Изменить стиль страницы

¡Ah, sí, hice el servicio con el padre de usted! Fuimos amigos, camaradas. ¿Y usted, está en el servicio?

No, no estoy en el servicio.

El general tuvo un movimiento desaprobador de cabeza.

Tengo un ruego que hacerle, general dijo Nejludov.

¡Ah, ah! Muy bien. ¿Y en qué puedo servirle?

Si mi ruego le parece inoportuno, tenga la bondad de disculpármelo. Pero me creo en la obligación de formulárselo.

¿De qué se trata?

Entre los detenidos confiados a la custodia de usted se encuentra un tal Gurkevitch. Su madre desea verlo y, en caso de que eso sea imposible, solicita poderle mandar al menos libros.

Ante estas palabras de Nejludov, el general no expresó ni contento ni descontento: se limitó a inclinar la cabeza, en actitud de reflexión. A decir verdad, no reflexionaba en modo alguno y ni siquiera se interesaba por la petición de Nejludov, sabiendo de antemano que le respondería conforme a las órdenes. Simplemente dejaba descansar su espíritu, sin fatigarlo con pensamiento alguno.

Es que nada de eso depende de mí respondió. Un reglamento imperial determina las condiciones de las visitas. En cuanto a los libros, tenemos aquí una biblioteca: se da a los detenidos los libros que están autorizados.

Sí, pero él tiene necesidad de obras científicas; querría estudiar.

No crea usted nada de eso. Y el general se calló. No es para estudiar continuó ; sino simplemente para soliviantar a la gente.

Pero es que en su penosa situación les hace falta un quehacer cualquiera dijo Nejludov.

Siempre están quejándose replicó el general. ¿Dejaremos de conocerlos nosotros?

Hablaba siempre de ellos como de una raza de hombres mala y colocada aparte.

La verdad es que en ninguna cárcel encontraría usted las comodidades que ellos tienen aquí prosiguió.

Y se puso a describir con pormenores aquellas «comodidades» ; al oírlo, se habría podido suponer que la detención de los presos en la fortaleza tenía por único objeto proporcionarles un descanso agradable.

Antiguamente, es verdad que los trataban con bastante dureza, pero hoy se los trata lo mejor posible. Para comer se les dan tres platos y siempre uno de carne: picadillo o albóndigas. Los domingos, añadimos un plato suplementario, un postre. ¡Ojalá todos los rusos estuvieran alimentados como lo están ellos!

Una vez arrastrado por su tema, el general, siguiendo la costumbre de los viejos, repetía cosas dichas cien veces para demostrar la ingratitud de los presos.

En cuanto a los libros decía, disponemos para ellos de obras religiosas y también de revistas viejas. Tenemos toda una biblioteca; a menudo incluso fingen interesarse por la lectura, y poco tiempo después nos devuelven los libros sin haber cortado las páginas, y que no han tocado en absoluto. En cuanto a los libros viejos, ni siquiera los hojean; para convencernos de eso, con frecuencia hemos puesto una señal casi invisible añadió el general con semblante risueño. Tampoco se les prohíbe escribir. A este efecto les proporcionamos pizarras, sobre las cuales pueden entretenerse en escribir, borrar, escribir de nuevo..., pero tampoco eso va con ellos. Sólo al principio muestran un poco de agitación; después, engordan y cada vez se hacen más tranquilos decía el general sin ni siquiera darse cuenta del terrible significado de sus palabras.

Nejludov escuchaba aquella voz cascada, examinaba aquellos miembros fofos, aquellos párpados hinchados bajo las cejas hirsutas, aquellas mejillas colgantes y rasuradas, sostenidas por el cuello militar; aquella crucecita blanca de la que aquel hombre se sentía tan orgulloso porque era la recompensa de una cruel carnicería en masa; y Nejludov comprendía que era inútil explicar nada a un hombre semejante.

Hizo sin embargo un esfuerzo para hablarle de otro asunto: de la presa Schustova, respecto a la cual le habían dicho que se había cursado la orden para que la pusieran en libertad.

¿Schustova? ¿Schustova...? No los conozco a todos por el nombre. Son tan numerosos... respondió con aire de reprocharles aquella abundancia.

Tocó la campanilla y dijo que llamasen al secretario. Mientras iban a buscar a éste, aconsejaba a Nejludov que volviese a entrar en el servicio, diciendo que los hombres honrados y honorables, y él se contaba entre ellos, eran indispensables para el zar.. , y para la patria añadía, evidentemente sólo por la sonoridad de la frase.

Así, he aquí que yo soy viejo, y sigo sirviendo mientras me lo permitan mis fuerzas.

El secretario, un hombre enjuto, de ojos inquietos y malignos, entró a informó que Schustova estaba detenida en un recinto fortificado y que ninguna orden había llegado respecto a ella.

En cuanto la recibamos, la pondremos en libertad el mismo día; no solemos retenerlos. No procuramos en absoluto prolongar su visita dijo el general con un nuevo intento de sonrisa estúpida que consiguió únicamente dibujar una mueca en su viejo rostro.

Nejludov se levantó, costándole gran trabajo disimular la repulsión, mezclada con lástima, que le inspiraba aquel horrible viejo. Y éste consideraba que por su parte no debía mostrarse demasiado severo con el hijo descarriado de su antiguo camarada y creía su deber darle una lección.

¡Adiós, querido mío! No tome a mal lo que le digo; es por pura amistad; pero no se mezcle usted en los asuntos de nuestros presos. No hay ninguno que sea inocente. Todos son unos depravados y nosotros los conocemos muy bien dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas.

Y él no dudaba, en efecto; no porque fuese la realidad, sino porque, en el caso contrario, lejos de considerarse un bravo héroe que acaba dignamente una vida ejemplar, habría tenido que reconocerse un miserable que vendió su conciencia y continuaba vendiéndola durante su vejez.

Y, créame, lo mejor es estar en el servicio. El zar tiene necesidad de gente honrada..., la patria también... Piense un poco en lo que ocurriría si yo, si todos los hombres de nuestra índole, no prestáramos servicio. ¿Qué quedaría entonces? Sería tanto como desaprobar las instituciones, sin querer nosotros mismos ayudar al gobierno.

Nejludov suspiró, se inclinó profundamente, estrechó la manaza anquilosada del anciano y se retiró.

Después de un movimiento de cabeza desaprobador, el general se frotó los riñones y volvió al saloncito donde lo aguardaba el joven artista que había anotado ya la respuesta de santa Juana de Arco. El general se caló los lentes y leyó: «...se reconocen una a otra según la luz que se desprende de su cuerpo etéreo...»

¡Ah! exclamó el general, cerrando los ojos con satisfacción. Pero si la luz es la misma para todas, ¿cómo es posible distinguirla? preguntó. Y entremezclando de nuevo sus dedos con los del artista, volvió a sentarse ante la mesita.

El cochero de Nejludov franqueó la puerta de la fortaleza.

¡Ah, barin, cómo se aburre uno aquí! dijo. Por poco me marcho sin esperarlo.

Sí, se aburre uno convino Nejludov, respirando a pleno pulmón y fijando, para calmarse, los ojos en las vaporosas nubes que pasaban por el cielo, así como sobre el espejeo del Neva sobre el cual se deslizaban barcas y vapores.

XX

El día siguiente era el fijado para el examen del asunto de Maslova, y Nejludov se dirigió al Senado. Ante la majestuosa escalinata del palacio, donde estaban ya alineados numerosos coches, encontró al abogado, que asimismo acababa de llegar. Después de subir la suntuosa escalera hasta el segundo piso, el abogado, que conocía las interioridades del lugar, se dirigió hacia la puerta de la izquierda, sobre la cual estaba pintada la fecha de la promulgación del nuevo código. En el vestíbulo principal se quitaron los abrigos, y, habiéndose enterado por el portero de que todos los senadores estaban allí y que el último acababa de llegar, Fánarin, de frac y corbata blanca sobre una pechera almidonada, pasó con suficiencia y aire jovial a la habitación contigua. Allí se encontraban: a la derecha, un gran armario y una mesa; a la izquierda, una escalera de caracol por la que bajaba en aquel momento un funcionario de elegante uniforme y con la cartera bajo el brazo. La atención general se centraba en un viejecito de aspecto patriarcal, de largos cabellos blancos y chaqueta y pantalones grises; dos escribientes permanecían ante él en una actitud particularmente respetuosa. El viejecito entró en el armario guardarropa y desapareció allí.