Petersburgo, adonde hacía mucho tiempo que no había venido, ejercía sobre él su acción habitual: físicamente excitante y moralmente embotadora.
Todo era tan limpio, tan cómodo, estaba tan desprovisto de escrúpulos morales, que la vida allí parecía más ligera que en ninguna otra parte.
Un soberbio cochero, limpio y correcto, condujo a Nejludov, pasando ante soberbios agentes de policía, limpios y correctos, por una calle elegante y limpia, bordeada de casas limpias y elegantes, hasta la casa donde vivía Mariette.
Vio ante la escalinata a un par de caballos ingleses enganchados y enjaezados; en el pescante, con aire grave y digno, un cochero de librea, de orgulloso talante, el látigo en la mano, semejando a un inglés por las patillas, que le llegaban casi hasta la boca.
Un portero, con uniforme de un púrpura muy vivo, abrió la puerta del vestíbulo, donde se hallaban apostados, con librea galoneada, un lacayo de espléndidas patillas y un centinela de servicio con uniforme nuevo.
El general no recibe. La generala, tampoco: va a salir.
Nejludov sacó de su cartera una tarjeta de visita y se acercó a una mesita donde se disponía a escribir algunas palabras con lápiz, cuando de pronto el lacayo hizo un movimiento, el portero se lanzó hacia la escalinata gritando: «¡Avance!», y el centinela se puso firme, las manos en las costuras del pantalón, siguiendo con los ojos a una mujer joven, bajita y delgada, que bajaba por la escalera con un paso rápido que contrastaba con la importancia de su rango.
Mariette, tocada con un gran sombrero de plumas, llevaba sobre su vestido negro una esclavina del mismo color. Iba enguantada de negro y el rostro cubierto por un velillo.
Al ver a Nejludov, se levantó el velillo y descubrió un rostro encantador y grandes ojos brillantes. Y, después de unos momentos de examen, exclamó con voz familiar y gozosa:
¡Ah, el príncipe Dmitri Ivanovitch! Lo habría reconocido...
¿Cómo? ¿Se acuerda usted incluso de mi nombre?
¡Naturalmente! Mi hermana y yo hasta llegamos a estar enamoradas de usted respondió en francés. Pero, ¡cómo ha cambiado usted! Es una lástima que no tenga más remedio que salir. Aunque quizá pudiéramos entrar todavía un instante dijo con aire de vacilación.
Consultó con los ojos el reloj de la antecámara.
¡Ay, no, no es posible! Voy a casa de Kamenskaia para el servicio fúnebre. La pobre mujer está muy abatida.
¿Qué le pasa a esa Kamenskaia?
¿Cómo? ¿No está usted enterado? ¡Su hijo acaba de ser muerto en duelo! Se había batido con Posen. ¡Hijo único! ¡Es espantoso! La madre está abatidísima.
Sí, ya he oído hablar de eso.
Pero no tengo más remedio que marcharme; venga, pues, mañana o esta noche continuó ella. Y, con paso ligero, se dirigió hacia la salida.
Desgraciadamente, no podré esta noche, dijo Nejludov, acompañándola hasta la escalinata. Venía a hablarle de un asunto añadió al mismo tiempo que miraba el par de caballos alazanes que se detenían ante la escalinata.
¿Qué es?
Aquí tengo una carta de mi tía respecto a ese asunto dijo Nejludov tendiéndole un sobre alargado, cerrado con un sello enorme. Esto le explicará de qué se trata.
Ya sé, la condesa Catalina Ivanovna se cree que ejerzo influencia sobre mi marido. Se equivoca completamente. No puedo conseguir nada de él y para nada quiero mezclarme en sus asuntos. Pero, por la condesa y por usted, estoy dispuesta con mucho gusto a infringir esta regla. Bueno, ¿de qué se trata? preguntó, buscando vanamente en el bolso con su manecita enguantada.
De una joven encarcelada en la fortaleza. Está enferma y la han detenido por error.
¿Cómo se llama?
Schustova, Lidia Schustova. Todo está anotado en la carta.
Bueno, haré todo lo que me sea posible dijo, subiendo con pie ligero al elegante coche blandamente tapizado cuyo barniz centelleaba al sol.
Se sentó y abrió su sombrilla. El lacayo trepó a la parte trasera, hizo signos al cochero de que podía arrancar, y el coche se puso en movimiento. Pero, en el mismo instante, con la punta de su sombrilla, Mariette tocó el hombro del cochero: los soberbios caballos de finas patas, curvando la cabeza bajo la presión del bocado, se detuvieron piafando.
Pero usted volverá a verme, y esta vez de un modo desinteresado dijo ella con una sonrisa cuyo encanto conocía.
Y como si juzgase terminada la representación, bajó su ve]illo y tocó de nuevo al cochero con la punta de la sombrilla.
Nejludov se quitó el sombrero. Martilleando el pavimento con sus nerviosos cascos, los caballos arrastraron a un paso vivo al coche, que se deslizaba ligeramente sobre las silenciosas ruedas, traqueteado apenas por la desigualdad del suelo.
XVI
Pensando en aquella sonrisa que acababa de cambiar con Mariette, Nejludov meneó la cabeza desaprobándose a sí mismo: «No tendrás tiempo de darte cuenta y de nuevo quedarás atrapado en el engranaje de esta vida», se decía. Y sintió en él aquel desacuerdo interior y las dudas provocadas por la necesidad de recurrir a los buenos oficios de gente a la que no estimaba en absoluto.
Después de reflexionar sobre la cuestión de saber adónde iría primero, Nejludov se dirigió al Senado. Lo guiaron a la cancillería, donde, en un magnífico local, distinguió a un gran número de funcionarios bien vestidos y muy corteses. Allí se enteró de que el recurso de Maslova había sido enviado, a fin de que lo examinase, a aquel mismo senador Wolff para quien su tío le había dado una carta.
Esta semana habrá sesión del Senado le dijeron ; pero es dudoso que el asunto de Maslova pueda ser discutido en esta sesión. Sin embargo, usted siempre puede pedir que lo pasen al miércoles siguiente.
En la cancillería del Senado, mientras Nejludov aguardaba diversos informes, oyó hablar de nuevo del desgraciado duelo en que el joven Kamensky había hallado la muerte. Y allí se enteró por primera vez de los detalles completos de aquella historia que apasionaba a todo Petersburgo. Su principio tuvo lugar en un restaurante, en una mesa de oficiales que comían ostras y bebían copiosamente, según su costumbre. Uno de ellos hizo alusiones ofensivas sobre el regimiento en que servía Kamensky, y éste lo trató de mentiroso; el oficial injuriado replicó con una bofetada, y el duelo se celebró al día siguiente. Kamensky había recibido un balazo en el vientre, a consecuencia del cual murió dos horas después. El matador y los testigos habían sido detenidos; pero, aunque estuviesen arrestados, se aseguraba que los pondrían en libertad antes de transcurridos quince días.
Desde el Senado, Nejludov se dirigió a la comisión de peticiones de gracia, con la esperanza de encontrar allí a un alto funcionario, el barón Vorobiev, quien ocupaba un lujoso apartamento en un edificio del Estado. Pero el portero y el lacayo le hicieron saber, con tono severo, que el barón no estaba visible más que los días de recepción; aquel día estaba con el emperador y debía regresar allí al día siguiente para presentar su informe. Nejludov dejó la carta que le estaba destinada al barón y se dirigió a casa del senador Wolff.
El senador acababa de comer. Como de costumbre, estimulaba su digestión fumando un cigarro y caminando de arriba abajo por el despacho; y durante este ejercicio recibió a Nejludov.
Vladimir Vassilievitch Wolff era sin disputa un hombre très comme il faut; para él, esta cualidad tenía la primacía sobre las demás y desde su altura miraba a sus semejantes; por lo demás, le era imposible no apreciar esta cualidad, porque gracias a ella había realizado una brillante carrera, la misma que había deseado realizar; mediante ella había adquirido, por un rico casamiento, dieciocho mil rublos de renta y, por su propio esfuerzo, un escaño de senador. Sin embargo, no contento con ser un hombre très comme il faut, se jactaba igualmente de ser un tipo de honor caballeresco. Y por este honor entendía la negativa a aceptar clandestinamente vasos de vino de particulares, en tanto que no encontraba nada deshonroso solicitar toda clase de dietas por viajes y explotar las propiedades del Estado, realizando servilmente, en reconocimiento, todo lo que le pedía el gobierno.