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Nejludov dijo entonces lo que pensaba. Primeramente, la condesa Catalina Ivanovna lo aprobó, y luego guardó silencio. Y, como los demás, Nejludov comprendió que acababa de cometer algo así como una inconveniencia.

Después de la comida, los comensales pasaron al salón grande. Se habían colocado allí, como para una conferencia pública, filas de sillas de respaldos esculpidos, un sillón y una mesita, con un jarro de agua para el orador. Y los invitados llegaban ya en gran número, encantados por el hecho de que iban a oír al predicador Kieseweter.

Ante la escalinata se alineaban vehículos suntuosos. En el salón, espléndidamente adornado, se sentaban damas vestidas de seda, de terciopelo, de encajes, con peinados postizos, talles estrangulados por el corsé, y pechos amplificados por el algodón. Entre ellas, algunos hombres civiles y militares, y cinco hombres del pueblo: dos porteros, un tendero, un criado y un cochero.

Kieseweter era un hombre bajito, corpulento y encanecido. Hablaba en inglés mientras una joven flacucha, con lentes sobre la nariz, traducía correcta y rápidamente sus palabras.

Él decía que nuestros pecados son tan grandes y tan grande y tan inevitable el castigo que les está reservado, que vivir tranquilos esperando este castigo es para nosotros cosa imposible.

¡Queridas hermanas y hermanos! Pensemos solamente en nosotros mismos, en nuestra manera de obrar, en nuestra manera de irritar la cólera de Dios todo misericordioso y de aumentar el sufrimiento de Cristo, y comprenderemos que para nosotros no hay perdón, ni salida, ni salvación, que todos estamos destinados a una pérdida cierta. Nos aguarda la más espantosa perdición, los eternos tormentos clamaba con una voz temblequeante, lacrimosa. ¿Cómo salvarnos, hermanos míos? ¿Cómo escapar de este terrorífico incendio? ¡Ya nuestra casa es un brasero sin salida!

Se calló, y verdaderas lágrimas inundaron sus mejillas.

Desde hacía ya ocho años, sin fallarle nunca, cada vez que llegaba a este pasaje de su discurso, que era para él el favorito, un espasmo le apretaba la garganta, un picor le subía a la nariz y el llanto inundaba su rostro, tanto que llegaba a conmoverse él mismo de sus propias lágrimas.

En la sala se dejaron oír unos sollozos. La condesa Catalina Ivanovna estaba sentada cerca de la mesa de mosaico y se había acodado allí, con la cabeza entre las manos y los hombros sacudidos por un temblor. El cochero examinaba al orador con una mezcla de desconcierto y de espanto, como si se viera amenazado por el choque contra la vara de un coche del que no pudiera librarse. La mayor parte de los asistentes había adoptado la misma postura que la dueña de la casa. La hija de Wolff, que se parecía a su padre, vestida a la última moda, se había puesto de rodillas, con la cara oculta entre las manos.

Él orador descubrió de pronto su rostro sobre el cual apareció algo que se parecía a una verdadera sonrisa, la que sirve a los actores para expresar la alegría, y dijo con una voz dulce y tierna:

Sin embargo, la salvación existe. ¡Hela aquí, impalpable, gozosa! Esta salvación es la sangre del Hijo único de Dios derramada por nosotros. Su martirio, su sangre derramada nos salvan. ¡Hermanos míos, hermanas mías añadió con nuevas lágrimas en la voz, demos gracias a Dios que se dignó sacrificar a su Hijo único por la redención de la especie humana! Su sangre sacratísima...

Nejludov sintió una repugnancia tan intolerable, que, arrugando la frente y ahogando gemidos de vergüenza, salió de puntillas y subió a su habitación.

XVIII

A la mañana siguiente, Nejludov acababa de vestirse cuando el ayuda de cámara vino a entregarle la tarjeta del abogado de Moscú. Éste había venido primeramente por razones personales y, al mismo tiempo, para asistir a la revisión por el Senado del proceso de Maslova, si es que iba a celebrarse pronto. El telegrama que Nejludov le había enviado se había cruzado con él. Pero al enterarse por este último de la fecha fijada y de los nombres de los senadores, sonrió.

Precisamente los tres tipos de senadores exclamó. Wolff es el funcionario petersburgués; Skovorodnikov, el jurista sabio, y Be, el jurista práctico. Éste es el que está menos momificado y con el que más podemos contar. Bueno, ¿y qué hay de la comisión de gracias?

Precisamente tengo que hacer esa gestión en casa del barón Vorobiov. Ayer no pude conseguir que me concediese una audiencia.

¿Sabe usted por qué ese Vorobiov es barón? preguntó el abogado a Nejludov, quien había puesto cierta ironía al pronunciar aquel título de «barón» 19unido a un nombre esencialmente ruso. Este baronazgo le fue dado por el emperador Pablo a su abuelo, ayuda de cámara, que le había prestado algunos servicios de carácter íntimo. El emperador lo nombró, pues, barón porque así lo quiso, y desde entonces tenemos barones Vorobiov. Éste está muy orgulloso de ello y por lo demás es un camastrón que no tiene igual.

Pues a su casa me dirijo.

Perfectamente. Entonces, venga; yo lo llevaré.

En el vestíbulo, al momento de salir, un criado entregó a Nejludov un billete de Mariette:

Por agradarle a Vd. he obrado completamente contra mis principios y he intercedido ante mi marido a favor de su protegida. Resulta que a esta persona pueden ponerla en libertad inmediatamente. Mi marido ha escrito al comandante de la fortaleza. Venga, pues, sin motivo interesado. Le espero.

M.

¿Qué me dice usted de esto? ¡Es terrible! dijo Nejludov al abogado. He aquí una mujer a la que tienen encarcelada, en secreto, desde hace siete meses, y ahora descubren que no ha hecho nada. Y una palabra ha bastado para hacerle recobrar su libertad.

Pero siempre pasa lo mismo. Por lo menos, usted ha conseguido lo que quería.

Sí. Pero este éxito me apena. ¿Qué es lo que ocurre entonces? ¿Por qué la retenían?

Será mejor no profundizar en eso. Bueno, ¿quiere que lo lleve? preguntó el abogado, saliendo con Nejludov mientras un excelente coche de alquiler se detenía ante la escalinata.

El abogado dijo al cochero a dónde tenía que ir, y los vivarachos caballos transportaron rápidamente a Nejludov a la casa habitada por el barón Vorobiov.

Éste estaba visible. En la primera habitación se hallaba un joven funcionario con uniforme de media gala, con un cuello de longitud desmesurada, nuez muy saliente y paso extraordinariamente rápido. Había también allí dos señoras.

¿Se llama usted? preguntó, abandonando a las señoras y avanzando ágilmente hacia Nejludov. Éste dijo su nombre.

Él barón ha hablado de usted. Haga el favor de esperar un momento.

El funcionario entró en la habitación contigua y salió pronto de ella en compañía de una dama enlutada y toda llorosa, que, con sus huesudos dedos, bajó su velo para ocultar su llanto.

Haga el favor de entrar dijo el joven empleado; y, con paso ligero, avanzó hacia la puerta del despacho, la abrió y dejó pasar a Nejludov.

Nejludov se encontró en presencia de un hombre de estatura mediana, rechoncho, con los cabellos cortados a cepillo, vestido con redingote y sentado en un sillón ante una mesa enorme desde la cual miraba delante de él con aire de satisfacción. Su rubicundo rostro, que contrastaba con su blanca barba y sus blancos bigotes, se iluminó con una sonrisa benévola al ver a Nejludov.

Encantado de verle. Su madre y yo fuimos viejos amigos. Le vi cuando no era más que niño y luego de oficial. Vamos, siéntese y dígame en qué puedo servirle... Sí, sí decía meneando su blanca y rapada cabeza mientras Nejludov le contaba la historia de Fedosia. ¡Hable, hable! Ya comprendo. Sí; es, en efecto, muy conmovedor. ¿Ha elevado usted un recurso de gracia?

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19En la jerarquía de los títulos nobiliarios de origen puramente ruso no existe el de barón.