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¿Y por qué ha sido esto? preguntó Nejludov al médico.

Éste lo examinó por encima de sus gafas.

¿Cómo? ¿Que por qué? ¿Tiene algo de raro morir de una insolación? Es muy sencillo: encerrados durante todo el invierno, sin movimiento, sin luz, luego conducidos de pronto con un calor semejante y en manada, y encima la insolación...

Entonces, ¿por qué los envían?

¡Ah, eso pregúnteselo usted a ellos! Pero, a propósito, ¿quién es usted?

Un transeúnte.

¡Ah, ah, excúseme, no tengo tiempo! dijo el médico estirándose los pantalones con malhumor y acercándose al lecho de los enfermos.

Bueno, ¿cómo va tu asunto? preguntó al hombre pálido de la boca torcida y el cuello vendado.

Durante este tiempo, el loco, sentado en su cama, había dejado de fumar y escupía en dirección al médico.

Nejludov bajó al patio; luego, después de haber pasado ante los caballos de los bomberos, las gallinas y los centinelas con casco de bronce, salió, volvió a subir a su coche y le dijo al cochero, que dormitaba, que lo llevase a la estación.

XXXVIII

Cuando llegó allí, todos los presos estaban ya instalados en vagones de ventanillas enrejadas. En el andén había algunas personas que acudieron para decirles adiós a parientes o a amigos, y a las cuales no se permitía acercarse a los vagones.

Los encargados del convoy estaban muy preocupados. En el trayecto desde la cárcel a la estación, cinco presos habían muerto de insolación. Además de los dos que vio Nejludov, hubo otros tres. Como los dos primeros, a uno de ellos lo habían llevado al cuartelillo más próximo de policía, y otros dos cayeron en la estación misma 23. Pero lo que preocupaba a los guardianes del convoy no era en modo alguno que aquellos cinco hombres confiados a sus cuidados y que hubiesen podido vivir, hubieran muerto; se inquietaban únicamente por tener que cumplir todas las formalidades exigidas en semejante caso por los reglamentos: entregar los cadáveres en manos de las autoridades competentes, así como sus papeles y sus efectos; borrar sus nombres de la lista de deportados conducidos a Nijni Novgorod; y todo aquello les causaba grandes molestias, más desagradables todavía bajo el sofocante calor.

Era, pues, debido a aquello por lo que los guardianes estaban preocupados; así, mientras todas aquellas formalidades no se hubiesen cumplido, no querían dejar ni a Nejludov ni a los demás que se acercasen a los vagones. Nejludov, sin embargo, obtuvo la autorización para ello, dando algún dinero a uno de los suboficiales encargados del convoy, con la condición de que no se quedaría mucho tiempo, a fin de que no lo viese el jefe.

El tren se componía de dieciocho vagones, todos ellos, excepto el reservado a las autoridades, completamente atestados de presos. Al pasar ante las ventanillas de estos vagones, Nejludov oía por doquier ruidos de cadenas, querellas, discusiones esmaltadas de palabrotas; pero en ninguna parte, como él en cambio se había imaginado, hablaba nadie de los camaradas caídos durante el trayecto. Las conversaciones giraban ante todo sobre los sacos de equipaje, el agua para beber y la elección de los sitios.

Habiendo lanzado una ojeada al interior de un vagón, Nejludov vio allí, en pie en el pasillo central, a dos guardianes ocupados en librar a los presos de sus esposas. Éstos tendían sus manos por turnos; uno de los guardianes, con ayuda de una llave, abría el candado que sujetaba las esposas, y el otro las recogía.

Después de los vagones de los hombres, Nejludov llegó a los de las mujeres. En el segundo oyó una voz cascada que gemía con ritmo monótono:

¡Oh, oh, padrecito; oh, oh, padrecito!

Nejludov lo rebasó y, siguiendo la indicación de uno de los guardianes, se acercó a la ventanilla del tercer vagón. Apenas lo hubo hecho, sintió subir hacia él un espeso olor a sudor y oyó voces estridentes. En todos los bancos había sentadas mujeres en capote y camisola, la cara roja y chorreando sudor; hablaban con animación. Les llamó la atención la figura de Nejludov al aparecer ante la ventanilla enrejada. Las más cercanas a la ventanilla se callaron y se acercaron. Maslova, en camisola, con la cabeza al descubierto, estaba sentada cerca de la reja opuesta. Junto a ella, la blanca y sonriente Fedosia, al reconocer a Nejludov, le dio un codazo a Maslova indicándoselo.

Ésta se levantó vivamente, volvió a colocarse al pañuelo sobre los negros cabellos y, con el rostro animado, rojo y cubierto de sudor, se acercó a la ventana y agarró los grandes barrotes de hierro.

¡Vaya un calor! dijo con aire muy alegre.

¿Recibió usted los efectos?

Los recibí. Gracias.

¿No necesita usted nada? preguntó Nejludov, sintiendo el calor que subía, como de una estufa, del vagón sobrecalentado.

No necesito nada, gracias.

A mí me gustaría mucho beber murmuró Fedosia.

¡Ah, sí, beber! repitió Maslova.

¿Es que no tienen ustedes agua?

Sí, pero ya la hemos bebido toda.

Ahora hablaré de eso con uno de los encargados del convoy dijo Nejludov. Y ya no volveremos a vernos hasta llegar a Nijni.

¿Es que va usted? exclamó Maslova, mirando a Nejludov con ojos gozosos y como si no estuviera enterada de aquello.

Salgo en el tren siguiente.

Maslova no respondió nada y, algunos segundos después, lanzó un profundo suspiro.

¿Es verdad, barin, que han hecho morir a doce presos? preguntó, con una gruesa voz de mujik, una vieja reclusa.

Era Korableva.

No he oído decir que fueran doce; pero he visto cómo transportaban a dos respondió Nejludov.

Dicen que ha habido doce. ¿Es que no van a hacerles nada? ¡Vaya unos demonios!

¿Y entre las mujeres, no ha habido enfermas? preguntó Nejludov.

Nosotras las mujeres tenemos la vida más dura replicó, riendo, otra deportada. Pero lo curioso es que a una se le ha ocurrido dar a luz al llegar aquí. ¿No oye usted los gritos? añadió, señalando el vagón contiguo, de donde salían quejas.

Me preguntó usted si necesitaba algo dijo Maslova, haciendo un esfuerzo para contener la alegría de su sonrisa. Pues bien, ¿no habría modo de que dejasen a esa mujer aquí, ya que verdaderamente está sufriendo? Si dijese usted algo a los jefes...

Sí, lo haré.

Y luego, ¿no habría medio de que ella pudiese ver a su marido, Tarass? añadió, señalando con los ojos a la sonriente Fedosia. Él lo acompañará a usted, ¿verdad?

¡Vamos, caballero, está prohibido hablar con los presos! dijo un suboficial del convoy, uno distinto del que había dejado pasar a Nejludov.

Éste se alejó. Se dedicó a buscar al jefe del convoy para intervenir en favor de la parturienta y de Tarass; pero durante mucho tiempo no pudo encontrarlo ni obtener de los soldados noticias de dónde estaba. Los soldados erraban de acá para allá; unos conducían a un preso; otros corrían a comprarse provisiones y a colocar sus sacos en los vagones; otros, por último, ofrecían sus servicios a una dama que viajaba con el oficial jefe del convoy y respondían apresuradamente a las preguntas de Nejludov.

Había sonado ya el segundo toque de campana cuando Nejludov distinguió por fin al oficial. Éste se enjugaba con su corto brazo el bigote que casi le tapaba la boca y, levantados los hombros, reprendía a un sargento.

¿Qué quiere usted? preguntó a Nejludov.

Hay una mujer que está dando a luz en uno de los vagones, y he pensado que...

Bueno, que dé a luz. Ya después se verá dijo el oficial, subiendo a su vagón con un resuelto balanceo de sus cortos brazos.

En el mismo instante pasó el maquinista con su silbato en la mano. El último toque de campana, y luego el silbato, se dejaron oír. En el andén, entre los parientes y los amigos que acudieron a la despedida, y en los vagones de las mujeres, se alzaron gritos y lamentos. Nejludov, con Tarass a su lado, vio arrastrarse delante de él los pesados vagones de enrejadas ventanillas tras las cuales distinguía los cráneos rapados de los hombres. Luego apareció el primer vagón de las mujeres; después, el segundo, de donde salían los gemidos de la parturienta, y luego por fin el vagón donde se encontraba Maslova con otras presas. Ella se mantenía cerca de la ventanilla y, acongojada, miraba a Nejludov.

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23A principios del año 1880, en Moscú, cinco presos murieron de insolación, en un mismo día, durante el trayecto entre la prisión de Butyra y la estación de Nijni Novgorod. N. del A.