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Pero Ignaty Nikiforovitch no era hombre que se dejase arrebatar la palabra. Continuó hablando sin escuchar a Nejludov e irritándolo por tanto aún más.

Tampoco puedo estar de acuerdo en que los tribunales tengan por objeto mantener el orden de cosas existente. Tienen un objeto doble: primeramente, corregir...

¡Bonita, la corrección en las cárceles! interrumpió Nejludov.

...o mantener apartados continuó Ignaty Nikiforovitch, sin dejarse desviar a esos hombres depravados o feroces que amenazan la vida social.

Pero es que precisamente los tribunales no hacen ni una cosa ni otra. La sociedad no puede nada contra eso.

¿Qué quiere decir? No comprendo.

Quiero decir que por lo que se refiere a castigos razonables no hay más que dos, los dos únicos que se empleaban antiguamente: el látigo y la muerte, que, a consecuencia de la suavización de las costumbres, cada vez se usan menos.

¡Eso sí que es original, y sorprende mucho que sea usted quien lo diga!

Pues sí: es lógico hacer sufrir a un hombre para impedirle renovar un acto que le ha acarreado sufrimientos; es lógico también cortar la cabeza a aquel de los miembros de la sociedad que resulta peligroso para ésta. Pero, ¿qué sentido tiene agarrar a un hombre, depravado ya por la pereza y el mal ejemplo, para encerrarlo en una cárcel donde la pereza se le convierte en algo obligatorio y donde está rodeado por doquier de malos ejemplos? ¿Qué sentido tiene transportarlo a expensas del Estado (cada deportado cuesta más de quinientos rublos) desde el gobierno de Tula al de Irkutsk o al de Kursk...?

Sin embargo, los hombres temen estos viajes a expensas del Estado; sin ellos y sin las cárceles, no estaríamos sentados tranquilamente aquí como lo estamos en estos momentos.

Pero es que esas cárceles de ustedes no garantizan en absoluto nuestra seguridad, puesto que los criminales no quedan allí perpetuamente, sino que se les suelta. Por el contrario, en esos establecimientos, los hombres se hacen más viciosos y, por consecuencia, más peligrosos.

Quiere usted decir que nuestro sistema penitenciario tiene necesidad de perfeccionamiento, ¿no?

¡Imposible perfeccionarlo! Si se quisiera hacerlo, se perdería más dinero aún que el que se pierde extendiendo la instrucción pública, y sería una nueva carga para el mismo pueblo.

Pero los defectos del sistema penitenciario no tienen nada que ver con los tribunales continuó Ignaty Nikiforovitch sin escuchar a su cuñado.

¡Es absolutamente imposible remediar esos defectos! replicó Nejludov alzando la voz.

Pero, entonces, ¿qué, que se mate? ¿O bien, como propuso recientemente un estadista, que se saquen los ojos a los criminales? preguntó Ignaty Nikiforovitch con una sonrisa triunfal.

Eso sería cruel, pero por lo menos sería consecuente. En cambio, lo que se hace ahora no sólo es cruel a inconsecuente, sino tan estúpido que es imposible comprender cómo hombres de espíritu sano pueden participar en una obra tan cruel y tan insensata como la del tribunal de lo criminal.

¡Sin embargo, yo formo parte de esa obra! dijo, palideciendo, Ignaty Nikiforovitch.

Eso es asunto suyo. Por mi parte, no lo comprendo.

Hay muchas cosas, creo, que usted no comprende dijo Ignaty Nikiforovitch con voz temblorosa.

He visto, en la Audiencia, cómo un fiscal se empeñó en hacer condenar a un pobre muchacho que no habría inspirado más que lástima a cualquier hombre de juicio recto. Sé cómo otro fiscal, después de interrogar a un «sectario», le aplicaba la ley criminal por una simple lectura del Evangelio. Por lo demás, la obra entera de los tribunales no consiste más que en actos crueles o estúpidos.

Yo no sería magistrado si tuviese esa opinión respondió Ignaty Nikiforovitch poniéndose en pie.

Nejludov creyó ver brillar algo tras las gafas de su cuñado. «¿Serán lágrimas?», pensó. Efectivamente, eran lágrimas, vertidas por un hombre ofendido. Ignaty Nikiforovitch se acercó a la ventana, sacó su pañuelo, tosió, se limpió las gafas y seguidamente se secó los ojos. Luego se sentó en el diván, encendió un cigarro y se quedó callado.

Al pensar que había herido tan profundamente a su cuñado y a su hermana, Nejludov se puso tanto más triste y avergonzado cuanto que partía al día siguiente y sabía que ya no tendría ocasión de volver a verlos. Muy turbado, se despidió de ellos.

«Quizás es verdad lo que le he dicho; por lo menos no ha podido objetarme nada; pero yo no habría debido hablarle de esa manera. Entonces, ¿es que el cambio que se ha operado en mí no es tan profundo, que he podido irritarme tanto, ofenderlo así y causar tanta pena a mí pobre Natacha?»; pensó.

XXXIV

Al convoy de deportados del que formaba parte Maslova debía salir de la estación al día siguiente a las tres de la tarde. Nejludov resolvió por tanto encontrarse ante la puerta de la cárcel antes del mediodía, para verlo salir y acompañarlo hasta el ferrocarril.

Al poner, antes de acostarse, orden en sus efectos y sus papeles, habiéndole caído entre las manos su diario, releyó algunos pasajes, entre otros las últimas notas tomadas antes de su partida para Petersburgo: «Katucha rechaza mi sacrificio, pero se obstina en el suyo. Ella ha triunfado y yo he triunfado. Estoy encantado del cambio interior que me parece (tengo miedo de creer demasiado en eso) operarse en ella. Tengo miedo de creerlo, pero tengo la impresión de que ella renace.» Debajo estaba escrito: «He vivido un momento muy penoso y muy feliz: me he enterado de que ella se había comportado mal en la enfermería. Y he sentido un sufrimiento horrible: nunca habría creído poder sufrir tanto. La traté con odio y repulsión; luego me acordé de que tantas veces yo había cometido, aunque no fuese más que con el pensamiento, el pecado que me la hacía odiosa; y de pronto, y en el mismo instante, me desprecié a mí mismo, y le tuve lástima, y sentí bienestar. Si pudiésemos ver siempre la viga que está en nuestro ojo, seríamos mucho mejores.» Y, en la fecha del día, anotó: «He ido a ver a Natacha, y simplemente, por contentarme a mí mismo, no me he mostrado bueno, sino malvado; y eso me ha dejado una impresión penosa. Entonces, ¿qué hacer? Mañana empieza para mí una vida nueva. ¡Adiós a la vida antigua, y para siempre! ¡Cuántas impresiones se amontonan! Pero todavía no puedo extraer de ellas una conclusión única.»

A la mañana siguiente, al despertar, su primer sentimiento fue el de arrepentirse vivamente de su conducta para con su cuñado. «Imposible marcharse así se dijo. Hay que ir a verlos y borrar todo eso.»

Pero al consultar su reloj se dio cuenta de que ya no tendría tiempo para eso si quería asistir a la salida del convoy. Habiendo acabado, a toda prisa, de empaquetar sus efectos y habiéndolos hecho llevar a la estación por el portero y por Tarass, el marido de Fedosia, que partía con él, llamó al primer coche de punto que vio vacío y se dirigió a la cárcel.

El tren de los presos partía dos horas antes que el tren correo que debía tomar Nejludov. No teniendo ya intención de volver al hotel, pagó la cuenta de su habitación.

Era en el momento de los pesados calores de julio. El pavimento, las piedras de las casas, el hierro de las techumbres, no habiendo podido enfriarse durante la cálida noche, devolvían el calor al aire abrasador y estancado. No soplaba ni la más leve brisa, a incluso si se elevaba una ligera neblina, era como un soplo tórrido, lleno de polvo y de violentas emanaciones de pintura al aceite. Casi todas las calles estaban desiertas, excepto algunos raros transeúntes que pasaban pegados a las paredes, buscando un poco de sombra. Únicamente los trabajadores encargados de arreglar el pavimento, calzados con botas de fieltro, achicharrados por el sol, estaban sentados en medio de la calzada, golpeando con sus martillos adoquines que introducían en la arena caliente.