Изменить стиль страницы

Sin dejar de sonreír con los ojos, el general respondió que estaba encantado, luego guardó silencio y volvió a mostrarse tranquilo a impenetrable.

Habría debido marcharme esta tarde, pero, como le había prometido a usted... dijo Nejludov, dirigiéndose a Mariette.

Sí no quiere usted verme, verá por lo menos a una artista maravillosa dijo Mariette, respondiéndole en el sentido que ella atribuía a sus palabras. ¿Verdad que ha estado admirable en esta última escena? preguntó a su marido, quien aprobó con la cabeza.

A mí eso no me impresiona mucho dijo Nejludov. He visto hoy tanta miseria, que...

¿De verdad? Siéntese y cuente.

El marido prestaba oídos a la conversación con una sonrisa en los ojos cada vez más irónica.

He ido a ver a esa desgraciada que por fin ha recobrado la libertad, después de haber estado tanto tiempo en la cárcel. Una criatura absolutamente destrozada.

Es la mujer de que te hablé dijo Mariette a su marido.

¡Ah, sí, me he sentido muy dichoso al poder conseguir que la pusieran en libertad! respondió con calma; y bajo su bigote se esbozó una sonrisa que a Nejludov le pareció bastante irónica. Voy a fumar añadió.

Nejludov permaneció sentado, a la espera de aquel algo que Mariette tenía que decirle. Pero ella no le decía nada, no trataba siquiera de decirle lo más mínimo; bromeaba y no hablaba más que de la obra, creyendo que a Nejludov le parecía muy interesante.

Éste se dio cuenta muy pronto de que ella nunca había tenido nada que decirle, sino que simplemente había querido que él la viera esplendorosa con su traje de noche, con los hombros desnudos adornados por un lunar. Y sintió a la vez placer y aversión. No solamente el velo de encanto que antaño recubría todo aquello fue levantado por Nejludov, sino que vio todo lo que ocultaba. Le agradaba ver a Mariette, pero sabía que era una mentirosa que vivía con un marido que subía en el escalafón a costa de las lágrimas y de la vida de millares de hombres; y que aquello importaba poco a la joven; y que todo lo que ella le había dicho la víspera era falso, pero que quería (él ignoraba con cuáles fines, y sin duda ella misma lo ignoraba también) obligarlo a amarla, lo que a él le resultaba a la vez seductor a intolerable. En varias ocasiones tuvo deseos de marcharse, a incluso llegó a tomar su sombrero, pero luego se quedaba.

Mas al fin, cuando el marido entró en el palco, impregnados sus espesos bigotes de un fuerte olor a tabaco, y dejó caer sobre Nejludov una mirada aburrida y protectora, éste no pudo resistir más y, viendo la puerta abierta, salió al pasillo, donde recogió su abrigo, y abandonó el teatro.

Al pasar por la avenida Nevsky para volver a su casa distinguió delante de él, tranquila y caminando sobre el asfalto de la ancha acera, a una mujer alta, muy bien formada, de una elegancia provocativa. En su rostro, como en todo el conjunto de su persona, se leía el convencimiento que ella tenía de su poder de seducción. Todos los viandantes se volvían hacia ella y la miraban. Nejludov, cuyo paso era más rápido, la alcanzó e, involuntariamente, la miró a su vez. Aunque maquillada, su cara era bonita. Sonrió a Nejludov y sus ojos se encendieron. Cosa extraña, Nejludov se acordó inmediatamente de Mariette, porque acababa de experimentar un sentimiento de seducción y de aversión idéntico al que había experimentado en el teatro.

Después de haber rebasado rápidamente a la joven, Nejludov se dirigió hacia el Morskaia y avanzó hasta el muelle, donde se puso a caminar de arriba abajo para gran asombro del agente de policía.

«Me ha sonreído como la otra me sonrió en el teatro cuando entré se decía, y las dos sonrisas tienen un significado análogo. La única diferencia es que ésta habla francamente y sin rodeos: "¿Me necesitas? ¡Tómame! ¿No? ¡Continúa tu camino! " En tanto que la otra finge tener otros pensamientos, experimentar sentimientos elevados y refinados. Es lo mismo en el fondo, pero ésta es franca y la otra miente. Más aún, a ésta es la necesidad la que la ha conducido a su situación; la otra se deleita y se divierte con esta pasión que es bella, repugnante y terrible. Esta mujer de la calle es semejante al agua sucia y pútrida que se ofrece a aquellos cuya sed es más fuerte que la repugnancia; la otra, en su palco, es el veneno que emponzoña imperceptiblemente todo lo que penetra.»

Nejludov se acordó entonces de sus relaciones con la mujer del mariscal de la nobleza, y aquellos vergonzosos recuerdos se presentaron en oleada: «¡Es repugnante esta bestialidad del hombre! Pero, cuando se manifiesta francamente, desde la elevación de tu vida moral puedes verla y despreciarla. Que sucumbas o no, sigues siendo lo que has sido. Pero cuando esta bestialidad se esconde bajo apariencias mal llamadas poéticas y estéticas y fuerza tu admiración, te hundes entonces completamente y, divinizando lo animalesco, no sabes ya distinguir el bien del mal. Y entonces es cuando la cosa se hace terrible.»

En aquel momento, Nejludov veía tan claramente todo aquello como veía ante él los palacios, la fortaleza, los centinelas, la Bolsa, el río y los bancos. Y lo mismo que no había aquella noche, una noche blanca, tinieblas apaciguadoras que otorgan el reposo, sino una luz vaga, triste, ficticia, fuera de su origen, el Sol, así en el alma de Nejludov no existían ya las tinieblas tranquilizadoras de la ignorancia, de la falta de conocimiento.

Todo estaba claro. Estaba claro que todo lo que sé considera como importante y bueno es vil a insignificante, y que todo aquel brillo, todo aquel lujo, recubren vicios antiguos y habituales que, lejos de ser expulsados, triunfan y resplandecen con todos los encantos que pueden inventar los hombres.

Nejludov habría querido olvidar, no ver; pero ya no le era posible no ver. Aunque no viese la fuente de la luz que le revelaba su saber, como no veía la fuente de la luz esparcida sobre Petersburgo, y aunque esta claridad le pareciese vaga, triste, ficticia, sin embargo le era imposible no darse cuenta de lo que le revelaba aquella luz, y sentía al mismo tiempo inquietud y gozo.

XXIX

En cuanto regresó a Moscú, la primera visita de Nejludov fue la enfermería de la cárcel, a fin de anunciar a Maslova la triste noticia de que el Senado había confirmado la sentencia del tribunal y que le era preciso prepararse para partir a Siberia. En cuanto al recurso de gracia redactado por el abogado y que él llevaba a Maslova para que lo firmase, Nejludov no tenía ninguna esperanza y, cosa extraña, no deseaba ya que tuviese éxito. Se había hecho a la idea de la marcha a Siberia, de la existencia entre los deportados y los forzados, y se representaba, no sin pena, lo que habría hecho de sí mismo y de Maslova si la hubiesen absuelto. Se acordaba de las palabras del autor norteamericano Thoreau diciendo que en un país donde reina la esclavitud, como en otros tiempos en Norteamérica, el único sitio que conviene a un hombre honrado es la cárcel. Después de todo lo que había visto y aprendido en Petersburgo, Nejludov no tenía más remedio que pensar lo mismo.

«Sí, el único sitio conveniente para un hombre honrado, en la Rusia de hoy, es la cárcel», se decía; y eso era lo que sentía al acercarse a la prisión y al penetrar en ella.

El portero de la enfermería, habiéndolo reconocido inmediatamente, le comunicó que Maslova no estaba ya allí.

¿Y dónde está?

Otra vez en la cárcel.

Pero ¿por qué la han llevado allí?

¡Oh, es que se trata de una mujer muy especial, excelencia! respondió el portero con una sonrisa despreciativa. Se hizo cortejar por el ayudante del cirujano. Entonces, el médico jefe la echó sin contemplaciones.

Jamás Nejludov habría supuesto que Maslova y sus sentimientos le llegasen tan al corazón. Pero aquella noticia lo dejó estupefacto. Experimentó el mismo sentimiento que se experimenta cuando nos anuncian una gran desgracia inesperada. Lo invadió un cruel sufrimiento y por lo pronto sintió vergüenza. Se juzgó ridículo por haberse sentido contento al creer en un cambio del estado de espíritu de Maslova. Todas las hermosas palabras con las que ella había rechazado su sacrificio; sus lágrimas, todo aquello no era más que una comedia interpretada por una vil criatura para engañarlo y hacerse valer. En su última conversación con ella (ahora se acordaba) había sospechado ya esa perversidad que, a partir de este momento, no dejaba lugar a dudas. Y todos aquellos pensamientos, todos aquellos recuerdos se aglomeraban en él mientras maquinalmente volvía a ponerse el sombrero y salía de la enfermería.