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Pero este último señaló con los ojos a Nejludov; Petrov se calló, frunció las cejas y salió por otra puerta.

«¿Quién se acordará? ¿Por qué tienen un aire tan embarazado? ¿Y por qué el sargento primero le ha hecho una señal?», se preguntaba Nejludov.

-No se espera aquí. Haga usted el favor de dirigirse a la oficina -le dijo el suboficial.

Nejludov se disponía a salir cuando el director de la cárcel entró por la misma puerta que los demás. Parecía más embarazado aún que sus subordinados y no dejaba de suspirar. Al distinguir a Nejludov, dijo al vigilante:

-Fedotov, es por Maslova, de la quinta sala... ¡A la oficina! -y dirigiéndose a Nejludov, dijo -: Haga usted el favor de pasar.

Subieron por una empinada escalera a una habitacioncita alumbrada por una sola ventana y amueblada con una mesa y algunas sillas.

El director se sentó.

-¡Qué profesión tan dura! ¡Qué profesión tan dura!-dijo, suspirando y sacando de su estuche un gran puro.

-Parece usted fatigado, ¿no? —preguntó Nejludov.

-Estoy cansado de todo mi servicio. Verdaderamente, las obligaciones son demasiado duras. Uno querría aliviar la suerte de estos desgraciados, y todo lo que se hace por ellos desemboca en algo peor. Si, por lo menos, encontrase un medio de irme de aquí. ¡Duro, duro oficio!

Nejludov ignoraba el porqué de la penosa tarea del director; sin embargo, aunque no lo conociera, creyó percibir en él aquel día un sufrimiento excepcional, un ánimo particularmente triste y desalentado que lo movía a compasión.

-Sí, creo desde luego que su profesión es dura -le dijo -. Pero, ¿por qué no renuncia usted a este puesto?

-La falta de medios, la familia...

-Pero, puesto que esto le resulta penoso...

-Sin embargo, puedo decirle que, en la medida de mis fuerzas, hago todo lo que está en mi mano para suavizar la suerte de los presos; otro cualquiera, en mi lugar, los trataría de un modo muy distinto. ¿Cree usted que sea una insignificancia gobernar a cerca de dos mil individuos de esta especie? Hay que saberlos llevar. Son seres humanos; es imposible no tenerles lastima. Pero si se les mima, todo está perdido.

Luego se puso a contar una aventura reciente: una riña entre dos presos, seguida por la muerte de uno de ellos.

La entrada de Maslova, precedida de un vigilante interrumpió el relato.

Nejludov la vio desde el umbral, incluso antes de que ella se hubiese dado cuenta de la presencia del director. Traía el rostro rojo e inflamado. Caminaba con paso suelto detrás del vigilante, sonriendo y sacudiendo la cabeza. Al ver al director se detuvo un instante ante él, con aire asustado; pero en seguida se volvió alegremente hacia Nejludov:

-¡Buenos días! -le dijo toda risueña, estrechándole con fuerza la mano que simplemente había rozado la otra vez.

Le he traído su instancia de casación, para que la firme -le dijo Nejludov, sorprendido al verla tan exuberante -.La ha redactado el abogado; no tiene usted más que firmarla y la enviaremos a Petersburgo.

-Muy bien, la firmaré. Es fácil- dijo ella sonriendo y guiñando un ojo.

Nejludov sacó el papel de un bolsillo y se acercó a la mesa.

-.¿Puede firmarse esto aquí? -preguntó al director.

-¡Vamos, siéntate allí! -dijo éste a Maslova-. Toma una pluma. ¿Sabes escribir?

-En tiempos sabía- respondió ella con una sonrisa.

Luego, después de haberse recogido la falda y arrezagado una manga de su camisola, se sentó ante la mesa, empuñó torpemente la pluma con su enérgica manecita y miró a Nejludov con una sonrisa interrogativa.

Él le indicó dónde debía poner la firma.

Cuidadosamente, ella mojó y sacudió la pluma y escribió su nombre.

¿Es esto todo? -le preguntó, cuando hubo acabado, mirando alternativamente a Nejludov y al director y poniendo la pluma ora sobre el tintero, ora sobre los papeles.

-Tengo todavía algo que decirle -le respondió él, quitándole la pluma de la mano.

-Pues bien, dígalo.

Al mismo tiempo el rostro volvió a ponérsele serio, como si le hubiese pasado un pensamiento por el espíritu o la hubiese invadido una somnolencia.

El director se levantó y salió , y Nejludov se quedó a solas con Maslova.

XLVIII

El vigilante que había conducido a Maslova se sentó algo apartado junto al alféizar de la ventana.

Por fin llegó el minuto decisivo para Nejludov. No había dejado de reprocharse el hecho de no haberse atrevido, en su primera entrevista con Maslova, a decirle lo principal: su intención de casarse con ella. Esta vez se lo diría todo, pasase lo que pasase.

Ella se había sentado a un lado de la mesa; Nejludov se sentó al otro lado, frente a ella. La habitación donde se encontraban era clara, y Nejludov pudo, de cerca y por primera vez, examinar a Maslova: vio las arrugas alrededor de los ojos y de la boca y la hinchazón de los párpados. Y su lástima por ella aumentó aún más.

Colocándose delante de la mesa de manera que no pudiera oírlo el vigilante, un hombre de tipo judío y de patillas grises, Nejludov se inclinó hacia Maslova y le dijo:

-Si la solicitud de casación no es admitida, dirigiremos un recurso de gracia al emperador. Haremos todo lo que sea posible.

-¡Si hubiese usted podido hacer todo esto antes! Me habría buscado un buen abogado. Mi defensor era un completo imbécil y no se ocupaba más que en hacerme cumplidos- añadió ella, echándose a reír -.¡Ah, si hubiese sabido que usted me conocía, la cosa habría ido de otra manera! Pero sin eso... Pues bien, se han dicho ellos, no es más que una ladrona.

«¡Qué rara está hoy!», pensó Nejludov. Iba, sin embargo, a abordar la gran cuestión cuando ella tomó de nuevo la palabra.

-Por mi parte, tengo algo que decirle. Hay en nuestra cárcel una viejecita que deja maravillado a todo el mundo. Una viejecita tan buena, que no encontraría usted a nadie igual , y he aquí que, Dios sabe por qué, la han condenado con su hijo; y todo el mundo sabe que son inocentes, aunque los hayan acusado de haber prendido fuego. Entonces -continuó Maslova remilgadamente -, al enterarse de que yo lo conocía a usted, ella me dijo: «Dile que haga venir a mi hijo y que él se lo explicará todo.» El apellido es Menchov. Lo hará usted, ¿verdad? ¡Si usted supiese, una viejecita tan excelente...! En seguida se comprende que no es culpable. ¿No es verdad, mi buen amigo, que se ocupará usted de eso? -dijo ella, ora mirándolo, ora bajando los ojos con una sonrisa familiar.

-Naturalmente, me cuidaré de eso, me informaré- replicó Nejludov, a quien aquella expansión asombraba cada vez más -.Pero de lo que quiero hablarle es de un asunto personal. ¿Se acuerda usted de lo que le dije el otro día?

-¡Me dijo usted tantas cosas el otro día! ¿Qué me dijo? -preguntó ella, sin dejar de sonreírle y de volver la cabeza a uno y otro lado.

-Le dije que había venido a rogarle que me perdonase.

-¿Cómo, perdonar? ¡Siempre perdonar! Es inútil... Haría usted mejor...

-Tengo que decirle además -prosiguió Nejludov -que quiero reparar mi falta, no con palabras, sino con actos... ¡Estoy resuelto a casarme con usted.

A estas palabras, de pronto, el rostro de Maslova expresó espanto. Sus ojos dejaron de bizquear para clavarse con severidad sobre los de Nejludov.

-¿Y para qué hacerlo? -replicó ella con tono maligno.

-Ante Dios, tengo el sentimiento de que debo hacerlo así.

-¿Qué Dios se ha sacado usted de la manga? ¿Dios? ¿Qué Dios? Habría hecho mejor pensando en Dios antes, el día en que...

Se detuvo, con la boca abierta.

Por primera vez, Nejludov olió entonces el fuerte olor de aguardiente que exhalaba su aliento y comprendió la causa de su excitación.

-Cálmese usted- dijo.

-¡No tengo necesidad de calmarme! ¿Crees que estoy borracha? ¡Pues sí, estoy borracha, pero sé lo que me digo! -replicó ella de un tirón, y la sangre le subió al rostro -. ¡Soy una presa, una cualquiera, y tú eres un señor, un príncipe! ¡No tienes que liarte conmigo! ¡Ve a reunirte con tus princesas! ¡Por lo que a mí se refiere, mi precio es un billete rojo!