No hay que dejar que se duerma y hay que creer en esa voz, dijo Nejludov, cayendo en la trampa.
Muy a menudo, posteriormente, sintió vergüenza al acordarse de aquella conversación, de aquellas palabras de Mariette que eran menos una mentira que una comedia; de aquel rostro de la joven que expresaba una atención falsamente enternecida mientras él le contaba los horrores de las cárceles y las impresiones de su contacto con los campesinos.
Cuando la condesa volvió, Mariette y Nejludov hablaban no solamente como viejos amigos, sino como amigos íntimos, únicos en comprenderse entre la multitud que los rodeaba.
Su conversación versaba sobre la injusticia de los poderosos, los sufrimientos de los débiles, la miseria del pueblo; pero en realidad, bajo el murmullo de las palabras, sus ojos no cesaban de interrogarse mutuamente: «¿Puedes amarme?», y de responder: «¡Puedo!» Y el deseo sexual, revistiendo las formas más insospechadas y más radiantes, los atraía mutuamente.
Antes de marcharse, Mariette repitió a Nejludov que siempre tendría el mayor agrado secundándolo en sus proyectos; insistió para que fuese, aunque sólo fuera un momento, a verla al día siguiente por la noche, en su palco, en el teatro, donde tendría que hablarle, aseguraba ella, de un asunto muy importante.
Por lo demás, ¿quién sabe cuándo volveremos a vernos? suspiró ella al mismo tiempo que se ponía con precaución el guante en su mano cubierta de sortijas. Prométame que vendrá.
Nejludov se lo prometió.
Aquella noche, una vez solo en su habitación, se acostó, apagó la vela y tardó mucho tiempo en dormirse. Al acordarse de Maslova, de la decisión del Senado, de su proyecto de seguirla a todas partes, del abandono de sus tierras, veía, en respuesta a estos pensamientos, alzarse ante él el rostro de Mariette, su suspiro y su mirada cuando ella le había dicho: «¿Quién sabe cuándo volveremos a vernos?» Y él volvía a ver tan clara, tan vivamente aquella sonrisa, que, durante la noche, también él se sorprendió a veces sonriendo. «¿Haré bien marchándome a Siberia? ¿Haré bien despojándome de toda mi fortuna?», se preguntaba.
Y eran vagas las respuestas que se presentaban a su espíritu, en aquella clara noche de Petersburgo que se filtraba a través de la celosía incompletamente bajada. Todo se embrollaba en su cabeza. Evocaba sus sentimientos de antes y resucitaba sus ideas de otros tiempos; pero estas ideas no tenían ya la misma fuerza convincente.
«¿Y si todo eso no hubiera sido más que imaginación por mi parte, y no tengo fuerzas para vivir así? ¿Me arrepentiré entonces de haber obrado bien?», se preguntaba. Y al no encontrar respuesta, experimentaba una angustia y un descorazonamiento que nunca había sentido hasta entonces. Impotente para resolver todos aquellos problemas, se durmió con aquel sueño pesado con que se dormía en otros tiempos cuando había perdido grandes cantidades jugando a las cartas.
XXV
A la mañana siguiente, al despertar, el primer sentimiento que experimentó Nejludov fue la impresión de haber cometido la víspera alguna villanía.
Reunió sus recuerdos: no, no había cometido ninguna villanía, pero había tenido villanos pensamientos respecto a sus intenciones actuales, a saber: que su casamiento con Katucha, el abandono de sus tierras a los campesinos, no eran más que quimeras; que él no podría permanecer mucho tiempo en esa disposición de ánimo; que todo aquello era ficticio y que hacía falta vivir como vivía. No había allí actos malos, pero había lo que es peor: los pensamientos que engendran todos esos actos. Se puede no repetir un acto malo y arrepentirse de él; en cambio, los malos pensamientos hacen nacer estos actos. Un acto malo abre simplemente el camino a otros, igualmente malos, en tanto que los malos pensamientos arrastran irresistiblemente por ese camino.
Después de haber repasado en su espíritu sus pensamientos de la víspera, Nejludov se preguntó cómo había podido, aunque sólo fuera algunos instantes, prestarles atención. Por desconocida y dificultosa que le resultase la nueva vida que se había propuesto, sabía que era para él la única posible en lo sucesivo, y por fácil que le fuese reanudar su antigua existencia, sabía que eso sería para él la muerte. La seducción de la víspera le causó en aquel momento un efecto semejante al que siente un hombre, todavía lleno de sueño, que se despierta y querría volver a dormirse, o por lo menos quedarse aún en la cama, aun sabiendo que ha llegado la hora de levantarse para un asunto muy importante y muy agradable.
Aquel día, el último que debía pasar en Petersburgo, Nejludov se dirigió por la mañana a la calle. Vassili Ostrov, donde vivía la madre de Schustova.
El alojamiento estaba en el segundo piso. Valiéndose de las indicaciones del portero, Nejludov avanzó por sombríos corredores, subió por una empinada escalera y penetró en una cocina sobrecalentada y llena de un fuerte olor de alimentos que estaban cociéndose. Una mujer de edad, con delantal, arrezagadas las mangas y con gafas, en pie delante del hornillo, removía con una cuchara el contenido de una cacerola humeante.
¿Qué desea usted? preguntó ella con voz severa, mirando por encima de sus gafas.
Apenas Nejludov hubo dicho su nombre, el rostro de la mujer expresó a la vez alegría a intimidación.
¡Ah, príncipe! exclamó, secándose las manos en el delantal. Pero, ¿por qué ha venido usted por la escalera de servicio? ¡Usted, nuestro bienhechor! Yo soy la madre. Sin usted, mi hijita estaría perdida. Es usted nuestro salvador continuó ella, agarrando la mano de Nejludov y tratando de besarla. Fui ayer a casa de usted; mi hermana me lo había rogado insistentemente. Mi hija está en casa. Por aquí, haga el favor de seguirme decía la madre de Schustova, guiando a Nejludov, por una puerta estrecha, a un pequeño corredor sombrío y arreglándose por el camino ora el jubón arremangado, ora los sueltos cabellos.
Mi hermana es Kornilova decía en voz baja, deteniéndose ante la puerta; sin duda ha oído usted hablar de ella. Ha estado mezclada en varios asuntos políticos. Es una mujer muy inteligente.
Abrió una puerta que daba al corredor a introdujo a Nejludov en una estrecha habitación donde, ante una mesa, sobre un pequeño diván, estaba sentada una joven, fuerte y de pequeña estatura, vestida con una camisola de indiana a rayas, con cabellos rubios ligeramente rizados que encuadraban un rostro redondo, de una extremada palidez y que se parecía al de la madre. Un joven, con bigote negro y barbita, vestido con una blusa rusa de bordados adornos, estaba sentado frente a ella, echado adelante en la silla, y hablaba con tanta animación, que ni uno ni otro vieron entrar a Nejludov.
¡Lidia! Es el príncipe Nejludov, el que ha...
La pálida joven se estremeció nerviosamente. Echando hacia atrás de su oreja, con un movimiento maquinal, un bucle de cabellos, miró temerosamente, con sus grises ojos, al recién llegado.
Entonces, ¿usted es esa mujer peligrosa por la que intercedía Vera Efremovna?, dijo Nejludov, quien le tendió la mano sonriendo.
Sí, yo soy dijo la joven. Y, con una bondadosa sonrisa infantil, su boca descubrió una fila de blancos dientes. Es mi tía quien deseaba verlo. ¡Tía! gritó hacia una puerta, con su voz dulce y agradable.
Vera Efremovna estaba muy apenada por que la hubieran detenido a usted dijo Nejludov.
Aquí, siéntese aquí interrumpió Lidia, señalando con el dedo la silla de enea que acababa de abandonar el joven. Mi primo Zajarov añadió, para responder a la mirada que Nejludov había lanzado al visitante.
Éste estrechó la mano del príncipe con una sonrisa tan bondadosa como la de Lidia. Cuando Nejludov se hubo sentado en el sitio que ocupaba antes el joven, éste cogió otra silla y se sentó cerca de él; luego, de la habitación vecina salió un colegial de rubios cabellos de unos dieciséis años, quien, sin decir palabra, se instaló en el alféizar de la ventana.