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La atención de Nejludov fue atraída por la alta y delgada figura de una gitana cuyos rizados cabellos se escapaban de un pañolón; cerca de la columna del enrejado, por la parte de las presas, ella explicaba algo con voz chillona y gesticulando con viveza a un visitante de traje azul ceñido por un cinturón, un gitano también, en pie al otro lado. Cerca del gitano, un soldado, sentado en el suelo, hablaba con una presa. Luego, asido al enrejado, un mujikbajito calzado con almadreñas de corteza, de barba rubia y rostro todo rojo, no hacía ningún esfuerzo por reprimir sus lágrimas. Escuchaba lo que le decía frente a él una presa rubia y bonita que, mientras le hablaba, lo miraba tiernamente con sus azules ojos. Eran Fedosia y su marido. Cerca de ellos había un hombre harapiento que hablaba con una mujer de pómulos salientes y de rala cabellera; luego, dos mujeres, un hombre y de nuevo una mujer; y, frente a cada visitante, una presa.

Maslova no se dejaba ver. Pero, oculta detrás de la primera fila, estaba en pie una mujer; y Nejludov, adivinando que era ella, sintió redoblar los latidos de su corazón y que se le paraba el aliento.

Se iba acercando el momento decisivo.

Se aproximó al enrejado; penosamente logró hacerse un sitio y clavó su mirada en Maslova. Colocada detrás de Fedosia, ella parecía escuchar sonriendo la conversación de ésta con su marido. En lugar del capotón gris de la antevíspera, llevaba, ceñida al talle por un cinturón, una camisola blanca que se le abombaba por el pecho. De su pañolón se escapaban los bucles de sus cabellos negros.

«Vamos, el momento se acerca- pensó Nejludov-. Pero, ¿cómo llamarla? ¿No se le ocurrirá acudir a ella?»

Pero ella no venía. Esperaba la visita de Berta y no podía sospechar que aquel hombre estuviese allí por ella.

-¿A quién desea usted ver? -preguntó la vigilanta a Nejludov, parándose delante de él.

-A Catalina Maslova -respondió Nejludov, hablando con esfuerzo.

-¡Eh, tú, Maslova- gritó la vigilanta -, gente que viene a verte!

Maslova se volvió, levantó la cabeza, sacó el pecho, con aquella expresión de apresuramiento que Nejludov le había conocido antaño, y, deslizándose entre dos presas, se acercó al enrejado. Se puso a mirar a Nejludov con una mezcla de asombro y de interrogación, sin reconocerlo. Pero muy pronto, por su porte, reconoció a un hombre rico y le sonrió.

-¿Ha venido usted por mí? -preguntó, pegando al enrejado sus ojos risueños, bizqueando un poco.

-Sí, he querido...

Se detuvo, no sabiendo si debía hablarle de «usted» o de «tú». Se decidió por el «usted».

-He querido verla... Yo...

-¡No me hagas faenas! -gritaba, cerca de él, un visitante harapiento -.¿La cogiste o no?

-¡Te digo que se muere! -gritaban del otro lado.

Maslova no pudo entender nada de las palabras de Nejludov. Pero por la expresión del rostro de éste, mientras hablaba, creyó reconocerlo. Pero todavía dudaba. Se borró la sonrisa de sus labios, y un pliegue de sufrimiento le surcó la frente.

-No se oye lo que usted dice -gritó ella, entornando los párpados para ver mejor, y la frente cada vez más arrugada.

-He venido...

«Sí, cumplo mi deber, expío», pensaba Nejludov.

Ante este pensamiento, las lágrimas le llenaron los ojos y la garganta, y, aferrándose con los dedos al enrejado, se calló. Sentía que a la primera palabra estallaría en sollozos.

Al lado de él gritaban:

-Yo me dije: ¿por qué ibas adonde no debías ir?

-¡Tan verdad como que Dios me oye que no sé nada de eso! -respondió una presa al otro lado.

La emoción había impreso en el rostro de Nejludov una expresión que Maslova reconoció inmediatamente.

-No estoy muy segura de reconocerlo -creyó ella, sin embargo, que era su deber decir, sin mirarlo.

Y las mejillas se le empurpuraron; su rostro se ensombreció aún más.

-He venido a pedirte perdón- dijo entonces Nejludov, con la voz más alta que pudo, monótonamente, como una lección aprendida.

Tras decir a gritos estas palabras, se llenó de vergüenza y miró en torno de él. Pero juzgó que esa vergüenza era saludable y que su deber consistía en exponerse a ella. Con todas sus fuerzas gritó:

-¡Perdóname! ¡Tengo una gran culpa para con...! Inmóvil, ella no dejaba de mirarlo con sus bizqueadores ojos.

Él no tuvo fuerzas para acabar su frase y, haciendo un esfuerzo para reprimir los sollozos que le sacudían el pecho, se alejó del enrejado.

El subdirector, evidentemente interesado por aquel visitante, se había dirigido al locutorio donde estaba Nejludov. Al verlo apartarse del enrejado, le preguntó por qué interrumpía su conversación con la mujer que había venido a ver. Nejludov se sonó, se esforzó en dominarse y respondió:

-Es imposible entenderse a través de ese enrejado.

El subdirector reflexionó un instante.

-Bueno -dijo -, se podría hacer venir aquí a la detenida algunos momentos. ¡María Karlovna! -gritó a la vigilanta -, haga venir aquí a Maslova.

XLIII

Pronto por una puerta lateral, entró Maslova. Acercándose suavemente a Nejludov, se detuvo y lo miró de arriba abajo. Como la antevíspera, sus negros cabellos se escapaban en bucles del pañolón. Su rostro enfermizo, abotagado, exangüe, sin embargo siempre agradable de ver, respiraba calma; sólo los negros ojos bajo los párpados hinchados resplandecían con un brillo particular.

-Pueden ustedes hablar aquí -dijo el subdirector, alejándose.

Nejludov estaba sentado en un banco pegado al muro. Maslova miró primeramente al subdirector con aire interrogativo. Cuando éste se hubo apartado, ella tuvo un encogimiento de hombros que denotaba su sorpresa y, decidiéndose a acercarse a Nejludov, se levantó la falda y se sentó junto a él sobre el banco.

-Le será a usted difícil perdonarme, lo sé- empezó a decir Nejludov. Se detuvo, sintiendo que de nuevo las lágrimas le subían a los ojos; luego continuó -: Pero si no está en mis manos reparar el pasado, a lo menos estoy resuelto a hacer todo lo que pueda. Dígame usted...

-¿Cómo se las ha arreglado usted para encontrarme? -preguntó ella eludiendo su pregunta , y ora su mirada se clavaba en él, ora la apartaba hacia el suelo.

«¡Dios mío, ayúdame! ¡Enséñame lo que debo hacer!», se decía a sí mismo Nejludov, consternado por el cambio sobrevenido en el rostro ahora tan enfermizo de la joven.

Fue anteayer- dijo él-; yo era jurado cuando la juzgaron en la Audiencia... ¿No me reconoció usted?

No, en absoluto. No era momento de reconocer a nadie.

-Así, pues, ¿hubo un niño? -preguntó Nejludov, sintiéndose enrojecer.

Murió inmediatamente, a Dios gracias -respondió Maslova con voz seca y maligna, apartando los ojos.

-¿Y de qué? ¿y cómo?

-Yo misma me encontraba enferma y estuve a punto de morir -prosiguió ella sin levantar los ojos.

-¿Cómo fue que mis tías la despidieron?

-¿Es que se conserva a una criada con un niño? En cuanto me vieron encinta, me despidieron... Pero, ¿de qué sirve hablar de todo eso? Ya no me acuerdo de nada, lo he olvidado todo. Está bien acabado.

-¡No, no está acabado! ¡No sabría resolverme a eso! ¡Quiero al menos redimir mi falta!

-No hay nada que redimir: lo que se hizo, hecho está, y todo eso pasó -insistió ella.

Y, con gran sorpresa por parte de él, Katucha lo miró de pronto con una sonrisa seductora y lastimosa.

Maslova no había soñado nunca con volver a ver a Nejludov, sobre todo en aquellos momentos y en aquel sitio. Su vista, pues, la había sorprendido al principio; luego la había hecho acordarse de cosas resueltamente enterradas en el fondo de ella misma. En los primeros momentos, al volver a ver a Nejludov, había recordado el mundo espléndido de sentimientos y de sueños suscitado en otros tiempos por el encantador adolescente que la había amado y al que ella había amado a su vez. Después recordó la crueldad de su incomprensible abandono y la larga serie de humillaciones y de sufrimientos que siguió a tales instantes de felicidad. Pero, sin fuerzas para ahondar en aquello, había recurrido al medio de rechazar los recuerdos dolorosos y ahogarlos en las brumas de su vida de disipación. Una vez más, acababa de hacer lo mismo. Al volver a ver a Nejludov, lo había identificado al principio con el adolescente amado en otros tiempos; pero resultándole aquello penoso, había renunciado a los pocos instantes. Y, desde entonces, aquel señor vestido con elegancia, con su barba perfumada, no era para ella más que uno de esos «clientes» acostumbrados, cuando tenían necesidad, a servirse de criaturas como ella y de los que criaturas como ella tenían el deber de servirse mientras podían hacerlo. De ahí su sonrisa acariciadora.