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Sustituto rectificó Selenin. ¿Cómo es que estás en el Senado? preguntó.

He venido con la esperanza de encontrar aquí justicia y piedad para una desgraciada mujer condenada injustamente.

¿Qué mujer?

Pues esa cuyo destino acabáis de decidir.

¡Ah, el asunto Maslova! recordó Selenin. Su instancia carecía de fundamento.

No se trataba de su instancia, sino de ella misma. Es inocente, y la castigan.

Selenin exhaló un suspiro.

Sí, es posible, pero...

No solamente posible; es rigurosamente cierto.

¿Cómo lo sabes?

Porque yo formaba parte del jurado. Y sé que nuestro veredicto adolecía de error.

Selenin reflexionó un instante.

Había que haberlo declarado en seguida dijo.

Lo declaré.

Había que haberlo inscrito en el proceso verbal. Si ese motivo hubiese venido adjunto a la instancia...

¡Pero bastaba examinar el asunto para ver la incoherencia del veredicto! exclamó Nejludov.

El Senado no tenía derecho para decirlo. Si se arriesgaba a anular una sentencia basándose sobre el modo como concibe la rectitud de ésta, no solamente podría suceder que a veces aumentase la parte de injusticia replicó Selenin, pensando en Wolff y en el asunto que se acababa de juzgar, sino que las decisiones de los jurados no tendrían ya razón de ser.

Todo lo que sé es que esta mujer es inocente y que en lo sucesivo se ha perdido para ella toda esperanza de escapar a un castigo monstruoso. ¡La justicia suprema ha confirmado una flagrante injusticia!

En modo alguno; no ha confirmado nada, puesto que no tenía que juzgar el asunto a fondo arguyó Selenin, dejando pasar una mirada entre los párpados entornados.

Selenin, siempre muy ocupado y frecuentando poco el mundo, ignoraba sin duda la novela de Nejludov. Habiéndolo notado éste, juzgó inútil hablarle de sus relaciones particulares con Maslova.

Probablemente te habrás alojado en casa de tu tía, ¿no? preguntó Selenin con objeto de cambiar de conversación Me dijeron ayer que estaban aquí. La condesa me invitó la otra noche a asistir contigo, en su casa, a la conferencia del nuevo predicador añadió con la sonrisa en los labios.

Estuve allí, en efecto, pero el desagrado hizo que me alejara, dijo Nejludov con malhumor, descontento por el hecho de que Selenin se hubiese puesto a hablar de otra cosa.

¿Disgustado por qué? Por limitado y fanático que sea eso, no deja de ser manifestación de un sentimiento religioso.

¡Vamos! ¡Una monstruosa locura! exclamó Nejludov.

Nada de eso. Lo extraño y molesto es el hecho de que nuestra ignorancia de los preceptos de la Iglesia es tal, que la exposición de nuestros dogmas fundamentales nos parece una novedad dijo Selenin como si tuviese prisa en expresarle a su antiguo amigo opiniones tan insólitas.

Nejludov lo examinó con una mezcla de atención y de sorpresa mientras Selenin bajaba los ojos, que expresaban no solamente tristeza, sino casi hostilidad.

¿Tú crees, pues, en los dogmas de la Iglesia? le preguntó Nejludov.

Desde luego, creo en ellos respondió Selenin, mirando a Nejludov con una mirada recta pero apagada.

¡Qué cosa más rara! murmuró éste suspirando.

Por lo demás, volveremos a hablar de eso otra vez continuó Selenin. Ya voy dijo al ujier, que se le había acercado con aire respetuoso. Es absolutamente preciso que volvamos a vernos, pero, ¿cuándo volveré a encontrarte? A mí me encontrarás siempre cenando a las siete en la calle Nadejdinskaia. E indicó el número. ¡Vaya, cuánta agua ha pasado bajo los puentes desde nuestra última conversación! acabó, antes de alejarse, sonriendo solamente con los labios.

Iré a verte si me es posible respondió Nejludov.

Pero en el fondo de sí mismo comprendía que Selenin, antes tan querido y tan próximo, se convertía para él, después de esta breve conversación, no solamente en un ser extraño e incomprensible, sino hostil.

XXIII

En la época en que Nejludov era estudiante con Selenin, éste era un hijo excelente, un fiel camarada, y, para su edad, un hombre de mundo muy instruido, de un tacto perfecto, siempre elegante y guapo y al mismo tiempo franco y honrado. Estudiaba con facilidad, sin la menor pedantería, y obtenía medallas de oro por sus trabajos. El objetivo de su joven vida era servir a los hombres, no solamente con palabras, sino con actos. Y no se representaba esta misión de otra manera que bajo la forma de servicio al Estado. Así, apenas terminados sus estudios, examinó metódicamente todos los géneros de actividad a los que podía dedicarse; y tras decidir que podría emplear con la mayor utilidad sus facultades en la segunda sección de la cancillería imperial privada, que tenía entre sus atribuciones la redacción de las leyes, allí fue donde entró.

A pesar del más estricto y más escrupuloso cumplimiento de todo lo que exigía de él su función, no encontró allí ni la satisfacción de ser útil conforme a su deseo, ni la conciencia de cumplir con su deber. Este descontento de sí mismo se sumentó además a consecuencia de sus tiranteces con su jefe inmediato, hombre mezquino y vanidoso. Tuvo, pues, que abandonar la cancillería privada para entrar en el Senado, donde se sintió más a sus anchas. Pero el mismo descontento lo perseguía allí; porque no dejaba de sentir que lo que hacía no era lo que habría querido hacer, no era lo que habría debido ser.

Durante su servicio en el Senado, sus parientes habían obtenido para él el nombramiento de gentilhombre de Cámara, y había tenido que ir, con uniforme bordado, delantal de tela blanca, y en calesa, a presentarse en casa de numerosas personas para darles las gracias por haberlo elevado a la dignidad de lacayo. A pesar de todos sus esfuerzos, no pudo encontrar una explicación razonable para este cargo. Y, más aún que sus servicios de funcionario, sentía que «no era eso». Sin embargo, por una parte, no podía rehusar aquel nombramiento, so pena de entristecer a los que estaban persuadidos de haberle hecho un gran favor; por otra parte, aquello halagaba los instintos inferiores de su propia naturaleza, y se sentía encantado de ver reflejarse en el espejo su uniforme bordado de oro y gozar del respeto provocado en algunas personas por aquel nuevo título.

Lo mismo le había ocurrido en cuanto a su casamiento. Desde el punto de vista mundano, le habían encontrado un brillante partido. Se había casado principalmente por la misma razón de que al negarse habría ofendido o apenado, tanto a la novia, que deseaba aquel casamiento, como a los que lo habían arreglado, y porque la unión con una joven de buena familia, por lo demás encantadora, halagaba su amor propio y le resultaba agradable. Pero, menos aún que su empleo y su cargo en la corte, su matrimonio «no era eso». Después del primer hijo, su mujer no había querido tener más y había empezado a llevar una existencia mundana y agitada en la que, a pesar suyo, él debía tomar parte.

No muy bonita, su mujer le era fiel, y aunque no extraía de su vida mundana más que una extrema fatiga, se sometía a ella con puntualidad, envenenando al mismo tiempo la existencia de su marido.

Todas las tentativas de éste por cambiar cualquier cosa en aquello chocaban contra una certidumbre firme como una roca en su mujer, sostenida además por sus parientes y sus amigos, en el sentido de que era así como había que vivir.

La hija, una niña de largos bucles dorados, de pantorrillas desnudas, era un ser completamente extraño para su padre, porque su educación no era en absoluto la que él habría deseado. Entre los esposos reinaba una incomprensión permanente, incluso la ausencia de todo deseo de comprenderse, una lucha sorda, silenciosa, oculta a los desconocidos y suavizada por las conveniencias. Todo esto hacía penosa para Selenín la vida de familia. Y ésta «no era eso», como no lo eran tampoco el matrimonio, el empleo y el cargo en la corte.