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Uno de los más arraigados y extendidos prejuicios reside en la creencia de que todo hombre posee en propiedad ciertas cualidades definidas: que es bueno o malo, inteligente o tonto, enérgico o apático, y así sucesivamente. Los hombres no son tan de una pieza. Podemos decir de un hombre que es más a menudo bueno que malo, más a menudo inteligente que tonto, más a menudo enérgico que apático, o viceversa; pero no es verdad decir de un hombre que es bueno o inteligente, lo mismo que no es verdad decir que es malo o tonto. Y sin embargo, no dudamos en establecer esta errónea división. Los hombres son semejantes a los ríos, hechos todos de la misma agua, pero cada uno de los cuales unas veces es moderado, otras veces rápido, ora ancho, ora lento, ora frío, ora limpio, ora turbio, ora caliente. Lo mismo pasa con los hombres. Todos llevan en ellos los gérmenes de las facultades humanas: a veces manifiestan unas, y, en ocasiones, otras, y a menudo parecen diferentes de ellos mismos, continuando sin embargo siendo ellos mismos. Pero en algunos hombres estos cambios son particularmente raros, y entre estos últimos se alineaba Nejludov.

A consecuencia de causas diversas, tanto físicas como morales, se operaban en él cambios bruscos y completos. Y uno de estos cambios era el que acababa de producirse.

El sentimiento de gozoso entusiasmo y el de su renovación, experimentados a raíz de la vista del tribunal y de su primera conversación con Katucha, habían desaparecido completamente para dejar sitio, después de su primera entrevista con ella, a una especie de terror, casi de repulsión contra la joven. Sin embargo, había resuelto no abandonarla y continuaba diciéndose que no modificaría su decisión de casarse con ella, si ella lo deseaba, aunque aquello le pareciese desagradable y doloroso.

Al día siguiente de su visita a Maslennikov, regresó a la prisión para entrevistarse de nuevo con ella.

El director le concedió la autorización para verla, no ya en la oficina, ni en la sala de los abogados, sino en el locutorio de las mujeres. A pesar de toda su bondad, el director mostraba, frente a Nejludov, una actitud más reservada que antes. Evidentemente, la visita de Nejludov a Maslennikov había provocado la orden de mostrarse más prudente con este visitante.

Sí, puede usted verla dijo el director. En cuanto al dinero, se lo ruego... Ya se lo he dicho, ¿no es así? Respecto a su traslado a la enfermería, como me ha escrito su excelencia, es cosa que puede hacerse, y el médico consiente en ello. Pero es ella la que no quiere. Dice que no tiene necesidad “de ir a vaciar las escupideras de los tiñosos”. ¡Ah, príncipe, bien se ve que no conoce usted a la gente de esta ralea!

Nejludov no respondió nada y solicitó ver a Katucha. El director envió a un vigilante, y Nejludov lo siguió. Maslova, sola, estaba ya en el locutorio de las mujeres y salió desde detrás de la reja al entrar Nejludov. Dulce y tímida, avanzó hacia él y, mirando al vacío, le dijo en voz baja:

¡Perdóneme usted, Dmitri Ivanovitch! Anteayer le hablé de mala forma.

No soy yo quien tengo que perdonarla... empezó a decir Nejludov.

¡No importa! Pero de cualquier forma es preciso que me deje... continuó ella.

Y en sus ojos, que bizqueaban más que de costumbre, Nejludov leyó de nuevo una expresión hostil.

¿Y por qué he de dejarla?

Pues porque...

Porque, ¿qué?

Ella tuvo de nuevo aquella mirada que pareció maligna a Nejludov.

¡Pues bien, porque sí dijo ella, déjeme! ¡Es cierto lo que le digo! ¡Es más fuerte que yo! ¡No se preocupe más de mí! repitió con labios temblorosos. ¡Preferiría ahorcarme! ¡Le juro que es verdad lo que le digo!

En aquella negativa, Nejludov percibía una parte de odio hacia él, la inolvidable ofensa; pero comprendía que en aquello entraba también algo noble y bello. Y el modo seguro y apacible con que ella renovaba su prohibición de preocuparse de ello tuvo por efecto destruir inmediatamente todas sus dudas, volver a colocarlo en la disposición grave y enternecida con que se había encontrado respecto a ella días antes.

Katucha, sostengo lo que te he dicho afirmó con una seriedad extraordinaria. Te ruego que consientas en casarte conmigo. Y, si lo niegas, durante todo el tiempo que rehúses, seguiré a tu lado, lo seguiré; iré contigo adonde te lleven.

¡Eso es cuenta suya! ¡Yo no diré una palabra más! respondió ella.

Y sus labios temblaron de nuevo.

También él guardó silencio, no sintiéndose con fuerzas para hablar. Se arriesgó por fin:

Ahora tengo que ir al campo le dijo ; después iré a Petersburgo, donde me cuidaré de su..., de nuestra instancia; y, si Dios quiere, haré que casen su condena.

¡La casen o no, todo me es igual! Si no lo he merecido por esto, lo he merecido por otras cosas...

Se detuvo, y Nejludov creyó ver que hacía esfuerzos para retener las lágrimas.

Bueno dijo ella de pronto, como para ocultar su emoción, ¿ha visto usted a Menchov? ¿No es verdad que esos pobres son inocentes?

Sí, así lo creo.

¡Si supiese usted qué viejecita más buena es!

Él le contó con detalle todo lo que había sabido de boca de Menchov. Luego, volviendo a ella, le preguntó si no tenía necesidad de nada. Ella respondió que no.

Y se hizo un silencio.

En cuanto a la enfermería continuó ella bruscamente, mirándolo con sus ojos que bizqueaban, bueno, si usted lo desea, iré. Y en cuanto al aguardiente, está bien, no beberé más...

Sin decir nada, Nejludov la miró a los ojos y vio que éstos sonreían.

Muy bien.

Fue todo lo que pudo decir, y se despidió de ella.

«¡Sí, sí, se ha convertido en otra mujer distinta!», pensaba. Después de las dudas de los días anteriores, experimentaba ahora un sentimiento completamente nuevo, un sentimiento de fe en la omnipotencia del amor.

LIX

Al volver a entrar en la gran celda maloliente, al regreso de aquella visita, Maslova se quitó el capote y se sentó en la cama, las manos apoyadas sobre las rodillas.

En la sala se encontraban únicamente la tísica, la madre que amamantaba a su hijo, la vieja Menchova y la guardabarrera con sus dos hijos. Reconocida como loca la víspera, a la hija del sacristán la habían trasladado al manicomio. Las otras mujeres estaban en el lavadero.

La vieja dormía, tendida en su camas; los niños jugaban en el corredor, ante la puerta abierta. La madre que amamantaba a su hijo, y la guardabarrera, ésta sin dejar de tejer la media que tenía en la mano, avanzaron hacia Maslova:

¿Qué, lo has visto? preguntaron.

Maslova, sin responder, se sentó en su cama, dejando colgar las piernas.

¡Vamos, no hace falta que te aflijas! dijo la guardabarrera. Lo esencial es no desanimarse. ¡Vamos, Katucha! exclamó haciendo punto más aprisa con sus ágiles dedos.

Maslova siguió sin responder.

Las demás han ido al lavadero. Dicen que los regalos para los presos han sido hoy muy numerosos comentó la otra mujer.

¡Finachka! gritó desde la puerta la guardabarrera. ¿Dónde estás, granujilla?

Retiró la aguja de la media, la clavó en la madeja y salió al corredor.

En el mismo instante se oyó un gran ruido de pasos y de voces de mujeres, y las inquilinas de la celda aparecieron en el umbral, desnudos los pies en sus zapatos, cada una llevando un pan blanco bajo el brazo; algunas tenían hasta dos.

Fedosia se acercó inmediatamente a Maslova.

¿Qué, pasa algo malo? preguntó ella con ternura alzando hacia su amiga sus claros ojos azules. ¡Aquí tenemos para nuestro té! añadió, alineando los panes sobre la repisa.

¿Qué? dijo Korableva. ¿Ha cambiado de opinión? ¿No quiere ya casarse?

No, no ha cambiado de opinión. Soy yo quien no quiere.

¡Vaya una tonta! declaró Korableva con su voz de bajo.

¿Por qué? dijo Fedosia. Puesto que no pueden vivir juntos, ¿qué objeto tiene casarse?