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¿Qué tenéis que ver aquí? ¡Esperad a que coja la muleta! gritó Matrena volviéndose hacia ellos. ¡Cerrad la puerta, vamos!

Los niños se eclipsaron, y la mujer se alejó con el suyo, tirando de la puerta tras ella.

¡Y yo que me preguntaba que quién sería! ¡Y era mi guapo barinen persona, mi joya de oro que una querría estar viendo siempre! ¡Y he aquí dónde ha entrado! ¡No lo ha tenido a menos! ¡Ah, mi diamante! Siéntate por aquí, excelentísimo, allí, en el banco prosiguió ella después de haber limpiado cuidadosamente, con su delantal, el banco que se encontraba en el sitio de honor, bajo los iconos. Y yo que pensaba: ¿Quién diablos está ahí? ¡Y he aquí que es él, su excelencia en persona, mi barin, mi bienhechor, nuestro padre nutricio! ¡Perdóname! ¡Vieja tonta, me he quedado ciega!

Nejludov se sentó. Delante de él, la vieja permanecía en pie, la mano derecha bajo la barbilla y el puntiagudo codo del brazo derecho sostenido por la mano izquierda. Y prosiguió con voz cantarina:

¡Ay, qué viejo te has vuelto, excelencia! ¡Tú eras antes tan guapo, y ahora hay que ver cómo estás! Por lo que veo, son también tus preocupaciones.

Por mi parte, he venido a preguntarte si te acuerdas de Katucha Maslova.

¿Catalina? ¿Cómo no acordarme de ella? Es mi sobrina. ¿Cómo no acordarme? ¡Cuántas lágrimas me ha hecho derramar! Y es que yo sé todo lo que pasó. Bueno, padrecito, ¿quién no ha pecado contra Dios y quién no está en falta con el zar? Es también la juventud; y el té, y el café que se ha bebido. Y entonces, el Impuro viene y lo estropea todo. Y es que es muy fuerte. Luego, ¿qué hacer? Porque si tú la hubieses abandonado, pero, ¡cómo la recompensaste! ¡Le regalaste un billete de cien rublos! ¿Y qué hizo ella? Imposible hacerla atenerse a razones. Tan dichosa como sería si me hubiese escuchado. Por más que sea mi sobrina, te lo diré francamente: ¡es una muchacha sin principios! Podía haber estado muy bien en el puesto que le busqué. Pero no, no quiso someterse; insultó a su amo. ¿Es que nosotras tenemos derecho a insultar a nuestros amos? Entonces la despidieron. Y tampoco quiso continuar en un puesto muy bueno que le salió en casa del guarda forestal.

Quería preguntarte a propósito del niño. Ella dio a luz aquí, desde luego. ¿Dónde está el niño?

¿El niño, padrecito? Ya me encargué yo bien de arreglar las cosas. Ella estaba muy enferma; no creían que pudiese escapar con vida. Entonces hice bautizar convenientemente a la criatura y lo envié luego a un hospicio. ¿Para qué dejar que se consumiese aquel angelito, puesto que la madre se moría? Otras se comportan de una manera distinta: retienen al niño, no pueden alimentarlo y el pobrecito se muere. Pero yo me dije: tengo que hacer un esfuerzo; voy a enviarlo al hospicio. Como tenía dinero, pude mandarlo allí.

¿Tenía un número?

Claro que lo tenía. Pero murió inmediatamente. Ella me dijo que, apenas llegado al hospicio, murió.

¿Quién es ella?

Aquella mujer que vivía en Skorodnoie. Era su profesión. Se llamaba Melania; pero ahora ha muerto. Una mujer muy inteligente. Fíjate lo que hacía: cuando le llevaban un niño, en lugar de conducirlo inmediatamente al hospicio, lo retenía en su casa y luego lo alimentaba. Cuando le traían otro, lo retenía también. Así esperaba hasta tener tres o cuatro para llevarlos todos juntos al hospicio. En su casa todo estaba organizado con mucho talento: ella tenía una gran cuna, como una cama de matrimonio, donde podía acostarse uno de largo y de costado. Pues bien, ella los acostaba a los cuatro, las cabezas bien separadas, para que no se diesen golpes, y las piernas recogidas en pañales. Y de ese modo los llevaba a todos a la vez. Les ponía biberones en sus boquitas y los pobrecillos no protestaban.

¿Y qué pasó?

Retuvo así también al hijo de Catalina. Pero a éste no lo conservó más de quince días en su casa y allí le cogió la enfermedad.

- ¿Era un niño hermoso?

¡Oh, un niño tal que no podía haberlo mejor! ¡Tu vivo retrato! añadió la vieja guiñando sus arrugados ojos.

¿Y por qué enfermo? ¿Le dieron mal de comer?

Nada de eso. No fue más que la extrañeza. Se comprende, no era hijo suyo. ¡Con tal de poderlo llevar con vida hasta el hospicio! Me dijo que apenas llegado a Moscú, murió. Ella trajo un certificado: todo estaba en regla. Era una mujer que tenía muy buena cabeza.

Y Nejludov no pudo enterarse de más detalles respecto a su hijo.

VI

Después de haber tropezado de nuevo dos veces con la cabeza en las puertas de la isba, Nejludov salió a la calle, donde lo aguardaban los dos chiquillos. Otros niños se habían unido a ellos, y también mujeres; entre ellas estaba la desgraciada que llevaba un niñito macilento cubierto de harapos remendados.

Éste continuaba sonriendo, con una sonrisa de toda su carita de viejecillo, y no cesaba de mover sus grandes dedos engarfiados.

Nejludov comprendía que era la sonrisa del sufrimiento, y preguntó quién era aquella mujer.

Es Anissia, de la que te he hablado dijo el mayor de los chiquillos.

Nejludov se volvió hacia ella.

¿Cómo vives? ¿De qué te alimentas? le preguntó.

¿Que cómo vivo? De lo que me dan respondió Anissia.

Y se echó a llorar.

El rostro del niño envejecido se había dilatado en una sonrisa, y sus delgadas piernas se retorcían como gusanos.

Nejludov sacó su cartera y dio diez rublos a la mujer. No había andado dos pasos cuando lo abordó otra mujer con un niño, y luego otra mujer. Todas proclamaban su miseria y solicitaban un socorro. Nejludov distribuyó entre ellas sesenta rublos en billetes pequeños que llevaba consigo; y, con un profundo sentimiento de tristeza, regresó a la casa, o, más bien, al ala habitada por el administrador.

Éste salió a su encuentro con su inalterable sonrisa y le anunció que los campesinos se reunirían por la tarde. Nejludov le dio las gracias y, sin penetrar en el interior, fue a pasearse por el jardín, por los viejos senderos invadidos por la hierba y alfombrados con blancas flores de los manzanos, meditando en lo que había visto.

Todo estaba tranquilo; pero, poco después, oyó en el alojamiento del administrador dos voces de mujeres irritadas que querían hablar a la vez, y de cuando en cuando se mezclaba la voz tranquila del administrador. Nejludov aguzó el oído.

¡Esto es superior a mis fuerzas! ¿Es que quieres arrancarme entonces hasta la cruz que llevo al cuello? decía una voz indignada de mujer.

¡Pero ella no entró en el campo más que un momento! decía otra voz. ¡Devuélvemela, lo digo! ¿Por qué haces sufrir al animal y a los niños que están sin leche?

Paga, con dinero o con trabajo respondió la voz plácida del administrador.

Nejludov abandonó el jardín y se acercó a la escalinata, cerca de la cual había dos mujeres desgreñadas, una de ellas a punto de ser madre. En los escalones, las manos en los bolsillos de su abrigo de tela gruesa, estaba en pie el administrador. Al distinguir al barin, las mujeres se callaron y se arreglaron el pañolón sobre las cabezas mientras el administrador sacaba las manos de los bolsillos y se ponía a sonreír.

Según la explicación de este último, los mujikssoltaban expresamente a sus ternerillos, incluso a sus vacas, en el prado señorial. Por el momento se trataba de las vacas de estas dos mujeres, vacas que habían sido cogidas en los prados y confiscadas. El administrador exigía el pago de treinta copeques por vaca o, en su lugar, dos jornadas de trabajo. Las mujeres afirmaban, primeramente, que sus vacas no habían hecho más que entrar; luego, que no tenían dinero, y, por último, aunque prometiesen pagar con su trabajo, pedían que les devolviesen inmediatamente los animales, puesto que desde por la mañana estaban sin forraje y mugían quejumbrosamente.

No sé la de veces dijo el administrador, volviéndose hacia Nejludov como para tomarlo por testigo que les he dicho con toda seriedad: «Cuando recojáis vuestro ganado, no dejéis de vigilarlo.»