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Es completamente inútil hablarme así murmuró ella.

Le hablo así para que lo sepa.

Todo está ya dicho; no hay más que hablar de eso dijo ella reprimiendo una sonrisa.

En aquel momento, un ruido, seguido de un grito de niño, se oyó en la sala de los enfermos.

Creo que me están llamando dijo Maslova, volviéndose, con la mirada inquieta.

Entonces, adiós.

Ella fingió no ver la mano tendida; luego, se apartó, y, procurando disimular su triunfo, se alejó con paso rápido.

«¿Qué le pasa, qué piensa, qué siente? ¿Es sólo una prueba que me está haciendo sufrir o es que realmente no puede perdonarme? ¿No puede o no quiere ella decirme lo que piensa, lo que siente? ¿Está mejor o peor dispuesta hacia mí?», se preguntaba Nejludov. Y no pudo responderse a estas preguntas. La única cosa que veía era que se operaba en ella un profundo cambio, gracias al cual no solamente él mismo se encontraba más cerca de ella, sino más cerca también de Aquel en nombre del cual ese cambio se realizaba. Y esta comunión lo llenaba de alegría, de energía y de enternecimiento.

Mientras tanto, Maslova, de regreso a la sala a la que estaba destinada y que contenía ocho camas de niño, se había puesto, por orden de la enfermera oficial, a hacer las camas. Pero al inclinarse demasiado adelante, con las sábanas en la mano, se resbaló y estuvo a punto de caer. Aquella pequeñez provocó la hilaridad de un muchachito convaleciente, sentado en una de las camas con el cuello vendado; y Maslova, en la imposibilidad de contenerse más, se sentó en la cama y estalló en una franca carcajada, tan contagiosa, que ganó a todos los demás niños. Lo que provocó en la enfermera un movimiento de malhumor.

¿Qué es eso de reírte así? dijo a Maslova. ¿Crees que sigues estando en el sitio donde estabas? ¡Ve a buscar la comida!

Maslova dejó de reír, recogió la vajilla y fue adonde la mandaban; pero habiendo cambiado una nueva mirada con el niño al que estaba prohibido reír a causa de su cuello vendado, se le hincharon los carrillos, conteniendo a duras penas una nueva carcajada.

En diversas ocasiones, encontrándose sola a lo largo de la jornada, sacó del sobre la fotografía traída por Nejludov para lanzarle una rápida ojeada. Pero solamente por la noche, sola en la habitación que compartía con otra presa enfermera, sacó la fotografía y la miró largo rato acariciando con los ojos los más íntimos detalles de las figuras, de los vestidos, de los peldaños de la escalinata, de los macizos que servían de fondo y sobre los cuales se destacaban el rostro de Nejludov, el suyo y los de las ancianas señoritas. Un encanto extraordinario se desprendía para ella de esta fotografía pasada y amarillenta; pero le agradaba sobre todo ver allí su propia imagen, joven, bonita, con los bucles de sus cabellos sureolándole la frente. Estaba engolfada en una contemplación tan profunda, que ni siquiera vio entrar en la habitación a su compañera.

¿Qué es? ¿Te ha dado él? le preguntó inclinada por encima de su hombro la alta muchacha bonachona que acababa de entrar. ¿Eres verdaderamente tú?

¿Y quién, si no? dijo Maslova con una sonrisa, mirando a su compañera.

¿Y éste es él? ¿Cuál de ellas es su madre?

Las dos eran tías suyas. Pero, ¿es verdad que no me habrías reconocido?

¡Nunca en la vida! Tu cara no es la misma en absoluto. Debe de hacer más de diez años de esto.

No son los años los que me han cambiado; ha sido la vida respondió Maslova; y su animación se apagó súbitamente.

Su rostro se puso triste, y una arruga se ahondó entre sus cejas.

¿Cómo? Me imagino que la vida «allí» sería fácil.

¡Sí, sí, fácil! respondió Maslova, cerrando los párpados y meneando la cabeza. Peor que trabajos forzados.

¿Y por qué eso?

Porque era así. Desde las ocho de la noche hasta las cuatro de la madrugada. Y eso todos los días.

¿Y por qué no lo dejaste?

Eso es lo que querría una, pero es imposible. Por lo demás, no hablemos de eso dijo Maslova.

Se puso en pie de un salto, tiró la fotografía en el cajón de la mesilla de noche y, esforzándose en reprimir lágrimas de rabia, huyó al pasillo, cerrando la puerta con violencia.

Al volver a ver aquella fotografía se imaginó ser tal como estaba allí representada: soñaba con toda la felicidad que había tenido, que entonces aún podía compartir con él. Pero las palabras de su compañera le recordaron lo que ella era hoy, lo que había sido «en aquel sitio», el horror que vagamente había intuido de aquella existencia, pero que no había querido confesarse.

Se acordó de las noches horribles; en particular de una noche de carnaval en que esperaba al estudiante que había prometido sacarla de aquel infierno. Se acordó de que, vestida con un traje de seda roja, muy escotado y manchado de salpicaduras de vino, una cinta roja en los despeinados cabellos, exhausta, debilitada, embriagada, después de haber despedido a las dos de la madrugada a los visitantes y antes de ponerse de nuevo a bailar, había ido a sentarse un momento al lado de la pianista, flaca y huesuda criatura cubierta de barrillos, y le había confesado lo muy penosa que le resultaba aquella existencia. La pianista declaró también estar cansada de la vida que llevaba y, habiéndose acercado Clara, las tres habían decidido renunciar a aquella existencia. Pensaban que aquella noche había acabado, y ya se separaban, cuando de nuevo se dejaron oír a la entrada voces de clientes achispados. El violinista había empezado un estribillo, y la pianista se había puesto a tabalear, a guisa de acompañamiento, los primeros compases de un aire ruso de los más alegres. Un hombrecillo ebrio, de frac y corbata blanca, hipando y apestando a vino, agarró a Maslova por la cintura; un hombre alto y barbudo, igualmente de frac (venían de un baile), apresó a Clara, y durante mucho tiempo estuvieron dando vueltas, cantando, gritando y bebiendo...

Así había pasado un año, luego dos, luego tres. ¡Cómo no cambiar de aspecto!

¡Y únicamente él era la causa de todo aquello! Sentía despertarse su odio contra Nejludov más intensamente que nunca. Habría querido poderlo insultar, abrumarlo de reproches. Se enfadaba consigo misma por haber dejado escapar aquel día una nueva ocasión de demostrarle que lo conocía bien, que no le permitiría abusar esta vez de su alma como había abusado de su cuerpo, ni servirle de pretexto para desplegar su generosidad.

Y para ahogar este sentimiento doloroso de lástima hacia ella misma y de cólera insatisfecha contra él, habría querido beber aguardiente. A pesar de su juramento de no beberlo nunca más, no habría mantenido su palabra y lo habría bebido, si hubiese estado aún en la celda de la cárcel. Pero el ayudante del cirujano tenía la custodia del aguardiente, y Maslova le tenía miedo, porque la perseguía con sus asiduidades, y ahora le causaban horror cualesquiera relaciones con los hombres.

Después de haber permanecido sentada en un banco, en el corredor, volvió a entrar en su habitacioncita y, sin responder a las palabras de su compañera, lloró largamente por su vida perdida.

XIV

En San Petersburgo, Nejludov tenía que arreglar tres asuntos: en el Senado, el recurso de casación de Maslova; en la Cámara de peticiones, el recurso de gracia de Fedosia Birukov, y el recado de Vera Bogodujovskaia, consistente en enterarse en la Dirección de la gendarmería o en la tercera sección de policía, de los medios para conseguir que fuera puesta en libertad Schustova; y también, para una madre, la sutorización para ver a su hijo, detenido político en la fortaleza de Pedro y Pablo. Para él, estos dos últimos asuntos no formaban más que uno; pero existía aún un cuarto: el de los sectarios arrancados a sus familias para ser deportados al Cáucaso porque habían leído y comentado el Evangelio. Se había prometido más a sí mismo que a ellos hacer todo lo que le fuera posible para poner en claro la cuestión.