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El deseo que aquellos campesinos habían considerado siempre como un sueño, iba a ejecutarlo en provecho de ellos. Estaba dispuesto a cederles a bajo precio todas las tierras del pueblo, a ofrecerles ese bienestar. Y sin embargo, experimentaba como una especie de desazón. Cuando estuvo cerca de ellos y todos se hubieron destocado delante de él y vio al descubierto sus cabezas rubias, rizadas, calvas o grises, la turbación que se apoderó de él le impidió hablar durante un largo rato. La fina lluvia continuaba cayendo, depositando gotitas sobre los cabellos y las barbas y sobre los pelos de los caftanes. Los mujiksclavaban los ojos en el barin, en espera de lo que éste iba a decir, en tanto que él mismo estaba demasiado turbado para hablar.

El intendente se decidió a romper aquel silencio penoso; plácido y seguro de sí mismo, aquel alemán hablaba muy bien el ruso y se vanagloriaba de conocer a fondo al mujik. Los dos, él, fuerte y grueso, y, al lado, Nejludov, ofrecían un contraste impresionante con los rostros arrugados y los flacos cuerpos de los campesinos perdidos en sus caftanes.

He aquí que el príncipe quiere haceros bien. Quiere cederos las tierras, aunque no os lo merecéis dijo el intendente.

¿Por qué no nos lo merecemos, Vassili Carlitch? ¿No hemos trabajado para ti? Estábamos muy contentos con la difunta princesa, ¡que el Señor le conceda el reino de los cielos!, y en cuanto al joven príncipe, gracias le sean dadas y que no nos abandone respondió un pequeño mujikpelirrojo y locuaz.

Para esto os he convocado: si queréis, os cederé todas mis tierras dijo Nejludov.

Mudos, los campesinos parecían no comprender aquellas palabras o no creer en ellas.

¿Y en qué sentido, por decirlo así, nos cede las tierras? preguntó por fin un mujikde edad mediana, vestido con una casaca.

Os las arrendaré para que vosotros os beneficiéis de ellas por un precio módico.

¡Bonito negocio! murmuró un viejo.

Con tal que el precio esté a nuestro alcance... opinó otro.

'-¿Y por qué no aceptar la tierra?

Eso lo sabemos: ¡es la tierra la que nos da de comer! Y pare usted será más tranquilidad. No tendrá que hacer más que recibir el dinero, en tanto que ahora, ¡cuántas molestias! dijeron varias voces.

Vosotros tenéis la culpa declaró el alemán. Lo que teníais que hacer es trabajar y mantener el orden.

Pero eso no es fácil pare nosotros, Vessili Carlitch replicó un flaco anciano de puntiaguda nariz. Tú nos reprochas haber dejado ir el caballo al campo de trigo. Pues bien, yo que trabajo todo el día, un día largo como un año, manejando todo el tiempo la hoz u otra cosa, ¿qué más natural, cuando la noche llega, que se quede uno dormido2 Y he aquí que si el caballo se escapa a tu campo, es a mi a quien le arrancas la piel.

Es obligación vuestra tener más orden.

Eso del orden es fácil de decir. Pero nosotros no podemos hacer lo imposible respondió un mujikde alta estatura, con el cráneo y el rostro todo negro de pelos.

Os he dicho muchas veces que pongáis vallas en vuestros campos.

¡Danos tú la madera! dijo un hombrecillo seco, escondido detrás de un grupo. El verano pasado quise hacer una valla y corté un árbol; y me enviaste durante tres meses a alimentar mis piojos en la cárcel. ¡He ahí lo que son tus vallas!

¿Qué dice? preguntó Nejludov.

Der erste Dieb im Dorfe 15, respondió el intendente en alemán. Todos los años tala nuestros árboles. Y, volviéndose hacia el campesino : Eso te enseñará a respetar la propiedad del prójimo.

¿Pero es que no te respetamos? replicó un viejo. Nos vemos obligados a ello porque nos tienes en tus manos y nos retuerces como al cáñamo.

¡Vamos, hermanos! Nunca se os maltrata si no maltratáis vosotros a los demás.

¡Sí, maltratarte! Este verano me rompiste la boca, y no, pasó nada. Al rico no le forman proceso, es evidente.

No tienes más que comportarte conforme a la ley.

Aquello era, evidentemente, un torneo de palabras en que los campeones no tenían objetivo alguno y no sabían siquiera por qué discutían. Se notaba solamente, por un lado, la cólera contenida por el terror; y por el otro, la conciencia de la superioridad y de la fuerza. Apenado por tener que oír aquella conversación, Nejludov trató de enderezar la discusión hacia el tema principal: establecer los precios y las fechas de pago.

Bueno, ¿qué decidís respecto a la cesión de mis tierras? ¿Estáis de acuerdo? ¿Y qué precio ofrecéis para arrendarlas?

La mercancía es de usted: es usted quien tiene que fijar el precio.

Nejludov les propuso uno mucho más inferior al que se pagaba corrientemente, lo que no les impidió regatear y encontrarlo demasiado caro. Él había pensado que acogerían su propuesta con entusiasmo, pero no vio manifestarse en ellos satisfacción alguna. Ésta existía no obstante, y Nejludov tuvo la prueba casi cierta de que consideraban su propuesta como una excelente ganga. En efecto, cuando se trató de saber si tomarían en arriendo las tierras toda la comunidad o solamente un grupo de campesinos, se entabló una discusión muy viva entre los que querían excluir a los débiles y a los malos pagadores y aquellos a los que se quería excluir; por fin, tras la intervención del intendente, se fijaron el precio y los plazos de pago. Los mujiksse retiraron hablando con animación, y Nejludov volvió a la oficina para redactar con el intendente el proyecto de contrato.

Así, pues, todo se arregló como había deseado y esperado Nejludov. Los campesinos tenían la tierra con un treinta por ciento menos que en cualquier sitio de los alrededores, y, si sus rentas se veían así reducidas a la mitad, todavía seguían siendo respetables, sobre todo con lo que iba a producir la venta de la madera y del material. Todo, pues, parecía perfecto, y sin embargo Nejludov se sentía desazonado: había creído ver que, a despecho de las palabras de gratitud de algunos, los mujiksparecían descontentos, como si hubiesen esperado algo más. Resultaba, pues, que él mismo se había privado de un gran provecho sin otorgarles sin embargo los beneficios que ellos esperaban.

A la mañana siguiente, habiendo sido firmado el contrato, los ancianos de pueblo acompañaron en su regreso a Nejludov. Éste, que tenía el sentimiento desagradable de que dejaba detrás de él algo inacabado, subió al elegante coche del intendente, como lo había calificado el cochero la antevíspera, y partió hacia la estación, después de haberse despedido de los mujiks, que meneaban la cabeza con aire descontento. Y él también, sin saber por qué, se sentía descontento, triste y casi avergonzado.

III

Desde Kuzminskoie, Nejludov se dirigió a la propiedad legada por sus tías, aquella misma donde había conocido en otros tiempos a Katucha. También aquí, como en Kuzminskoie, quería ponerse de acuerdo con los campesinos pare cederles sus tierras; y, al mismo tiempo, contaba con informarse lo más exactamente posible sobre Katucha y su hijo. ¿Había muerto éste verdaderamente? ¿Cómo?

Llegó temprano a Panovo. Primeramente, al entrar en el patio, se sintió impresionado por el abandono de todas las construcciones y sobre todo por la vieja vivienda. El tejado de hierro, otrora pintado en verde, estaba rojo de herrumbre y en muchos sitios levantado por el viento. En algunos puntos, donde era más fácil, habían robado las planchas que recubrían las paredes, y de éstas salían, grandes clavos herrumbrosos. Las dos escalinatas, la de delante y principalmente la de atrás, que era la que estaba más clavada en su recuerdo, se hallaban podridas, en ruinas, y no quedaba de ellas más que el esqueleto; en algunas ventanas había tablas que reemplazaban a los cristales; en el interior, todo estaba sucio y húmedo, desde el ala donde se alojaba el administrador, hasta las cocinas y las cuadras. Sólo el jardín había escapado a aquel ambiente de desolación: había crecido con toda libertad y estaba lleno de flores. Detrás del seto, Nejludov veía, como una cortina de grandes nubes blancas, las ramas floridas de los cerezos, de los manzanos y de los ciruelos. El macizo de lilas estaba florido del mismo modo que doce años antes, el día en que Nejludov, jugando en persecución de Katucha, que entonces tenía dieciséis años, había caído delante de aquel macizo y se había pinchado con las ortigas del foso. Un alerce, plantado cerca de la casa por Sofía Ivanovna y que Nejludov había visto de la altura de una estaca, se había convertido en un gran árbol y estaba revestido de un musgo aterciopelado, verde y amarillo El río fluía entre sus orillas, espumeando ruidosamente en la esclusa del molino. Y más allá del curso de agua, el ganado disperso del pueblo pasaba en rebaños por la pradera.

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15El ladrón de la aldea