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-Bueno, no sé- respondió Nejludov -; he ido allí dos veces y he sacado una impresión muy penosa.

-¿Sabes una cosa? Deberías ir a ver a la condesa Passek -continuó Maslennikov mostrándose más expansivo -.Se ha dedicado por entero a esta obra. Elle fait beaucoup de bien. Gracias a ella, y, puedo confesarlo sin falsa modestia, gracias a mí, el régimen de nuestras cárceles se ha transformado por completo. En él no subsiste nada de los horrores del antiguo régimen; y los presos, ahora, se encuentran muy bien. Ya lo verás.., Pero, a propósito de Fanarin: no lo conozco personalmente; nuestras respectivas situaciones sociales nos alejan; lo que no impide que se trate realmente de un hombre detestable, Y además, en pleno tribunal, se permite decir unas cosas tales...

-Muchas gracias por tu amabilidad- dijo Nejludov recogiendo el papel.

Y, sin dejarle que acabara, se levantó para salir,

-Pero, ¿y mi mujer? ¿Es que no vas a venir a verla?

No, Preséntale mis excusas, pero hoy no tengo tiempo.

-Ella no me perdonaría que te dejase marchar —insistió Maslennikov, acompañando a su antiguo camarada hasta los peldaños de la escalera; lo hacía así con los hombres que no eran de primera importancia, sino de importancia media, y entre estos catalogaba a Nejludov -. ¡Vamos, un pequeño esfuerzo! ¡Solo un momentito!

Pero Nejludov permaneció inflexible, Y, mientras el lacayo y el portero le tendían su abrigo y su bastón y le abrían la puerta, cerca de la cual estaba apostado un agente de policía, Maslenmkov le gritó desde lo alto de la escalinata:

-¡Bueno, entonces ven el jueves sin falta! ¡Es el día en que recibe mi mujer; le anunciaré tu visita!

LI

Al abandonar a Maslennikov, Nejludov se hizo Llevar directamente a la cárcel y se dirigió hacia el apartamento del director, que ya sabía dónde estaba situado.

Como, en su primera, visita, oyó, al acercarse, las notas de un mal piano. En lugar de la rapsodia, tocaban hoy un estudio de Clementi, con el mismo exceso de vigor, la misma precisión y la misma velocidad.

La criada del parche en un ojo, quien salió a abrirle a Nejludov, le dijo que el capitán estaba en casa y lo hizo entrar en un saloncito amueblado con un diván, una mesa, tres sillas y una enorme lámpara colocada sobre una alfombra de punto de lana y velada con una pantalla de cartón rosa quemada por un lado. Un instante después, con su aire cansado y lastimero entró el director.

-Por favor, ¿en qué puedo servirle? -preguntó, abrochándose el botón de en medio de su uniforme.

-He ido a ver al vicegobernador y me ha dado esta autorización -respondió Nejludov tendiendo el papel-. Querría ver a Maslova.

-¿Markova? -preguntó el director, que había oído mal a causa de la música.

- Maslova.

-¡Claro, claro!

El director se levantó y avanzó hacia la puerta que dejaba pasar las oleadas de Clementi.

-¡Marussia, para por lo menos un minuto! -dijo con un tono que daba a entender claramente que aquella música era la cruz de su vida -.¡No se entiende nada!

El piano calló, unas sillas fueron movidas con un arrebato de malhumor, y alguien entreabrió la puerta.

Aliviado sin duda por el cese de la música, el director sacó de su estuche un gran puro y le ofreció otro a Nejludov, quien rehusó.

-Bueno, quisiera ver a Maslova.

Muy bien, es posible. ¿Qué vienes a hacer aquí? -preguntó luego el director a una niña de cinco o seis años que se había deslizado en el salón y que, sin dejar de mirar a Nejludov, se dirigía hacia su padre-. ¡Ten cuidado, vas a caerte! continuó con una sonrisa, al ver que la pequeña sin mirar lo que tenía delante, se enredaba en la alfombra.

-Bueno, si es posible, voy a ir ahora mismo -insistió Nejludov.

-Lo que pasa, desgraciadamente, es que convendría que no viese usted hoy a Maslova.

-¿Por qué?

-La culpa es de usted mismo -respondió el director con una ligera sonrisa -.Créame, príncipe, no le entregue más dinero directamente. O bien démelo a mí; se lo administraremos. Ayer, sin duda, usted le dio dinero, y ella se agenció aguardiente: éste es un mal que no extirparemos nunca, y hoy está completamente borracha y ha armado un gran escándalo.

.-¿Es cierto eso?

-¡Desde luego! Yo mismo he tenido que adoptar medidas severas: la han trasladado a otra sala. Por lo demás, corrientemente es una detenida tranquila; pero, se lo ruego, no le entregue ya nunca dinero en mano. ¡Si conociera usted como yo a esta clase de gente!

Nejludov se acordó de la escena de la víspera y toda su angustia le volvió de nuevo.

¿Y a Bogodujovskaia, de la sección política, podría verla? -preguntó, después de un silencio.

-A ésa, sí.

El director apartó dulcemente a su hijita, que continuaba mirando con fijeza a Nejludov, y acompañó a éste a la antecámara.

Aún no había terminado Nejludov de ponerse el abrigo que le había traído la criada, cuando los borbotones de Clementi secamente ritmados, resonaron de nuevo.

-Estaba en el conservatorio, pero todo va manga por hombro. Y ella tiene disposiciones- dijo el director mientras bajaban la escalera -.Querría tocar en conciertos.

El director, acompañado de Nejludov, se dirigió a la cárcel. Al acercarse, la puertecita se abrió en seguida y los guardianes, saludando militarmente, los siguieron con los ojos. En el corredor, cuatro forzados que llevaban cubos se cruzaron con ellos; se escabulleron al divisar al director. Especialmente uno de ellos bajó la cabeza, adoptó un aire adusto y sus ojos relampaguearon.

-Naturalmente, hay que alentar el talento y no se tiene derecho alguno a ponerle trabas; pero, mire usted, en un apartamento pequeño como el nuestro, ese piano que no se para nunca es a menudo penoso -continuó el director, sin prestar la menor atención a sus presos.

Y, arrastrando sus cansadas piernas, condujo a Nejludov hasta el gran locutorio.

-¿A quién me dijo usted que quería ver? -preguntó.

-A Bogodujovskaia.

-Está en la torre. Tendrá usted que esperar un poco.

-¿No podría, mientras tanto, ver a los presos Menchov, madre e hijo, acusados de incendiarios?

-Él está en la celda veintiuno. Sí, se le puede llamar.

-¿No puedo ver a Menchov en su celda?

-Pero estará usted más cómodo en el locutorio.

-No, eso me interesará.

-Le advierto que no hay nada de interesante.

En aquel momento, el atildado subdirector entró en la sala. -Lleve al príncipe a la celda de Menchov, la celda veintiuno -le dijo su jefe -. Luego volverá usted a traerlo a la oficina. Mientras tanto, diré que llamen... Perdón, ¿cómo dice usted que se llama ella?

-Vera Bogodujovskaia- respondió Nejludov.

El subdirector era un joven oficial rubio, de bigotes en punta, que esparcía en torno de él un perfume de agua de Colonia.

-¿Quiere usted tener la bondad de seguirme? -dijo a Nejludov con una amable sonrisa -.¿Es que le interesa nuestro establecimiento?

-Sí, pero ese hombre me interesa aún más porque, como me han dicho, es inocente del crimen que se le imputa.

El subdirector se encogió de hombros.

-Puede ser -dijo con placidez, después de haberse detenido cortésmente para dejar que Nejludov entrase primero en un amplio corredor de una hediondez nauseabunda-. Pero con mucha frecuencia mienten... Pase, se lo ruego.

Las puertas de las celdas estaban abiertas, y varios presos se encontraban en el corredor. Respondiendo apenas al saludo de los guardianes y mirando con el rabillo del ojo a los presos que se aconchaban contra la pared, se escabullían en sus celdas, o bien, en una rígida actitud militar, seguían con los ojos a la autoridad, el subdirector franqueó, con Nejludov, un gran pasillo y luego otro, a la izquierda, cerrado por una puerta de hierro y más sombrío y más infecto aún. A ambos lados había puertas cerradas con llave y atravesadas por pequeñas mirillas de medio dedo de diámetro. Nadie se encontraba en este segundo corredor, excepto un viejo guardián de cara triste y arrugada.