¡Que solamente tenga tierra quien la cultiva! ¡Nada para el que no lo haga así! dijo con su enérgica voz de bajo.
Para aquel proyecto comunista, Nejludov tenía igualmente dispuesta una objeción irrebatible. Respondió que todo el mundo debería tener entonces igual número de carretas y de caballos y realizar la misma cantidad de trabajo; o bien que caballos, carretas, trillos y todo lo que tenían fuesen puestos en común. Y, para eso, hacía falta que previamente se pusieran de acuerdo.
Entre nosotros nunca nos pondremos de acuerdo sobre eso afirmó el viejecillo de aire desdeñoso.
Inmediatamente habría una batalla declaró el viejo de barba blanca, con una risa en los ojos.
Y además, ¿cómo repartir la tierra según sus cualidades? dijo Nejludov. ¿Por qué unos tendrían tierra de regadío y otros tierra de secano o arenosa?
Pues se repartiría igualmente cada cualidad replicó el fabricante de estufas.
Nejludov respondió a eso que no se trataba solamente del reparto en una comunidad única, sino en general y por todas partes: ¿por qué unos habían de tener tierra buena y otros tierra mala? Todos querrían tierra buena.
¡Perfectamente bien! dijo el ex soldado.
Los demás guardaban silencio.
Estáis viendo claramente que no es tan fácil como parece dijo Nejludov. Y, además de nosotros, hay otras personas que estudian estos problemas. Por ejemplo, un norteamericano llamado George. Pues bien, he aquí lo que él ha pensado, y yo soy de su opinión.
Tú eres el dueño, no tienes más que decir lo que piensas: todo depende de ti interrumpió el viejecillo enfurruñado. Esta interrupción turbó a Nejludov. Pero tuvo la satisfacción de ver que no era él el único en considerarla inoportuna.
Espera, tío Semion, deja primero que se explique dijo con su voz de bajo el sesudo mujik.
Así animado, Nejludov empezó a explicarles la doctrina de Henry George sobre el impuesto único.
La tierra no es de nadie más que de Dios dijo.
¡Muy bien dicho! ¡Perfecto! ¡Una gran verdad! aprobaron varias voces.
La posesión de toda la tierra debe ser común, teniendo todos sobre ella un derecho igual. Pero hay tierra que es buena, y otra que no es tan buena. Y cada cual querría tierra de la buena. ¿Cómo igualar entonces las partes? Es preciso que el que explota una tierra buena pague, a quienes no disponen de eso, el valor de la suya. Y como es difícil determinar quiénes son los que deben pagar y a quiénes deben pagar; como, en la vida actual, el dinero es preciso para las necesidades de la comunidad, la solución más prudente es la de decidir que cualquiera que explote una tierra pague a la agrupación, para las necesidades comunes, una renta proporcionada al valor de su tierra. Así quedaría establecida la igualdad. Tú quieres poseer una tierra: paga, pues, más por la que es buena que por la que es mala. Y, si no quieres tener tierra, no tendrás nada que pagar. Solamente los que poseen tierra deberán pagar el impuesto para las necesidades sociales.
Es muy justo dijo el fabricante de estufas arqueando las cejas. Tu tierra es mejor, paga más caro.
¡Una cabeza bien sentada la de ese George! exclamó el decorativo anciano con barba de Moisés.
Con tal sólo que el precio no sobrepase nuestros medios, dijo el mujikalto, comprendiendo adónde había que ir a parar.
El precio no debe calcularse ni muy alto ni muy bajo. Demasiado alto, no es posible pagarlo, y se producirían vacíos; demasiado bajo, todos estarían dispuestos a comprar tierras a los demás y comenzaría de nuevo la especulación de la tierra.
Todo eso es verdad y lo hemos comprendido muy bien. Eso nos conviene respondieron los campesinos.
¡Vaya una cabeza! repitió el viejo de barba de Moisés. ¡George! ¡Y pensar que ha inventado todo eso!
¿Y si yo quisiera también adquirir tierras? insinuó el administrador con una sonrisa.
La participación es libre: tómela y trabájela replicó Nejludov.
¿Qué necesidad tienes tú de tener tierras? Bastante rico eres ya como estás dijo el viejo de ojos risueños.
Y con aquello terminó la discusión.
Una vez más Nejludov repitió la síntesis de su proyecto, pero sin pedir una respuesta inmediata; aconsejó, por el contrario, a los delegados que no se la hicieran conocer antes de que se hubieran puesto de acuerdo con todos los demás campesinos.
Los mujiksle prometieron comunicarlo todo a la comunidad y decirle lo que se decidiera; luego se despidieron y se alejaron. Durante mucho tiempo se oyó en la carretera el estallido de sus voces animadas y sonoras, que, bien entrada la anochecida, repercutían aún por encima del río del pueblo.
Al día siguiente no hubo trabajo, y los mujikspasaron el tiempo discutiendo las ofertas del barin. Pero la comunidad estaba dividida en dos bandos: en uno se consideraban ventajosa: y sin peligro las propuestas del barin, y los campesinos del otro bando se obstinaban en ver en aquello una astucia cuya intención se les escapaba, por lo que la temían más aún.
Sólo al día siguiente pudieron ponerse de acuerdo para aceptar las propuestas de Nejludov, y volvieron para anunciárselo. Y este consentimiento era resultado de la opinión, expresada por una anciana y compartida igualmente por los viejos, de que el barinobraba así por la salvación de su alma. De este modo, todo peligro de astucia quedaba descartado.
Esta explicación obtuvo crédito tanto más fácilmente cuanto que los mujiksveían a Nejludov, desde su llegada a Panovo, caritativo con todo el mundo y distribuyendo mucho dinero. Es que, por primera vez en su vida, veía de cerca las miserias de los campesinos y su existencia extremadamente precaria. Impresionado por esta pobreza y aun juzgando irrazonable desprenderse así de tanto dinero, no podía menos que darlo, tanto más cuanto que en Kuzminskoie había recibido una suma bastante grande por la venta de un bosque, y un anticipo sobre la del material.
Al enterarse de que el barindaba dinero a quien se lo pedía, todos los necesitados de la comarca, principalmente las mujeres, habían acudido para solicitar de él un socorro. Eso lo ponía muy perplejo, porque no sabía qué hacer, ni cuánto ni a quién dar. Teniendo mucho dinero, no se sentía con fuerzas para negárselo a pobres diablos que se lo pedían, y, por otra parte, no era apenas razonable entregarlo al azar.
El último día que permaneció en Panovo subió a la casa grande para proceder al examen de los objetos que quedaban allí. En el cajón inferior de una cómoda de caoba, ventruda, adornada con anillas de bronce introducidas en fauces de leones, la cual había pertenecido a una de sus tías, descubrió, entre un paquete de viejas cartas, una fotografía donde estaban reunidos Sofía Ivanovna, María Ivanovna, Nejludov en uniforme de estudiante, y Katucha, pura, fresca, desbordante de alegría de vivir.
Renunciando a todos los demás objetos, Nejludov no recogió más que las cartas y la fotografía. En cuanto al resto: la casa, los muebles, lo cedió todo al molinero por la décima parte del precio, gracias a la intervención del administrador.
Al recordar el pesar que había tenido en Kuzminskoie por renunciar a sus propiedades, se quedó estupefacto de haber experimentado semejante sentimiento. Ahora lo invadía una impresión deliciosa de liberación, mezclada al encanto de la novedad, tal como debe de sentirla el explorador que descubre una tierra nueva.
X
Al regreso de Nejludov a la ciudad produjo en él una impresión nueva y extraña. Llegó de noche, a la luz de las farolas, y se dirigió inmediatamente a su apartamento. Un violento olor a naftalina llenaba las habitaciones. Agrafena Petrovna y Kornei estaban, los dos, cansados y de malhumor; incluso se habían querellado respecto a la colocación de todos aquellos efectos que parecían no tener otro destino que ser extendidos, aireados y vueltos a colocar.