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El dormitorio de Nejludov no estaba todavía arreglado, y las maletas estorbaban el paso, de forma que la llegada de Nejludov dificultaba evidentemente todas aquellas faenas que, por una extraña rutina, ponían periódicamente patas arriba aquel apartamento. Y todo aquello, después de las miserias que había observado en casa de los campesinos, le pareció de una estupidez tal, de la que él en parte tenía la culpa, que decidió irse el mismo día siguiente a instalarse en el hotel; así Agrafena Petrovna podría dedicarse a aquellos arreglos como mejor le pareciera, hasta la llegada de la hermana de Nejludov, que adoptaría una resolución definitiva respecto a todo lo que se encontraba en la casa.

Al día siguiente salió temprano y eligió dos habitaciones en un hotel modesto y de una limpieza relativa, en las proximidades de la cárcel, y, después de haber dado orden de transportar allí los efectos preparados por él la víspera, se dirigió a casa del abogado.

Hacía frío: las tormentas y las lluvias habían cedido el puesto a las heladas ordinarias de principios de la primavera. Nejludov, vestido con un abrigo ligero, estaba transido por la frescura del tiempo y las mordeduras del viento, y apresuraba el paso para calentarse.

Por su memoria desfilaba lo que había visto en el pueblo: mujeres, niños, ancianos, miseria y cansancio, que le parecía haber visto por primera vez; volvía a ver sobre todo al desgraciado niño envejecido, sonriendo y entrelazando sus piernecitas sin pantorrillas, a involuntariamente comparaba aquella existencia del pueblo con la de la ciudad. Al pasar ante las tiendas de los carniceros, de las pescaderías, de los sastres, se sentía impresionado, como si los hubiese visto por primera vez, de aquel gran número de comerciantes limpios, gordos, de cara hinchada, a los cuales no se podía comparar ningún hombre del campo. Y, con toda seguridad, aquellos hombres estaban convencidos de que sus esfuerzos por engañar a clientes poco expertos en juzgar la calidad de la mercancía era una ocupación muy útil. E igualmente orondos le parecían los cocheros de los vehículos particulares, con sus enormes posaderas y sus botones a la espalda; los porteros de gorra galoneada, las camareras de blancos delantales y rizados cabellos, y, sobre todo, los cocheros de los vehículos de alquiler, afeitada la nuca, extendidos sobre los cojines de sus coches y mirando a los peatones con una mirada desdeñosa o cínica. Pero involuntariamente, Nejludov reconocía en ellos a todos aquellos mismos hombres de los pueblos, despojados de sus tierras y, por consecuencia, empujados hacia la ciudad. Entre ellos, algunos habían sabido adaptarse a las condiciones de la vida urbana y, convertidos en seres como sus amos, se enorgullecían de su éxito; otros, por el contrario, habían caído en una situación más miserable aún que la que tenían en el pueblo y hasta eran más dignos de compasión: así aquellos zapateros remendones que Nejludov veía trabajar ante las ventanas de un sótano; aquellas lavanderas delgadas, pálidas, desgreñadas, planchando la ropa blanca con sus desnudos y violáceos brazos ante ventanas abiertas por donde se exhalaba el vapor del agua jabonosa; así también dos pintores de brocha gorda en edificios existentes en la calle por la que pasaba Nejludov, descalzos y embadurnados de pintura de arriba abajo. Con las mangas subidas hasta los codos sobre brazos delgaduchos y de señaladas venas, llevaban una enorme cuba llena de cal y se injuriaban; en el rostro de ambos, el cansancio se mezclaba al malhumor. La misma expresión marcaba la faz polvorienta y negra de los carreteros erguidos sobre sus vehículos, los rostros de los hombres, de las mujeres, de los niños envueltos en harapos, que mendigaban en las esquinas, y rostros semejantes aparecían en las ventanas de las tabernas ante las cuales pasaba Nejludov. Alrededor de las mesas sucias, llenas de botellas y de servicios para el té, entre las cuales circulaban camareros vestidos de blanco, había sentados en grupo hombres que gritaban y cantaban, el rostro inundado de sudor y arreboladas las mejillas. Ante una ventana, Nejludov distinguió a uno que con las cejas levantadas y el labio caído miraba fijo al frente como tratando de acordarse de algo.

«Pero, ¿por qué han venido todos a amontonarse en la ciudad?», se preguntaba Nejludov al mismo tiempo que respiraba el polvo levantado por un viento fresco, lo que se mezclaba con el desagradable olor a aceite que se desprendía de una pintura reciente.

En una calle se cruzó con unos carreteros que transportaban un cargamento de hierro, bajo el peso del cual el suelo temblaba con un ruido ensordecedor de metal que resonó dolorosamente en su cabeza. Apretaba el paso para adelantarse a los carros, cuando, mezclado al estrépito de la chatarra, oyó de pronto pronunciar su nombre.

Se detuvo y divisó delante de él a un militar de cara reluciente, con puntiagudos bigotes, sentado en un coche de alquiler y haciéndole señas amistosas con la mano y sonriéndole, descubriendo unos dientes de extraordinaria blancura.

¡Nejludov! ¿Eres tú?

Éste experimentó una primera impresión de vivo placer.

¡Vaya, Schoenbok! exclamó con alegría.

Pero, inmediatamente después, comprendió que no había motivo para alegrarse.

Era aquel mismo Schoenbok que fue en otros tiempos a recogerlo a casa de sus tías. Hacía muchos años que Nejludov lo había perdido de vista; pero le habían dicho que Schoenbok había abandonado la Infantería por la Caballería y que, a despecho de sus deudas, y no se sabía cómo, continuaba viviendo al mismo tren que las gentes ricas. Su cara oronda y satisfecha confirmaba aquellos rumores.

¡Qué suerte haberte encontrado! Porque no hay nadie en la ciudad. ¡Vaya, vaya, has envejecido, hermanito! dijo, bajando del coche y distendiendo los hombros entumecidos. Te he reconocido solamente por tu manera de andar. Bueno, comeremos juntos, ¿no es así? ¿Dónde se puede comer bien en vuestra ciudad?

Verdaderamente, no sé si tendré tiempo respondió Nejludov, procurando poder despedirse de su camarada sin molestarlo. ¿Y qué haces tú por aquí? continuó.

¡Muchísimas ocupaciones, amigo mío! El asunto de mi tutela. Porque has de saber que soy tutor. Administro los bienes de Samanov. ¿Conoces a ese ricacho? Es un infeliz. ¡Y cincuenta mil deciatinas de tierra! añadió pavoneándose con orgullo como si hubiese sido él mismo quien hubiera adquirido todas aquellas deciatinas. Todo estaba en un desorden espantoso. Los campesinos detentaban toda la tierra y no pagaban nada: había más de ochenta mil rublos de atrasos. Pues bien, en un año he cambiado todo eso y he aumentado el rendimiento en un setenta por ciento. ¿Qué te parece? preguntó con orgullo.

Nejludov se acordó, en efecto, de haber oído hablar que este mismo Schoenbok, precisamente, por haberse comido toda su fortuna y estar acribillado de deudas, como consecuencia de una protección muy especial, había sido elegido tutor para administrar la fortuna de un viejo ricacho que ya había dilapidado una parte. Y, evidentemente, era de aquella tutela de lo que vivía.

«¿Cómo deshacerme de él sin ofenderlo?», pensaba Nejludov, mirando el rostro adiposo y abotargado, con soberbios bigotes relucientes de cosmético, de su camarada y escuchando su charla sobre los buenos restaurantes y su jactancia sobre la tutela.

Bueno, ¿dónde vamos a comer?

Es que no tengo ni un momento libre dijo Nejludov mirando su reloj.

Entonces, he aquí lo que haremos: esta tarde hay cameras. Tú vendrás, ¿no?

No, no iré.

¡Sí, hombre, ven! Ya no tengo caballos míos, pero están a mi disposición los de Grichin. ¿Te acuerdas de él? Tiene una cuadra soberbia. ¡Vamos, ven y cenaremos juntos!

Tampoco podré cenar respondió Nejludov con una sonrisa.

Pero, bueno, ¿qué te pasa? ¿Y adónde vas ahora? ¿Quieres que te lleve?

Voy a casa de un abogado que vive cerca de aquí.

¡Ah, sí, ahora te preocupas por las cárceles! Te has convertido en el encargado de negocios de los presos. Me han hablado de eso los Kortchaguin dijo Schoenbok riéndose. Ellos ya se han marchado. Bueno, ¿qué pasa? Háblame de eso.