-Bueno, gracias por haber venido -dijo ella estrechando la mano de Nejludov -.¿Se acuerda usted todavía de mí? Sentémosnos.
-No esperaba volver a encontrarla aquí.
-¡Oh, me encuentro aquí muy bien; tanto, que no podría desear nada mejor! -dijo Vera Efremovna.
Según su costumbre, clavaba en Nejludov la mirada de sus bondadosos ojos redondos y, mientras hablaba, no dejaba de girar en todas direcciones su cuello largo, delgado y amarillento, que salía del cuellecito sucio y arrugado de su blusa.
Habiéndole preguntado Nejludov el motivo de su encarcelamiento, empezó, con viva animación, un relato mezclado todo él de palabras extranjeras, hablando de propaganda, de organización, de grupos, de secciones, de subsecciones y otras divisiones revolucionarias, conocidas por todo el mundo, creía ella, pero que Nejludov oía citar por primera vez.
Al hablarle así se creía segura del vivo placer y del poderoso interés que él tendría en conocer todos los misterios del «partido del pueblo» , y él mismo, examinando aquel cuello flaco, aquellos cabellos ralos y mal peinados, se preguntaba por qué ella le contaba y por qué hacía todas aquellas cosas. Le tenía lástima, pero una lástima distinta a la que había sentido por el mujikMenchov, encerrado sin motivo en su celda hedionda. No le tenía lástima por la suerte que ella se había buscado sino por la evidente confusión que se arremolinaba en su cabeza. Ella se creía una heroína, dispuesta a sacrificar su vida por el éxito de su obra, y, sin embargo, apenas si sabía explicar en qué consistía esa obra.
El asunto del que Vera Efremovna quería hablar a Nejludov era el siguiente. Una de sus camaradas, llamada Chustova, aunque no formaba parte de su «subgrupo», según su expresión, había sido detenida con ella y encarcelada, cinco meses antes, en la fortaleza de Pedro y Pablo. En su habitación no se habían encontrado más que papeles y libros, colocados allí en depósito por sus camaradas. Y Vera Efremovna, atribuyéndose en parte la responsabilidad de aquel encarcelamiento, suplicaba a Nejludov que usase de sus relaciones para obtener la puesta en libertad de Chustova. El otro asunto consistía en hacer gestiones para que se autorizase a un preso de la fortaleza de Pedro y Pablo, Gurevitch, a recibir la visita de sus padres y a tener libros técnicos, que le eran necesarios para sus trabajos científicos.
Nejludov prometió hacer todo lo que estuviese en su mano a su llegada a Petersburgo.
En cuanto a su propia historia, ella contó que después de haber terminado sus estudios de comadrona se había afiliado al partido de «La libertad del pueblo» y había trabajado con ellos. Al principio todo marchó a pedir de boca. Redactaron proclamas e hicieron propaganda en las fábricas; pero un buen día la policía detuvo a un miembro del partido y encontró en su casa unos papeles, y se había puesto a detener a todo el mundo.
-A mí me detuvieron también, y ahora me deportan -concluyó ella acabando su historia -. Pero está muy bien así; me siento de maravilla: ¡Una serenidad olímpica! -añadió con una sonrisa turbada.
Habiéndole preguntado Nejludov quién era la hermosa joven que le había llamado la atención, respondió que era la hija de un general. Afiliada desde hacía mucho tiempo al partido revolucionario, se había declarado culpable de haber disparado con un revólver sobre un gendarme. Ella vivía en el apartamento de los conspiradores, donde tenían una prensa de imprimir. Una noche fueron a hacer un registro; los conspiradores, resueltos a defenderse, apagaron las luces para tratar de hacer desaparecer los papeles comprometedores. Pero la policía entró a viva fuerza y uno de los conspiradores disparó e hirió mortalmente a un gendarme. A continuación se llevó a cabo una encuesta para saber quién había disparado, y la joven dijo que era ella, aunque nunca en su vida había empuñado un revólver ni matado a una mosca. Tuvieron que atenerse a su declaración, y ahora la enviaban a trabajos forzados.
-¡Una persona estupenda, una altruista! -dijo Vera Efremovna con tono aprobador.
El tercer asunto del que ésta quería hablarle se refería a Maslova. Como toda la cárcel, estaba enterada de la historia de Maslova y conocía ya el interés que sentía por ella Nejludov. Quería, pues, aconsejarle a este último que obtuviese que su protegida fuera trasladada a la sección política; o por lo menos, como los enfermos eran muy numerosos en aquellos momentos, que la colocasen como auxiliar en la enfermería, donde tenían necesidad de ayudas suplementarias.
Nejludov le agradeció aquel buen consejo y le dijo que se esforzaría en aprovecharse de él.
LV
El director interrumpió la conversación diciendo a los visitantes que la hora concedida para las visitas había terminado. Nejludov se despidió de Vera Efremovna y se dispuso a salir; pero se detuvo a la puerta, curioso por saber lo que iba a pasar.
-¡Señores, es la hora, es la hora! -decía el director, levantándose y sentándose alternativamente.
Su advertencia no había tenido otro efecto que hacer las conversaciones más animadas, sin que nadie mostrase intenciones de irse. Algunos se habían levantado y hablaban en pie; otros continuaban conversando sentados, y otros, por último, se despedían llorando. La madre del joven tísico resultaba particularmente conmovedora. Éste continuaba dando vueltas entre sus dedos a la hoja de papel, y, en el enérgico esfuerzo que hacía para no ceder al contagio de la desesperación de su madre, su rostro adoptaba una expresión más y más maligna. Y la madre, apoyada la cabeza sobre el hombro de su hijo, se deshacía en lágrimas, con un silbido que le salía de la nariz.
La hermosa joven de ojos de oveja (Nejludov la observaba involuntariamente), en pie, ante la madre deshecha en lágrimas, no dejaba de prodigarle sus consuelos. Erguido, el anciano de gafas azules retenía entre sus manos la mano de su hija, asintiendo con la cabeza a lo que ella le decía. Los dos enamorados se habían puesto en pie y, agarrándose por las manos, permanecían inmóviles uno frente a otro, sin hablarse clavados los ojos en los ojos.
-¡Solo ésos son felices! -dijo a Nejludov, señalándoselos, el joven enchaquetado, que también se había detenido y asistía a aquella escena. Sintiendo clavadas en ellos las miradas de Nejludov y del joven, los enamorados alargaron sus brazos unidos echaron atrás el busto y, riendo, se pusieron a dar vueltas.
-Se casan esta noche, aquí, en la cárcel, y ella lo sigue a Siberia -continuó el joven de la chaqueta.
-¿Y quién es él?
-Condenado a trabajos forzados. Por lo menos ellos se muestran alegres; pero esto, en cambio, resulta espantoso -prosiguió el joven al escuchar los sollozos de la madre del tísico.
-¡Vamos, señores, se lo ruego, no me obliguen a obrar más duramente! -exclamó el director, repitiendo sus frases varias veces -.¡Se lo ruego! —prosiguió con un tono débil e indeciso -.¡Es imposible! ¡Lo digo por última vez! -repitió con tono melancólico, apagando y encendiendo alternativamente su cigarro habano.
Se comprendía que, por muy sutiles, muy inveterados, muy rutinarios que fuesen en él los argumentos especiosos que dan licencia a un hombre para hacer sufrir a otros sin considerarse responsable de estos sufrimientos, el director tenía consciencia, sin embargo, de ser uno de los causantes de la desesperación que se cernía sobre toda aquella sala , y él mismo se sentía también oprimido por un peso doloroso.
Por fin empezó la separación entre presos y visitantes: unos se dirigieron hacia la puerta de atrás, y otros, hacia la puerta de salida. Primeramente se alejaron los hombres con chaquetas de cuero: el tísico y el moreno velludo; luego María Pavlovna con el niñito nacido en la cárcel.
Llegó después el turno de los visitantes: el anciano de gafas azules se fue, con su torpe paso, y Nejludov lo siguió.