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-¿En qué celda está Menchov? -preguntó el subdirector. -En la octava a la izquierda.

-¿Y todas estas celdas están ocupadas? -preguntó Nejludov.

-Todas, menos una.

LII

Puedo mirar? -preguntó Nejludov.

Como usted quiera -respondió el subdirector con su sonrisa amable; y se puso a hablar con el guardián. Nejludov echó un vistazo a través de la mirilla de una de las celdas. Vio a un joven de elevada estatura con una barbita negra, que se paseaba de un lado a otro con paso rápido, vestido solamente con la ropa interior. Al oír ruido levantó la cabeza y la dirigió luego hacia la puerta, frunció las cejas y continuó caminando.

Nejludov se detuvo delante de otra celda. Su mirada tropezó allí, al otro lado, con la mirada inquietante de un gran ojo negro pegado contra la mirilla. Nejludov se retiró vivamente. Por una tercera abertura vio a un hombrecillo que dormía en una cama con las piernas encogidas y la cabeza tapada. En la celda siguiente, un preso de ancha cara pálida estaba sentado, la cabeza gacha y los codos descansando sobre las rodillas. Al ruido de los pasos, aquel hombre enderezó el busto y se volvió maquinalmente hacia la puerta; en todo su rostro, en sus grandes ojos sobre todo, había una expresión de aburrimiento y de desesperanza. Evidentemente, nada le importaba lo que a él se refiriese: nada bueno tenía que esperar.

La angustia se apoderó de Nejludov. Dejó de mirar por las mirillas y se dirigió sin detenerse más a la celda 21, la de Menchov.

El guardián metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Un joven musculoso, con un largo cuello, barbilla y bondadosos ojos redondos, estaba en pie, cerca de su camastro, y se apresuraba a ponerse el capote con aire de espanto. Sin detenerse, sus bondadosos ojos redondos, interrogadores e inquietos, erraban de Nejludov al subdirector y viceversa.

-Éste es un señor que quiere hacerte unas preguntas sobre tu asunto.

-Se lo agradezco.

-Sí, me han hablado de su caso -dijo Nejludov, avanzando hasta el fondo de la celda y colocándose cerca de la ventana enrejada -.Quisiera oír de su propia boca el relato de lo que ocurrió.

También Menchov se acercó a la ventana e inició sin dilación su relato. Hablaba al principio con timidez, lanzando miradas inquietas hacia el subdirector; pero, cuando éste hubo salido de la celda para ir al corredor a dar órdenes, fue animándose poco a poco y perdió toda su timidez.

Sus palabras y sus modales eran los de un mujikhonrado y sencillo; y Nejludov experimentaba una singular impresión al encontrarlo con el uniforme de preso, en una negra celda. Mientras lo escuchaba examinaba el bajo camastro con su jergón, la ventana pesadamente enrejada de hierro, las paredes sucias y húmedas, y el rostro lastimero, las formas enflaquecidas de aquel desgraciado mujik, tan desambientado con sus zapatos y su uniforme de penado , y se ponía cada vez más triste, negándose a creer en la veracidad de lo que le contaba aquel buen muchacho tanto lo horrorizaba el pensamiento de que se había podido, sin motivo, arrancar a un hombre de su vida normal, convertirlo en preso y encerrarlo en este lugar siniestro. Pero, por otro lado, experimentaba más horror aún al pensar que aquel relato verídico, hecho con semblante tan franco, pudiera ser una invención y una mentira.

El preso contaba que inmediatamente después de su casamiento, el tabernero de su pueblo le había substraído a la mujer. Había reclamado justicia en todas partes; pero en todas partes el tabernero había sobornado a las autoridades y habla salido indemne. Un día, a viva fuerza, Menchov había llevado a su mujer a casa, pero ella se había fugado al día siguiente. Entonces él había ido a reclamarla al tabernero y este le habla respondido que no estaba en casa {Menchov la había visto entrar allí) y lo había intimado a que se marchase, cosa que él no había hecho. Con la ayuda de un obrero, su rival lo había golpeado hasta hacerle sangre. Al día siguiente, un incendio se había declarado en la finca del tabernero. Habían acusado como autores a Menchov y a su madre. Pero Menchov no había prendido el fuego; aquel día estaba en casa de su compadre.

-¿Es verdad que no fue usted quien prendió el fuego?

-¡Ni siquiera se me ocurrió, barin! ¡Seguro que fue él, el bandido, quien provocó el incendio! Se dijo que acababa de asegurar sus propiedades. Y he aquí que se nos acusó a mi madre y a mí de haberlo amenazado con el incendio. Es verdad que aquel día lo injurié, al reclamarle a mi mujer: mi corazón no se contenía ya. Pero lo de prender fuego, nunca, nunca lo hice. Ni siquiera estaba allí cuando el incendio se declaró. Fue él quien lo provocó para cobrar la prima del seguro y quien nos acusó después.

-¡No es posible!

-¡Tan verdad como si hablase delante de Dios, barin! ¡Sea usted mi padre! -exclamó, queriendo inclinarse hasta el suelo, pero Nejludov se lo impidió -. ¡Tenga piedad de mí, estoy muriendo por nada!

De pronto, sus labios temblaron, y se puso a llorar. Luego se arrezagó la manga del abrigo y se enjugó los ojos con la manga de su sucia camisa.

-¿Ha acabado usted? -preguntó el subdirector.

-Sí... ¡Vamos, no se desanime usted; haremos todo lo posible! -dijo Nejludov, y salió.

Menchov se lanzó hacia la entrada, y el guardián, al cerrar la puerta, lo rechazó al interior. Pero, mientras la puerta no estuvo completamente cerrada, el pobre diablo se obstinó en seguir mirando por la rendija.

LIII

Cuando Nejludov volvió a pasar por el gran corredor, era la hora de la comida, y todas las puertas de las salas estaban abiertas. Al ver en torno de él aquella multitud de hombres, todos vestidos de largos capotes amarillo claro, de pantalones cortos y anchos, calzados con kolys, y al examinarlos con curiosidad, Nejludov experimentó un extraño sentimiento: a la vez de compasión por aquellos presos, y de asombro y de horror por los hombres que los tenían así enclaustrados, y de vergüenza por él mismo que asistía a todo aquello con una mirada plácida.

En uno de los corredores vio penetrar corriendo a un hombre en una sala, de la que salieron inmediatamente presos que se alinearon y saludaron al paso de Nejludov.

-Dé usted orden, señoría... no sé cómo llamarlo, dé usted orden para que se decida de una vez nuestra suerte.

-No soy una autoridad; no puedo hacer nada.

-¡No importa! -replicó una voz indignada -.Hable de nosotros a la autoridad. No hemos hecho nada y hace ya dos meses que sufrimos aquí.

-¿Cómo? ¿Por qué? -preguntó Nejludov.

-Sí, nos han metido en la cárcel. Hace ya dos meses que estamos aquí, y no sabemos por qué.

-Es exacto -dijo el subdirector -, pero el asunto es puramente fortuito. Todas estas gentes fueron detenidas porque tenían los salvoconductos caducados y había que enviarlos a su respectiva provincia; pero no hemos podido hacerlo porque allí se ha incendiado la cárcel. Todos los de las demás provincias han sido reexpedidos, pero nos vemos obligados a retener a éstos.

-¿Cómo, no es más que por eso? -dijo Nejludov deteniéndose a la puerta.

En grupo, unos cuarenta hombres con uniforme carcelario rodearon a Nejludov y al subdirector. Como algunos elevaban la voz al mismo tiempo, el subdirector los detuvo:

-¡Que hable uno solo!

Un campesino de unos cincuenta años, de alta estatura y de movimientos flexibles, salió de las filas. Explicó que los habían metido en la cárcel porque no tenían salvoconductos. A decir verdad, los tenían, pero habían caducado hacía unos quince días. Todos los años ocurría eso de tener pasaportes caducados y nunca les habían dicho nada; pero esta vez los habían detenido a todos y desde hacía dos meses los retenían en la cárcel como a criminales.