-Por crueles que sean tus palabras -murmuró Nejludov con un temblor -, no son nada en comparación con lo que yo mismo siento. ¡No puedes figurarte hasta qué punto tengo conciencia de mi falta para contigo!
-¡Conciencia de tu falta! -replicó ella con una risa malvada -.¡Nada de conciencia tenías cuando me pusiste en la mano los cien rublos! ¡Eso era lo que yo valía para ti!
-Lo sé, lo sé; pero, ¿qué hacer ahora? Me he hecho el juramento de no abandonarte. Lo he dicho y lo haré.
-¡Y yo te digo por mi parte que no lo harás! -exclamó ella con una grosera risotada.
-¡Katucha! -dijo Nejludov, tratando de agarrarle una mano.
-¡No me toques! ¡Yo soy una presa; tú, un príncipe! ¡No tienes nada que hacer aquí! -gritó, loca de cólera, retirando la mano-. ¡Vete de aquí! -continuó ella, oprimida con todo lo que volvía a subirle al corazón -.¡Te detesto! ¡Para ti he sido un objeto de placer y ahora quieres, gracias a mí, ganar tu salvación en el otro mundo! ¡De ti me repugna todo, lo mismo tu monóculo que toda tu sucia cara grasienta! ¡Vete de aquí!
Y con un movimiento enérgico, se puso en pie.
El vigilante se acercó a ella.
-¿Qué es eso de armar escándalo? ¡No puede permitirse...!
-Déjela, se lo ruego- dijo Nejludov.
-No debe comportarse de esta forma- respondió el vigilante.
-Se lo ruego, espere todavía unos minutos.
El guardián se alejó y volvió a colocarse junto a la ventana. Maslova se sentó de nuevo, bajó los ojos y se puso a jugar febrilmente con los entrecruzados dedos de sus menudas manos.
Cerca de ella, en pie, se mantenía Nejludov, quien no sabía qué hacer.
-¿No me crees? -preguntó.
-¿Que usted quiere casarse conmigo? ¡Eso no será nunca! ¡Antes preferiría ahorcarme! ¡Sépalo de una vez!
-No importa, no por eso dejaré de seguirte sirviendo.
-Eso es cuenta suya. Pero no tengo necesidad alguna de usted. Se lo digo como lo pienso. ¿Por qué no me quedé muerta en aquel tiempo? -añadió.
Y estalló en lastimeros sollozos.
Nejludov quiso hablarle, pero no pudo: también a él lo vencieron las lágrimas.
Un instante después, ella alzó los ojos, dirigió hacia él como una mirada de asombro y se puso a secarse con su pañuelo las lágrimas que le corrían por las mejillas.
El vigilante se acercó de nuevo y recordó que había llegado el momento de volver a conducirla.
Maslova se puso en pie.
-Hoy está usted muy agitada. Mañana volveré, si es posible. Y mientras tanto, le ruego que reflexione -dijo Nejludov.
Ella no respondió una sola palabra y, sin mirarlo, salió con el vigilante
-¡Bueno, hermosa mía -dijo Korableva a Maslova cuando ésta volvió a entrar en la sala -, ahora te van a sacar de apuros! Por lo visto está loco por ti. No pierdas el tiempo durante sus visitas. Él sabrá hacerte salir de aquí. La gente rica lo consigue todo.
-¡Qué verdad es ésa! -dijo la guardabarrera con su voz cantarina -. El pobre ni siquiera encuentra una noche para casarse. Todo ocurre como lo desea el hombre rico. Había uno entre nosotros, querida mía...
-¿Le has hablado de mi asunto? -preguntó la viejecilla. Pero, sin responder a nadie, Maslova se tendió en su cama y, con los ojos clavados en el vacío, permaneció acostada hasta el anochecer. Una dolorosa reacción se operaba en ella. Las palabras de Nejludov la transportaron de nuevo a ese mundo donde había sufrido, del que se había escapado y que empezó a odiar sin darse cuenta. Ahora, este olvido en el que vivió se había disipado; pero, a su vez, el claro recuerdo del pasado le resultaba penoso. A la caída de la noche, compró de nuevo aguardiente y lo bebió con sus compañeras.
XLIX
Así estamos!», pensaba Nejludov al salir de la cárcel. Solamente ahora, y por primera vez, comprendía la extensión de su falta. Si no hubiese intentado redimirla, repararla, jamás se habría dado cuenta de toda la profundidad de la misma. Y jamás Katucha tampoco habría sentido la inmensidad del mal que él le había causado. Y desde aquellos tiempos, solamente ahora salía a la luz del día todo aquello, en todo su horror. Y solamente ahora se daba cuenta del enorme daño causado por él en el alma de aquella mujer, cuando ella misma vio y comprendió lo que él había hecho de ella.
Hasta entonces él se había complacido en enternecerse de sí mismo, y su expiación le había parecido un juego; pero ahora experimentaba un verdadero espanto. En lo sucesivo le era ya imposible abandonar a aquella mujer e igualmente imposible imaginarse lo que podría resultar de sus relaciones con ella.
Ante la puerta de la cárcel vio que se le acercaba un vigilante todo cubierto de cruces y de medallas, un hombre de cara astuta y desagradable, que le deslizó con misterio un papel en la mano.
-Esto, para vuecencia -murmuró -.Es una carta de cierta persona...
-¿Qué persona?
-Tómese usted la molestia de leerla; ya lo verá. Una presa política. Yo soy guardián de esa sección. Pues bien, ella me suplicó... está prohibido, pero por humanidad... -añadió el vigilante con tono hipócrita.
Un poco sorprendido al ver a uno de los guardianes de los presos políticos encargarse de semejante recado, en la cárcel misma, casi a la vista de todos (él no sabía entonces que ese vigilante era al mismo tiempo un espía), Nejludov cogió el papel y lo leyó una vez que estuvo fuera. A lápiz, a toda prisa, habían escrito allí las líneas siguientes:
«Habiéndome enterado de que viene usted a la cárcel y que se interesa por una detenida de la sección criminal, desearía vivamente hablar con usted. Solicite la autorización para verme: se la concederán. Le diré muchas cosas importantes, tanto para su protegida como para nuestro grupo. Su agradecida, Vera Bogodujovskaia.».
Vera Bogodujovskaia era maestra en un pueblo de la provincia de Novgorod en una época en que Nejludov fue allí con unos amigos para una cacería de osos. Ella le había pedido al príncipe que le diese dinero para poder abandonar la escuela e ir a estudiar a la universidad. Nejludov le dio la suma que ella deseaba, y, después, la olvidó totalmente. He aquí que ahora ella se le reaparecía en forma de una detenida política que, en la cárcel, habiéndose sin duda enterado de su historia, le proponía sus servicios.
¡Cuán fácil y simple era, pues, todo! ¡Y cómo, ahora, todo resultaba penoso y complicado! Nejludov tuvo un verdadero alivio al recordar el día en que había conocido a Vera Bogodujovskaia.
Era la víspera del carnaval, en un pueblo perdido a sesenta verstas del ferrocarril. La cacería había sido muy afortunada. Habían matado dos osos, cenado copiosamente y, en el momento de marcharse, el posadero había entrado a decir que la hija del diácono quería ver al príncipe Nejludov.
-¿Es bonita? -preguntó uno de los cazadores. -¡Vamos, dejaos de bromas! -respondió Nejludov. Luego se levantó de la mesa, se enjuagó la boca y salió, no imaginando qué podría querer de él una hija de diácono.
En la habitación contigua, vestida con una ligera pelliza y tocada con un gorro de fieltro, había una muchacha musculosa, de rostro delgado y feo en el que únicamente los ojos tenían alguna belleza.
-Aquí está el príncipe, Vera Efremovna. Háblele usted; yo les dejo -dijo el posadero.
-¿En qué puedo servirla? -preguntó Nejludov.
-Yo.. , yo... Mire, usted es rico, usted tira su dinero a tontas y a locas, cazando. Lo sé -contestó la muchacha con mucho embarazo -.y yo, por mi parte, no deseo más que una cosa: hacerme útil a los demás. Y no puedo nada porque no sé nada.
Sus ojos eran buenos y francos; su rostro expresaba a la vez tanta resolución y timidez, que Nejludov, como le ocurría con frecuencia, se hizo cargo inmediatamente del asunto, la comprendió y sintió lástima de ella.
-Bueno, ¿qué puedo hacer por usted?
-Soy maestra; quisiera ir a la universidad, y no me dejan ir. Bueno, no es que no me dejen, es que me hacen falta medios. Déme un poco de dinero. Se lo devolveré cuando haya acabado mis estudios. Yo me digo: «Las gentes ricas matan osos, emborrachan a los mujiks, y todo eso está mal; ¿por qué no harían también un poco de bien?» No necesito más que ochenta rublos. Y si usted no quiere, peor para mí -concluyó ella con buen humor.