Pero cuando descubrió que esto era imposible, se entristeció y dejó de interesarse por el plan. Sin embargo, para ser agradable al dueño, siguió sonriendo.
Al ver que el administrador no lo comprendía, Nejludov dejó que se marchase y se sentó a la mesa toda manchada de tinta y llena de muescas, donde empezó a redactar su proyecto.
El sol acababa de ponerse tras las hojas nuevas de los tilos. Bandadas de mosquitos habían invadido la habitación y le picaban a Nejludov. Y, cuando hubo acabado de escribir, oyó por la ventana el ruido de los rebaños que regresaban, el rechinar de las puertas que se abrían a los patios, las voces de los mujiksque se dirigían a la reunión. Declaró entonces al administrador que no quería recibir a los campesinos en la oficina, sino que iría a hablarles al pueblo, donde debían reunirse. Luego bebió rápidamente una taza de té servida por el administrador y se encaminó de nuevo hacia el pueblo.
VII
Los campesinos se habían reunido en el patio del starostay charlaban ruidosamente; pero, al acercarse Nejludov, guardaron silencio y, como los de Kuzminskoie, se quitaron sucesivamente su gorro o su gorra. Aquellos mujikseran mucho más primitivos que los de Kuzminskoie; y, lo mismo que las muchachas y las mujeres llevaban zarcillos de piel en las orejas, casi todos los hombres iban calzados con botas de fieltro y vestidos con caftanes. Algunos incluso estaban descalzos y otros en mangas de camisa, tal como volvían de los campos.
Nejludov, dominando su emoción, les comunicó desde el principio que estaba resuelto a cederles sus tierras. Ellos lo escuchaban sin decir palabra y con rostro impasible.
La verdad es que creo continuó Nejludov, ruborizándose que todos los hombres tienen derecho a disfrutar de la tierra
¡Desde luego; es verdad! exclamaron algunas voces de mujiks.
Prosiguiendo su exposición, Nejludov dijo que la renta de la tierra debía repartirse entre todos y que, por consiguiente, estaba dispuesto a cederles sus tierras a cambio de una renta que fijarían ellos mismos y que estaría destinada a constituir un capital social reservado para el propio use de ellos.
Continuaron dejándose oír palabras de aprobación; pero los rostros de los campesinos se iban poniendo cada vez más serios, y sus miradas, clavadas al principio en el barin, se bajaban hacia el suelo; parecían querer evitar alguna vergüenza a Nejludov al mostrarle que habían adivinado su astucia, por la que ninguno se dejaría engañar.
Él hablaba sin embargo lo más claramente que le era posible y a hombres que no eran unos zoquetes; pero no lo comprendían y no podían comprenderlo, por la misma razón por la que también el administrador había tardado mucho tiempo en comprenderlo. Estaban convencidos de que la única preocupación de cualquier hombre es la de buscar su propio interés. Y en cuanto a los terratenientes en particular, desde hacía varias generaciones, sabían por experiencia que estos propietarios buscaban siempre beneficiarse a costa de ellos; por tanto, si el amo los reunía para presentarles alguna propuesta nueva, estaban convencidos de antemano de que era para explotarlos aún más.
Bueno, ¿qué precio le ponen ustedes a la tierra? preguntó Nejludov.
¿Cómo poner precio? Eso nos es imposible. La tierra es de usted, usted es el que manda respondieron varias voces entre la multitud.
Pero es que os estoy diciendo que solamente vosotros os beneficiaréis de ese dinero para las necesidades de la comunidad.
Eso no puede ser. La comunidad es una cosa, y nosotros somos otra.
¡Tratad de comprender! dijo el administrador, quien se había acercado a Nejludov con el deseo de explicar el asunto. No os dais cuenta de que el príncipe os propone el arrendamiento de la tierra a cambio de dinero, pero ese dinero volverá a vuestro capital para vuestra comunidad.
Comprendemos muy bien dijo sin levantar los ojos un viejecillo desdentado de aire ceñudo. Es como si se dijera dinero colocado en un banco. Pero de cualquier forma habrá que pagar al vencimiento, y es lo que no queremos hacer. Bastante trabajo nos cuesta ya ir tirando. Para nosotros sería la ruina completa.
Eso no nos conviene en absoluto. Preferimos seguir como antes gruñeron voces descontentas, incluso groseras.
Pero la resistencia se acentuó mucho más cuando Nejludov anunció que dejaría en la oficina del administrador un contrato firmado por él y que ellos tendrían que firmar a su vez.
¿Firmar? ¿Por qué tendríamos que firmar? Lo mismo que trabajamos ahora, continuaremos. ¿Para qué sirve todo eso? Somos unos ignorantes y no entendemos ni jota.
No podemos aceptar eso, porque no entra en nuestras costumbres. Que las cosas se dejen como están. Solo que no nos pidan ya más las simientes, con eso bastará gritaron algunas voces.
Eso significaba que los campesinos estaban obligados a suministrar los granos para los campos que trabajaban, y pedían ahora que los granos fuesen proporcionados por el propietario.
Entonces, ¿os negáis? ¿No queréis haceros cargo de la tierra? preguntó Nejludov a un joven campesino de rostro reluciente, vestido con un caftán remendado, descalzo, que llevaba en la mano izquierda su desgarrada gorra, a la manera de los soldados que han recibido la orden de descubrirse.
¡Perfectamente! respondió el mujik, que todavía no se había desprendido de la hipnosis de la disciplina militar.
Entonces, ¿es que tenéis bastante tierra? insistió Nejludov.
¡Absolutamente no! replicó el ex soldado, manteniendo delante de él su desgarrada gorra, como si se la estuviera ofreciendo a alguien que quisiera aprovecharse de ella.
No importa. Reflexionad sobre lo que os he dicho dijo Nejludov, estupefacto. Y les repitió su propuesta.
Está todo reflexionado. Será como hemos dicho nosotros declaró con tono desdeñoso y rostro ceñudo el viejo desdentado.
Permaneceré aquí aún un día. Si cambiáis de opinión, vendréis a decírmelo.
Los mujiks no respondieron.
Así, sin haber podido sacar nada de ellos, Nejludov regresó tristemente a la oficina.
Ya ve usted, príncipe le dijo el administrador con su sonrisa untuosa ; no llegará usted nunca a entenderse con ellos: el mujikes tozudo. Cuando está en asamblea, se cierra a la banda y ni el mismo diablo podría convencerlo. Porque tiene miedo de todo. Y sin embargo, entre estos mismos mujikslos hay inteligentes, como por ejemplo el moreno y el viejo gruñón que rehusaban las ofertas que usted les hacía. Cuando éste viene a la oficina y lo invitó a té y lo hago hablar, muestra una inteligencia notable: ¡un verdadero ministro! Le presenta a uno juicios de una sagacidad asombrosa. Pero en asamblea, ya usted lo ha visto: es otro hombre, y no se aparta de su idea.
Entonces, ¿no se podría hacer que vinieran aquí algunos de los más inteligentes? preguntó Nejludov. Yo les explicaría el asunto con todos los pormenores.
Sí, es posible respondió el administrador sin dejar de sonreír.
Pues bien, haga usted el favor de decirles que vengan mañana por la mañana.
- Nada más fácil; mañana estarán aquí respondió el administrador, más radiante aún.
¡Hay que ver ese taimado! decía el mujikmoreno de barba enmarañada que no se peinaba nunca, balanceándose sobre su bien alimentado jumento.
Hablaba a su compañero, viejo y delgado, de raído caftán, que cabalgaba al lado de él, acompañados por el tintineo de las maniotas de hierro del caballo.
Los mujiksllevaban a pastar de noche sus caballos a lo largo de la carretera principal (es decir, en secreto, a los bosques del amo).
«¡Os daré la tierra por nada, no tenéis más que firmar!», y ya con eso nos tienen cogidos otra vez. Es lo que ha ocurrido siempre. Pero hoy nosotros somos tan listos como ellos añadió el mismo mujik.