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El calor había aumentado aún más: no había siquiera el menor soplo de aire, y el polvo, levantado por un millar de pies, planeaba sin cesar por encima de los presos. Éstos caminaban con paso firme, y el caballito del coche de alquiler que llevaba a Nejludov apenas conseguía rebasarlos.

Fila a fila, los pies idénticamente calzados y con un paso cadencioso, caminaban seres que ofrecían un aspecto extraño y aterrador y que balanceaban su brazo libre como para darse ánimos. Eran tan numerosos, tan semejantes, colocados en condiciones tan especiales y extrañas, que se le aparecían a Nejludov no ya como hombres, sino como criaturas fantásticas. Esta impresión desapareció en parte cuando, en el grupo de forzados, distinguió al asesino Fedorov y, entre los deportados, al chistoso Ojotin y a otro vagabundo que se había dirigido a él. Casi todos los presos lanzaban una mirada hacia el coche de Nejludov y hacia el señor que los examinaba. Fedorov inclinó la cabeza para indicarle a Nejludov que lo había reconocido; Ojotin le guiñó el ojo; pero, creyendo que estaba prohibido, ni uno ni otro lo saludaron.

Una vez que llegó cerca de las mujeres, Nejludov distinguió inmediatamente a Maslova. Caminaba en la segunda fila; la primera de esta fila era una mujer fea, toda colorada, de ojos negros, piernas cortas y con el capote ceñido a la cintura: era la Hermosa; cerca de ella caminaba la mujer encinta, que se arrastraba con trabajo; la tercera era Maslova, que llevaba su saco al hombro y miraba delante de ella, la serenidad y la decisión pintadas en su rostro. La cuarta de la fila era una mujer joven y bonita con capote corto, cubierta la cabeza por un pañuelo anudado, y que caminaba resueltamente: era Fedosia.

Nejludov bajó del coche y se acercó a las mujeres con la intención de preguntar a Maslova cómo se encontraba; pero un suboficial que marchaba al flanco de la columna corrió hacia él.

¡Prohibido acercarse al convoy, caballero! gritó.

Luego, viendo a Nejludov, a quien todo el mundo conocía en la cárcel, se llevó la mano a la gorra y explicó respetuosamente:

Imposible ahora. En la estación podrá usted hablarle; aquí está prohibido. ¡Vamos, en marcha! gritó a los presos como si quisiera darse ánimos a sí mismo a pesar del calor, y vivamente regresó a su puesto con sus elegantes botas nuevas.

Nejludov se apartó y, después de decir al cochero que lo siguiera, se puso a caminar por la acera sin perder de vista al convoy. Por todas partes, al paso de éste, se manifestaba una atención temerosa y compasiva. Las cabezas se inclinaban con curiosidad fuera de los coches para ver a los deportados. Los transeúntes se detenían y, con ojos abiertos de par en par, miraban el espantoso espectáculo. Algunos se acercaban y daban limosnas, que eran recibidas por los guardianes de la escolta. Otros, como hipnotizados, caminaban detrás de la columna, luego se detenían y, meneando la cabeza, no la seguían ya más quo con los ojos. Llamándose uno a otro, acudían vecinos a las puertas o se asomaban por las ventanas y miraban, inmóviles y silenciosos.

En una bocacalle, el convoy obstruyó el paso a un rico landó cuyo pescante estaba ocupado por un cochero de grandes posaderas, con hileras de botones a la espalda y cara reluciente. En el coche iban un hombre y una mujer: ella, flaca y pálida, con sombrero claro y una sombrilla de vistoso matiz; él, con sombrero de copa y elegante sobretodo canela. Frente a ellos estaban sus hijos: una niña de largos bucles rubios, toda adornada, fresca como una flor, con una sombrilla parecida a la de su madre, y un muchachito de unos ocho años, de largo cuello flacucho, de clavículas salientes y tocado con un sombrero de paja adornado con largas cintas. El padre reprochaba con malhumor al cochero no haber pasado antes que el convoy, en tanto que la madre hacía una mueca de repulsión y se tapaba la cara con su sombrilla para defenderse del sol y del polvo. El cochero de voluminosa grupa fruncía las cejas al escuchar los injustos reproches de su dueño, que era quien le había dado la orden de ir por aquella calle, y sujetaba con esfuerzo a los dos potros negros, relucientes y cubiertos de espuma. El agente de tráfico deseaba con todo su corazón prestar servicio al propietario del lujoso coche, deteniendo al convoy para dejarlo pasar, pero comprendía que la marcha de aquel cortejo era demasiado lúgubremente solemne para turbarla, ni siquiera en favor de un señor tan rico. Se contentó con llevar, en saludo militar, la mano a su gorra, en signo de respeto ante la opulencia, y mirar severamente a los presos, como si estuviera dispuesto a defender contra ellos a los notables paseantes. Él coche tuvo, pues, que aguardar a que toda la columna hubiese desfilado y no se puso en movimiento más que después del paso del último carro cargado de sacos y de presas, entre las cuales se encontraba la mujer histérica, que se había callado, pero que al divisar el vehículo estalló de nuevo en fuertes sollozos. El cochero tocó las riendas, y los bonitos caballos negros, haciendo resonar sus herraduras sobre la calzada, arrastraron al coche de cauchutadas ruedas hacia la casa de campo donde iban a divertirse el marido, la mujer, la hijita y el niño de cuello largo y de clavículas salientes.

Ni el padre ni la madre dieron la menor explicación a la niña y al niño respecto al espectáculo al que acababan de asistir. Así, los niños se vieron obligados a explicarse ellos mismos la significación de aquel espectáculo.

Juzgando según el rostro de sus padres, la niña comprendió que aquellos hombres eran distintos que su padre y su madre y que los amigos de ambos, que era una gente mala y que había razón para tratarlos así; por eso le causaban simplemente miedo, y se sintió muy a sus anchas cuando hubieron desaparecido.

El flacucho muchachito, sin un parpadeo y con la mirada fija en aquel cortejo, resolvió la cuestión de muy distinto modo. Sabía, y con certidumbre, por haberlo aprendido directamente de Dios, que aquellos hombres eran semejantes a él y a todos los hombres; que, por consiguiente, les habían hecho algo malo, que no habrían debido hacerles; y les tenía lástima, y experimentaba menos horror hacia aquellos hombres encadenados y rapados que hacia los que los habían encadenado y rapado. Por eso los labios se le hinchaban cada vez más, porque tenía que hacer un gran esfuerzo para no llorar, creyendo que sería vergonzoso para él llorar en aquellos momentos.

XXXVI

Nejludov marchaba con el mismo paso rápido que los presos, y, a pesar de la ligereza de su traje, el calor le resultaba cada vez más insoportable; se ahogaba sobre todo a causa del aire caliente, pesado, y del polvo que se arrastraba por las calles. Después de un cuarto de hora de marcha, subió de nuevo a su coche y dijo al cochero que avanzase; pero, sentado, el calor le parecía aún más penoso. Quiso pensar en su discusión de la víspera con su cuñado, pero aquel recuerdo que tanto lo había turbado pocas horas antes, ya ni siquiera le interesaba. Todos sus pensamientos estaban concentrados en el emocionante espectáculo del que acababa de ser testigo. Y, más que nada, el calor lo abrumaba.

Cerca de un seto, a la sombra de los árboles, vio a dos colegiales, sin nada a la cabeza, en pie junto a un vendedor ambulante de helados: uno de ellos se deleitaba ya lamiendo el barquillito; el otro espiaba los movimientos del vendedor, ocupado en llenar otro barquillo con una masa amarillenta.

¿Dónde podría beber algo? preguntó Nejludov al cochero con un deseo irresistible de tomar algo fresco.

Cerca de aquí hay un buen traktirrespondió el cochero, y después de dar la vuelta a una esquina, dejó a Nejludov ante una escalinata adornada con un gran letrero.

Un encargado mofletudo, en mangas de camisa, y dos camareros vestidos con blusas que antaño fueron blancas ofrecieron sus servicios a aquel cliente desconocido, no sin haberlo mirado con curiosidad. Nejludov pidió agua de Seltz y se sentó en el fondo de la sala, ante una mesita cubierta por un mantel grasiento.