado a su cochero que lo siguiese, le contó a Nejludov la aventura de aquel director de ministerio del que los senadores habían hablado entre ellos; le dijo cómo después de estar convicto de su crimen, en lugar de mandarlo a la cárcel, como exigía el código, iban a ponerlo a la cabeza de una provincia en Siberia. Luego, acabada aquella repugnante historia, contó aún, con un placer particular, cómo altos personajes habían robado el dinero recogido para erigir un monumento y que se quedó así inacabado, personajes ante los cuales habían pasado aquella misma mañana; cómo la amante de fulano ganaba millones en la Bolsa; cómo uno había vendido a su mujer y otro la había comprado; luego inició otro relato sobre las estafas y toda clase de crímenes cometidos por altos funcionarios que, lejos de estar en prisión, se hallaban instalados en los sillones presidenciales de diversas instituciones. El abogado parecía extraer de aquellos relatos (cuya fuente era por lo visto inagotable) una gran satisfacción: le permitían, en efecto, demostrar que los medios de que usaba él mismo para ganar dinero eran absolutamente legítimos a irreprochables en comparación con los que empleaban los más altos personajes de Petersburgo. Por eso fue grande su sorpresa cuando, en la mitad misma de una de sus anécdotas, vio que Nejludov se despedía de él y llamaba a un coche de punto para marcharse.

Nejludov estaba muy triste. Lo estaba sobre todo porque el Senado había confirmado el martirio insensato impuesto a la inocente Maslova, y también porque aquella condena hacía más difícil para él la realización de su proyecto de casamiento con ella. Su tristeza aumentaba aún por aquellas monstruosas historias sobre el mal imperante del que el abogado hablaba con tanta complacencia. En fin, seguía viendo la mirada glacial y hostil de Selenin, en otros tiempos tan afectuoso, tan franco y tan noble.

Cuando entró en casa de su tía, el portero le entregó, con un cierto matiz de desdén, una carta que «cierta mujer», según su expresión, había traído para él. Era de la madre de Schustova y escribía que había venido a dar las gracias al «bienhechor», al «salvador» de su hija, y le suplicaba que fuera a verlas a la calle Vassili Ostrov, en el número tal, piso cual. Añadía que era por algo que interesaba a Vera Efremovna.

Le rogaba que no temiese un desbordamiento de gratitud, pues ni siquiera se hablaría de aquello, pero que simplemente se sentirían dichosas pudiéndolo ver y, si era posible, al día siguiente por la mañana.

Había otra carta de uno de sus antiguos camaradas, ayudante de campo del emperador, Bogatyrev, a quien Nejludov le había rogado que entregase personalmente al soberano una solicitud dirigida por él en nombre de los sectarios. Con su gran letra firme, Bogatyrev le informaba que, según su promesa, entregaría en propias manos la instancia al emperador, pero que se le había ocurrido una idea. ¿No convendría más ir a ver primeramente al personaje del que dependía aquel asunto y solicitárselo?

Después de todas las impresiones experimentadas durante su estancia en Petersburgo, Nejludov se sentía profundamente desalentado. Los proyectos que había formado en Moscú se le aparecían ahora como esos sueños juveniles que se desvanecen al contacto con la vida real. Pero, de cualquier forma, consideró como un deber llevar a cabo todo lo que tenía que hacer en Petersburgo y decidió que, después de visitar a Bogatyrev, seguiría su consejo y al día siguiente iría a ver al personaje del que dependía el asunto de los sectarios. Mientras reflexionaba, sacó la solicitud de su cartera y se disponía a releerla cuando un lacayo vino a decirle que la condesa Catalina Ivanovna le rogaba que subiese para tomar el té.