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Pero, ¿por qué dices eso tú precisamente? ¿Es que no va tu marido al destierro contigo? preguntó la guardabarrera.

Nosotros estábamos ya unidos por la ley. Pero él, ¿de qué le serviría casarse, si no puede vivir con ella?

¡Vaya una tonta! ¿De qué serviría? Pero, es que si se casa, la cubrirá de oro.

Él me ha dicho: «Adonde te envíen, yo iré contigo» dijo Maslova. Pero que venga o que no venga, no he de ser yo quien se lo pida. Ahora se marcha a Petersburgo continuó después de un silencio. Va a ocuparse allí de mis asuntos. Es pariente de todos los ministros. Pero, de cualquier forma, no tengo necesidad de él.

¡Desde luego! aprobó inmediatamente Korableva, ocupada en poner orden en su bolsa y pensando evidentemente en una cosa muy distinta. Bueno, ¿qué os parece ahora un poquito de aguardiente?

- Yo, no respondió Maslova. Bebed vosotras.

SEGUNDA PARTE

I

El asunto de Maslova debía debatirse en el Senado probablemente lo más tarde dentro de quince días. Nejludov, pues, decidió ir en aquel momento a Petersburgo a fin de realizar allí las gestiones necesarias y, en caso de que fuera recusada la instancia, presentar el recurso de gracia, como le había aconsejado el abogado. En caso de que todo fracasara, y, según el abogado, era algo con lo cual había que contar, tan débiles eran los argumentos que se esgrimían, a Maslova la incluirían sin duda en un convoy de forzados que partiría a comienzos de junio. Como Nejludov continuaba resuelto a seguirla a Siberia, había decidido trasladarse inmediatamente a los pueblos que le pertenecían para dejar arreglados allí todos sus asuntos.

Se dirigió primeramente a Kuzminskoie, que era la propiedad más cercana, la más amplia y que le proporcionaba sus principales ingresos. Había vivido allí en su infancia y en su juventud; después volvió dos veces, y una tercera aún, a instancias de su madre, para instalar allí a un administrador alemán, en compañía del cual había inventariado la finca. Sabía, pues, desde hacía mucho tiempo la situación de ésta y las relaciones que existían entre los mujiksy la «oficina», es decir, el propietario; ahora bien, estas relaciones se reducían a una sumisión completa de los campesinos a la oficina.

Todo aquello, Nejludov lo conocía ya, desde su estancia en la universidad, cuando profesaba y exaltaba la doctrina de Henry George, pues en virtud de esta doctrina había abandonado a los campesinos la tierra que le provenía de su padre.

Más tarde, es cierto, al abandonar el ejército, se había puesto a gastar veinte mil rublos por año, y, al dejar de ser obligatorios para él todos aquellos conocimientos, los había olvidado por completo; y no solamente no se preocupaba de saber de dónde venía el dinero que le daba su madre, sino que incluso se esforzaba en no pensar en ello.

Sin embargo, a la muerte de esta última, al ser necesario arreglar la herencia y necesitando disponer él mismo de sus bienes, había renacido en él el problema de sus derechos y de sus deberes de propietario rústico. Un mes antes no habría encontrado en él la fuerza necesaria para cambiar el orden existente de las cosas: no era él mismo quien administraba la propiedad, limitándose a vivir lejos de sus tierras y recoger los ingresos.

Ahora que había resuelto hacer un gran viaje a Siberia, donde le haría falta mantener relaciones complicadas y difíciles con el personal de las cárceles, lo que le crearía una necesidad de dinero, no podía, pues, dejar sus asuntos en su antiguo estado, y era importante modificarlos, incluso en detrimento de sus intereses.

Con este objeto había resuelto no cultivar él mismo la tierra, sino alquilarla a bajo precio a los campesinos, dándoles así la facilidad de liberarse de la dependencia de los propietarios. A menudo, al comparar la situación del terrateniente actual con la del propietario de siervos, había comparado este alquiler de la tierra a los campesinos, en lugar de su cultivo por siervos de la gleba, a lo que hacían los poseedores de siervos al sustituir el diezmo por los trabajos obligatorios. No radicaba ahí la solución del problema, pero era un paso hacia esa solución: la transición de una forma de mayor violencia a otra más dulce. Y era lo que tenía intención de hacer.

Nejludov llegó a Kuzminskoie hacia mediodía. Habiendo simplificado en todo su vida, ni siquiera había telegrafiado que llegaba. En la estación alquiló un pequeño tarentassde dos caballos. El cochero, joven mujikvestido con una casaca de nanquín, cortada por un cinturón más bajo que su largo talle, se había sentado de costado en su asiento para hablar más cómodamente con el barin; eso le resultaba tanto más fácil cuanto el caballo delantero era cojo y estaba fatigado, y el otro caballo era delgado y débil; podían, pues, así caminar a pasitos, lo que colmaba su deseo.

El cochero hablaba del intendente de Kuzminskoie, no figurándose ni remotamente que se dirigía al propietario, pues Nejludov lo había tuteado en seguida.

¡Un alemán muy listo, verdaderamente chic! dijo el cochero, quien había vivido en la ciudad y había leído novelas.

Medio vuelto hacia el viajero, acariciando con la mano el largo mango de su látigo y queriendo indudablemente hacer demostración de su saber, continuó:

Se ha pagado un coche con una troika soberbia; y cuando va a pasear con su esposa, eclipsa a todo el mundo. En el invierno, en Navidad, tenía en su casa un hermoso árbol; llevé allí a invitados. Pues bien, tenía como chispas eléctricas y no se habría podido encontrar uno semejante en todo el gobierno. ¡Ah, ha amasado dinero de una manera espantosa! ¿Y por qué? Hace lo que se le antoja. Dicen que acaba de comprar una finca excelente.

Nejludov creía que le resultaba indiferente saber la manera como el alemán administraba su propiedad y se aprovechaba de la misma; pero el relato del cochero de alta estatura no dejaba de producirle por eso una impresión desagradable. Gozaba con la esplendidez del día, con la carrera de las nubes grises que, por instantes, velaban el sol; gozaba con el espectáculo de los cameos de los mujiksdetrás de sus carretas, de los espesos sembrados de verduras por encima de los cuales revoloteaban las alondras, de los bosques revestidos ya, de arriba abajo, de hojas tiernas, de los prados donde habían soltado a los caballos y a los bueyes; pero no gozaba de todo eso con la intensidad que habría deseado. Por momentos, algo desagradable lo ensombrecía, y cuando se preguntaba qué, se acordaba de las palabras del cochero sobre el modo como el alemán administraba su propiedad.

Llegado a Kuzminskoie, donde empezó a ocuparse en arreglar sus asuntos, aquella impresión desapareció.

Examinó los libros de la oficina y recibió las explicaciones de un escribiente que se esforzaba con toda ingenuidad en demostrarle la plusvalía de una propiedad, siendo así que los campesinos no tenían más que muy pocas tierras, enclavadas en las tierras señoriales; y eso, por el contrario, fortificó a Nejludov en su resolución de ceder enteramente sus tierras a los mujiks, en lugar de explotar el dominio por su cuenta. Por el examen de los libros y las palabras del escribiente adquirió, en efecto, la prueba de que las dos terceras partes de sus campos seguían siendo cultivadas, como antes, por sus siervos de la gleba con la ayuda de aparatos perfeccionados, en tanto que se daba a los campesinos cinco rublos por deciatina para cultivar la otra tercera parte. Dicho de otra manera, a cambio de cinco rublos, el campesino tenía que labrar tres veces, arar igualmente tres veces y sembrar una deciatina; luego segar, agaviIlar, trillar y ensacar, trabajo por el cual un obrero habría pedido por lo menos diez rublos por deciatina. Además, se hacía pagar a los mujiks, a un precio muy elevado, todo lo que les proporcionaba la administración. Pagaban también con su trabajo el derecho de pasto en los prados y en los bosques; pagaban por las hojas de patatas y de cualquier manera siempre seguían siendo deudores de la administración; por tanto, terrenos casi improductivos se les alquilaban a cuatro veces más de lo que su valor podía proporcionar al cinco por ciento.