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Nejludov había tenido primeramente la esperanza de encontrar en los libros respuesta a estas preguntas, y había comprado todas las obras sobre la materia. Había leído con la mayor atención a Lombroso, Garofalo, Ferri, List, Maudsley, Tarde; pero, cuanto más los leía, mayor era su decepción. Le pasaba lo que le ocurre a cualquier hombre que estudia una ciencia no para figurar entre los sabios ni para escribir, discutir o enseñar, sino para encontrar una respuesta a preguntas simples, prácticas y vitales: esta ciencia que él estudiaba resolvía numerosos problemas de los más sutiles relacionados con las leyes de la criminalidad, pero no proporcionaba ninguna respuesta al asunto que lo traía preocupado.

Esta pregunta, sin embargo, era bien simple: ¿por qué algunos hombres se arrogaban el derecho de encerrar, de torturar, de deportar, de golpear, de matar a otros hombres, siendo así que ellos mismos eran semejantes a esos hombres a los que torturaban, golpeaban y mataban? Pero, en lugar de contestar a esta pregunta, los sabios cuyas obras consultaba se preguntaban si la voluntad humana es libre o no, si la forma del cráneo puede hacer catalogar a un hombre como criminal, qué papel desempeña la herencia en el crimen y si el instinto de imitación no desempeña en él igualmente un papel. ¿Hay una inmoralidad atávica? ¿Qué es la moralidad? ¿Qué es la locura? ¿Qué es la degeneración? ¿Qué es el temperamento? ¿Qué acción ejercen sobre el crimen el clima, la alimentación, la ignorancia, la imitación, el hipnotismo, la pasión? ¿Qué es la sociedad? ¿Cuáles son sus deberes?, etcétera, etcétera.

Todas estas consideraciones recordaban a Nejludov la respuesta que en otros tiempos le había dado un niño que volvía de la escuela y al que había preguntado si sabía ortografía. «Perfectamente», había respondido el niño. «Pues bien, deletréame la palabra hoja.» «Pero, ¿qué clase de hoja? ¿Una hoja de árbol?», había preguntado el niño con aire malicioso. En forma de pregunta, era la misma respuesta a su única y primordial interrogación, lo que Nejludov encontraba en las obras de los sabios.

Encontraba en ellas muchas reflexiones sutiles, profundas, interesantes, pero ninguna respuesta a esta pregunta fundamental: ¿con qué derecho castigan unos a otros? Lejos de responder, aquellas reflexiones tendían, por el contrario, a explicar y justificar el castigo, cuya necesidad no podía ser puesta en duda.

Nejludov continuaba leyendo mucho, pero solamente en sus ratos perdidos. Atribuía la imposibilidad en que se hallaba de instruirse a su estudio superficial, y esperaba encontrar, en consecuencia, la respuesta buscada. De este modo no se creía autorizado para estimar que era exacta la respuesta que había encontrado él mismo y que se ofrecía a su espíritu con una evidencia creciente.

XXXXI

La partida del convoy de los forzados en el cual estaba incluida Maslova había quedado fijada para el 5 de julio. Nejludov resolvió seguirla el mismo día. La víspera de su marcha, su hermana y el marido de ésta habían venido a verlo. La hermana de Nejludov, Natalia Ivanovna Ragoyinskaia, que le llevaba diez años, había tenido una gran influencia en su educación. Lo había querido mucho cuando él era niño; luego, poco antes de su casamiento, ella con veinticinco años, él con quince, se habían compenetrado en una perfecta igualdad de humor, como si fuesen de la misma edad. Ella estaba entonces enamorada de Nicolenka Irteniev, el difunto amigo de su hermano. Los dos querían a Nicolenka, y, en él y en ellos mismos, amaban todo lo que es bueno y todos los sentimientos que unen a los hombres.

Después, los dos se habían depravado: él, durante su estancia en el regimiento; ella, por su casamiento con un hombre al que amaba con un amor completamente sensual, pero que no tenía gusto ninguno por lo que ella y Dmitri consideraban antaño como el ideal de lo bueno y de lo bello. Y no solamente su marido no se sentía atraído en modo alguno por aquel ideal, sino que incluso era incapaz de comprenderlo. Esta aspiración hacia la perfección moral, este deseo de ser útil a los hombres, en que Natalia había vivido antaño, eran interpretados por su marido de la única manera que estaba a su alcance, en el sentido de una hinchazón de amor propio y por la necesidad de distinguirse.

Ragoyinsky era un hombre sin fortuna y de cuna mediocre; pero, funcionario muy hábil, que maniobraba diestramente entre el liberalismo y la reacción, aprovechándose de estas dos corrientes según las circunstancias y la época, y poseyendo sobre todo algo especial que agradaba a las mujeres, había hecho en la magistratura una brillante carrera. Ya con una cierta edad, había entablado en el extranjero conocimiento con la familia de Nejludov, había conseguido que Natacha lo quisiera y se había casado con ella contra el deseo de la madre de la joven, quien consideraba aquél un casamiento desigual.

Aunque tratara de disimularse a sí mismo aquel sentimiento, Nejludov detestaba a su cuñado. Éste le era antipático por la vulgaridad de su alma y su suficiencia de hombre limitado; pero lo detestaba más aún por el hecho de que su hermana hubiera podido prendarse con un amor tan egoísta y tan sensual, de aquella naturaleza miserable, ahogando así todo lo que había de bello y de noble en ella misma. Nunca podía pensar sin sufrimiento en que Natacha se hubiera convertido en la mujer de aquel corpulento hombre velludo, de cráneo reluciente. Ni siquiera podía reprimir la repulsión hacia sus hijos. Y cada vez que se enteraba de que ella tenía un nuevo embarazo, a pesar suyo experimentaba la impresión de que su hermana se había contaminado de nuevo con alguna enfermedad repugnante al contacto de aquel hombre que en nada se le parecía.

Los Ragoyinsky habían venido a la ciudad sin sus niños, y se habían alojado en el mejor apartamento del mejor hotel. Natalia Ivanovna se dirigió inmediatamente a la antigua morada de su madre; no habiendo encontrado allí a su hermano y habiéndose enterado por Agrafena Petrovna de que se había alojado en una habitación amueblada, se hizo conducir allí. Un criado grasiento le salió al encuentro por un corredor oscuro, incluso en pleno día, y lleno de malos olores y le comunicó que el príncipe no estaba en su habitación.

Como Natalia Ivanovna manifestó el deseo de penetrar en la habitación de su hermano para escribirle algunas palabras, el criado la dejó entrar.

Ella examinó con curiosidad las dos habitacioncitas que ocupaba su hermano. En todas partes encontraba la limpieza y el orden minucioso que eran tan característicos de él; pero sobre todo se sentía impresionada por la simplicidad de aquella instalación sorprendente. Sobre la mesa distinguió el viejo pisapapeles de mármol adornado con un perro de bronce, y los cartapacios, el papel, el tintero, etcétera, que no le resultaban menos conocidos; y el código penal, y el libro de Henry George, y el de Tarde; y, dentro de este último, la gran plegadera curvada de marfil, de la que se acordaba también.

Se sentó a la mesa y escribió un billete en el que rogaba a su hermano que fuese a verla sin falta el mismo día. Y, meneando la cabeza de asombro por todo lo que acababa de ver, salió y se dirigió de nuevo a su hotel.

Dos cosas interesaban particularmente a Natalia Ivanovna en lo que se refería a su hermano: aquel casamiento con Katucha del que todo el mundo hablaba en la ciudad donde ella vivía, y aquella cesión de tierras a los campesinos, conocida igualmente por todos y a la que muchos atribuían incluso un carácter político y peligroso.

Por una parte, el casamiento con Katucha agradaba bastante a Natalia Ivanovna. Apreciaba su decisión en aquella circunstancia en que ella volvía a encontrarlo totalmente como era su hermano y en que volvía a encontrarse a sí misma como habían sido en el tiempo hermoso de su juventud. Mas, por otra parte, no podía dominar su espanto al pensar que su hermano iba a casarse con una criatura tan abominable; y, habiendo predominado este último sentimiento, decidió influir sobre Dmitri todo lo que pudiera para disuadirlo, aun sabiendo que sería difícil.