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Esta concepción reposaba sobre la idea de que la mayor felicidad de los hombres (todos sin excepción, viejos y jóvenes, colegiales y generales, sabios y analfabetos) consiste en la posesión carnal de la mujer. Maslova se creía segura de que, a despecho de todos los demás pensamientos que decían tener en la cabeza, todos los hombres no tenían otro pensamiento que aquél.

Y sabiéndose una mujer agradable, apta para satisfacer o no, a voluntad, este deseo de los hombres, se estimaba en consecuencia infinitamente importante y necesaria. Toda su vida pasada, como su vida actual, no hacían más que confirmar la justeza de esta concepción.

En todas partes, desde hacía diez años (empezando por Nejludov, pasando por el viejo comisario de policía rural, para terminar en los guardianes de la cárcel), había visto a todos los hombres penetrados del deseo de poseerla. Quizás hubo en su camino algunos que no tuvieron aquel deseo, pero a ésos nunca se había parado a mirarlos. Así, pues, el mundo entero se le aparecía como una reunión de hombres llenos de lujuria, infatigables en desearla y que se esforzaban en poseerla por todos los medios posibles: seducción, violencia, astucia o dinero.

Así era como Maslova comprendía la vida, lo que le permitía creer en la importancia de su posición. Se había adherido tanto más a aquella concepción cuanto que al perderla habría perdido al mismo tiempo la importancia que ella se atribuía , y para no perderla se aferraba instintivamente al círculo de personas que comprendían la vida de la misma manera. Presintiendo que Nejludov quería atraerla a otro ambiente, ella se resistía, previendo que allí perdería aquella posición en la vida que le daba la seguridad y la estima de sí misma. De ahí provenía también el cuidado con que procuraba ahogar en su corazón los recuerdos de su primera juventud, ya que aquellos recuerdos de sus primeras relaciones con Nejludov no concordaban con su concepción presente de la vida; sin duda, no había conseguido apagarlos por completo, pero los había relegado a lo más profundo de su corazón; los había borrado emparedados, como las abejas taponan la entrada de los nidos de ciertos gusanos que podrían, ellas lo saben, destruir sus colmenas , y por eso, al volver a ver a Nejludov, se había negado a considerar en él al adolescente al que amó en otros tiempos con un amor cándido y casto, y no había querido ver en él más que a un señor rico, con el que tenía el derecho y el deber de aprovecharse, manteniendo con él relaciones del mismo género que con los demás hombres de su «clientela».

«No, hoy no he podido decirle lo principal- pensaba Nejludov, abandonando el locutorio con la muchedumbre de los visitantes-.No le he dicho que me casaré con ella. Pero la próxima vez se lo diré..»

En la sala grande, los guardianes contaban de nuevo a los que pasaban, para que no saliese ningún preso y para que ningún visitante se quedase en la cárcel , y de nuevo Nejludov fue zarandeado y tocado en el hombro: no pensó en ofenderse por ello, ni siquiera en darse por enterado.

XLV

La resolución de Nejludov era cambiar su forma material de vivir, alquilar su apartamento, despedir a su servidumbre e irse a vivir al hotel.

Pero Agrafena Petrovna le demostró que no había para él ninguna razón plausible de cambiar su vida antes del invierno, porque en verano nadie querría alquilar el apartamento y, hasta entonces, hacía falta vivir y depositar los muebles en alguna parte. Así, todos los esfuerzos de Nejludov por modificar su vida exterior {habría querido vivir como simple estudiante} no desembocaban en nada. Y no solamente en su casa continuó todo como en el pasado, sino que se pusieron a descolgar, a inventariar, quitar el polvo de la ropa de lana y de las pieles, trabajo al que se dedicaron el portero y su ayudante, la cocinera y Kornei, el criado. Nejludov vio retirar de los guardarropas y colgar de cuerdas una gran cantidad de trajes, de uniformes, de viejas pieles de las que en lo sucesivo nadie podría hacer uso; vio descolgar tapices y transportar muebles de una habitación a otra; asistió a una multitud de limpiezas y tuvo que soportar el olor a naftalina esparcido por todas las habitaciones. Al pasar por el patio y mirar por las ventanas se asombró al descubrir la enorme cantidad de cosas inútiles que había guardado en su apartamento. «Su única razón de ser y su destino -pensaba él- no pueden ser otros, sin duda, que permitir a Agrafena Petrovna, a Kornei, al portero y a su ayudante, y a la cocinera, matar el tiempo. En realidad- seguía diciéndose a sí mismo -, no puedo cambiar mi tren de vida mientras no se decida la suerte de Maslova. Todo depende de lo que hagan con ella: devolverle la libertad o enviarla a Siberia. En este último caso, iré con ella.»

El día convenido, Nejludov fue a casa del abogado Fanarin. Éste vivía en una casa grande y suntuosa, adornada con plantas raras, con espléndidas cortinas en las ventanas y un mobiliario impresionante, demostrando así el dinero ganado sin molestia y locamente disipado, como se ve en los advenedizos que se enriquecen demasiado rápidamente. En la sala de espera, Nejludov encontró, como en casa de un médico, a clientes que aguardaban su turno y que, melancólicamente sentados alrededor de las mesas, buscaban algún consuelo en la lectura: de revistas. Pero el pasante del abogado, instalado al fondo del salón delante de un majestuoso pupitre, reconoció inmediatamente a Nejludov, avanzó hacia él y le dijo que iba a advertir al «patrón» que había llegado.

En el mismo instante se abrió la puerta del despacho de Fanarin y se vio salir de él al propio abogado, hablando con mucha animación con un hombre joven, rechoncho, de rostro rubicundo y grandes bigotes, vestido con un traje completamente nuevo. Por la expresión particular de las caras de los dos se adivinaba que acababan de concertar un espléndido negocio, no muy limpio, pero totalmente provechoso.

-¡Es culpa suya, padrecito! -decía sonriendo Fanarin. -Yo bien quisiera ir al paraíso, pero mis pecados me lo impiden.

-¡Está bien, está bien! ¡Ya sabemos lo que pasa!

Y los dos se echaron a reír con afectación.

-¡Ah, príncipe, tómese la molestia de entrar! -dijo Fanarin al distinguir a Nejludov; y, después de un rápido y último saludo al comerciante que se retiraba, introdujo a Nejludov en su despacho, severamente amueblado.

-Se lo ruego, fume a su gusto -continuó, sentándose frente a Nejludov y disimulando la alegría que seguía sintiendo por su excelente negocio.

-Gracias -respondió Nejludov -. He venido por ese asunto de Maslova...

-Sí, sí, perfectamente. ¡Qué canallas estos grandes burgueses! ¿Ha visto usted el que salía de aquí? ¡Figúrese que tiene doce millones de capital! ¡Y, si puede birlarle a uno un billete de veinticinco rublos, lo arrancará si es preciso con los dientes!

Nejludov sintió una involuntaria repulsión hacia aquel hombre que, con sus modales caballerescos, parecía querer recordarle que él era de la misma formación que el príncipe y que no tenía nada de común con su anterior visitante.

-Excúseme usted, pero ese canalla me ataca los nervios. Tenía necesidad de desahogarme un poco -continuó, como para excusar su digresión-.Y ahora, veamos nuestro asunto. He estudiado cuidadosamente los autos y «no he aprobado su contenido», como dice un personaje de Turgueniev. Ese maldito abogaducho se ha comportado horrendamente. Ha dejado escapar todos los motivos de casación.

-En ese caso, ¿qué dice usted?

-Espere un momento. Dígale -declaró a su pasante, que acababa de entrar -, dígale que tendrá que ser como yo he dicho. Si tiene los medios, de acuerdo. Si no, todo es inútil.

-Pero es que él insiste en que no puede aceptar.

-Entonces, todo es inútil- repitió Fanarin; y de alegre y amable que era, su rostro se puso, de pronto, taciturno y malévolo.