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En el umbral de la habitación contigua apareció en el mismo instante una mujer de blusa blanca, ceñida por un cinturón de cuero, y que tenía un aire inteligente y simpático.

¡Buenos días! ¡Muchas gracias por haber venido! exclamó colocándose en el diván, al lado de su sobrina. Bueno, ¿cómo está Vera? ¿La ha visto usted? ¿Cómo soporta su situación?

Ella no se queja respondió Nejludov. Dice que no podría encontrarse mejor en el Olimpo.

¡Ah, Vera! ¡Qué propio de ella! dijo la tía sonriendo y meneando la cabeza. No hay más remedio que quererla: ¡qué carácter tan espléndido! Todo para los demás, nada para ella.

La verdad es que no me pidió nada para ella y no pensó más que en la sobrina de usted. Lo que más la afligía, me dijo, era la monstruosa injusticia de esta detención.

¡Sí, monstruosa, en efecto! La infeliz ha sufrido por mí.

¡Nada de eso, tía! exclamó Lidia. Yo habría recogido esos papeles aunque usted no me lo hubiese dicho.

Permíteme decirte que estoy mejor enterada que tú de eso replicó la tía. Mire usted dijo a Nejludov, todo pasó porque cierta persona me rogó que guardase sus papeles en depósito. Como yo no tenía alojamiento, se los dejé a mi sobrina. Pero he aquí que aquella misma noche la policía vino a esta casa y se llevó los papeles y a ella; y ha estado detenida hasta ahora, porque se negaba a decir de quién provenían esos papeles.

¡Y no lo he dicho! exclamó Lidia con vivacidad, retorciéndose un bucle de los cabellos que sin embargo no la molestaba en absoluto.

Nunca he pensado que lo hayas dicho dijo la tía.

Si han cogido a Mitin no es por culpa mía replicó Lidia, ruborizada y mirando en torno de ella con inquietud.

Pero no tienes necesidad de decirnos eso, Lidia comentó la madre.

¿Por qué no? Por el contrario, quiero hablar de eso declaró Lidia.

Ya no sonreía. Toda arrebolada, enrollaba sus cabellos alrededor de un dedo y no dejaba de lanzar miradas inquietas en torno de ella.

¿Y te has olvidado de lo que ocurrió ayer cuando empezaste a hablar de eso?

En absoluto. Déjame hablar, mamá. ¡Yo no lo dije! Me limité a callarme. Cuando me interrogaron sobre mi tía y sobre Mitin, no respondí nada y declaré que nada respondería. Entonces, ese... Petrov...

Petrov es un soplón, un gendarme y un miserable dijo la tía para explicar a Nejludov las palabras de su sobrina.

Entonces, ese Petrov continuó Lidia con emoción y volubilidad se puso a querer convencerme: «Lo que usted diga no podrá perjudicar a nadie, al contrario. Si usted habla, libertará a unos inocentes a los que tal vez estamos haciendo sufrir sin motivo.» Sin embargo seguí afirmando que no diría nada. Entonces, me dijo él: «Bueno, está bien, no diga nada; pero por lo menos no diga que no a lo que yo diga.» Y se puso a citar nombres, entre los cuales estaba el de Mitin.

Pero no hables más de eso interrumpió la tía.

Se lo ruego, tía, déjeme que lo diga...

Y Lidia no dejaba de tirarse del bucle de cabellos, mirando en torno de ella.

Y figúrense ustedes que al día siguiente me entero de que han detenido a Mitin. Me lo hicieron saber unos camaradas con golpecitos dados contra la pared. Yo me dije: «He sido yo quien lo ha entregado.» Y este pensamiento me ha torturado tanto, tanto, que he creído que me volvía loca.

Pero está demostrado que tú nada tienes que ver con su detención dijo la tía.

Sí, pero yo lo ignoraba. Y no dejaba de pensar: he sido yo quien lo ha entregado. Iba de arriba abajo por la celda y pensaba: ¡Yo lo he entregado! Me acostaba, me tapaba la cabeza y, a mis oídos, una voz gritaba: ¡tú lo has entregado! ¡Tú has entregado a Mitin! Y por mucho que yo supiera que aquello eran alucinaciones, me resultaba imposible no escucharlas. Quería dormir, no pensar en eso: ¡imposible! ¡Era horrible! exclamó Lidia, cada vez más agitada y sin dejar de enrollarse alrededor de un dedo una crencha de sus cabellos, para desenrollarla después, lanzando miradas inquietas alrededor.

Lidia, cálmate le repetía la madre, dándole palmaditas en el hombro.

Pero Lidia no podía ya contenerse.

Y lo más espantoso de todo es que... empezó a decir.

Pero un sollozo la impidió acabar. De un salto, se levantó del diván y, después de haber tropezado con el sillón, escapó fuera de la estancia. Su madre la siguió.

¡Habría que ahorcar a todos esos miserables! dijo el colegial.

¿Qué te pasa? preguntó la tía.

- ¿A mí? Nada respondió; y cogió de la mesa un cigarrillo y lo encendió.

XXVI

Sí, para la gente joven, este encarcelamiento en celda es una cosa horrible, dijo la tía, meneando la cabeza y encendiendo a su vez un cigarrillo.

Creo que para todo el mundo replicó Nejludov.

No, para todo el mundo no. Para los verdaderos revolucionarios, y me lo ha dicho más de uno, la cárcel representa por el contrario un reposo y una seguridad. Los sospechosos viven en una perpetua angustia, en la privación, en el temor por ellos, por los demás y por la causa común. Y he aquí que un buen día los detienen y se ha acabado todo: nada de responsabilidad; no tienen más que acostarse y descansar. Conozco a algunos a los que su encarcelamiento ha proporcionado una alegría auténtica. Pero con los jóvenes, con los inocentes (y son siempre inocentes como Lidia a los que empiezan a detener), la cosa es distinta: el primer choque es terrible. No a causa de la privación de libertad, de los malos tratos, de la falta de ventilación y de alimento; todo eso no sería nada. Incluso si las privaciones fueran tres veces mayores, se las soportaría bastante bien sin ese choque moral que se experimenta con ocasión de un primer encarcelamiento.

¿Lo ha experimentado usted?

A mí me han cogido dos veces dijo la tía con una sonrisa dulce y triste. La primera vez fue sin motivo alguno. Tenía veintidós años, era madre de un niño y además estaba encinta. Por penosas que fuesen entonces para mí la privación de libertad, la separación de mi hijo y de mi marido, todo aquello no era nada comparado con el sentimiento que yo experimentaba al dejar de ser una criatura humana para convertirme en una cosa: quise decir adiós a mi tita y me ordenaron que subiese al coche; pregunté adónde me conducían y me respondieron que cuando hubiese llegado lo sabría; pregunté de qué me acusaban y no me respondieron. Cuando, después del interrogatorio, me desnudaron para ponerme el uniforme carcelario con un número, cuando me hicieron pasar bajo bóvedas, abrieron una puerta, me empujaron adentro, hicieron funcionar la cerradura y se alejaron, no dejando más que a un centinela, fusil al hombro, quien se paseaba silenciosamente y miraba de vez en cuando por la mirilla de mi puerta, un peso me cayó en el corazón. Me acuerdo de haberme sentido especialmente impresionada por el hecho de que el oficial de policía que me había interrogado me hubiese propuesto fumar. Él sabía, pues, que la gente tiene necesidad de fumar; sabía también que los hombres aman la libertad y la luz; sabía que las madres aman a sus hijos, y los hijos a sus madres. ¿Cómo han podido entonces arrancarme implacablemente de todo lo que me es querido y encerrarme como a una bestia feroz? Es imposible pasar semejante sacudida sin que queden de ella huellas muy profundas. El que creía en Dios y en los hombres y en el amor de los hombres entre sí, no cree ya después de eso. Luego, dejé de creer en los hombres y les guardé rencor concluyó. Y se puso a sonreír.

En la puerta por donde había salido Lidia reapareció su madre, quien anunció que la muchacha estaba demasiado nerviosa y no podría volver.

Sin motivo alguno, han echado a perder esta vida joven dijo la tía. Y sufro más aún al pensar que he sido la causa involuntaria de eso.

No será nada. El aire del campo la restablecerá. La enviaremos con su padre.