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La capilla de la prisión había sido edificada recientemente, gracias a la generosidad de un rico comerciante que había gastado en eso varias docenas de millares de rublos. Chorreaba dorados y colores vivos.

La capilla permaneció cierto tiempo silenciosa: no se oía más que los ruidos de narices que se sonaban, de toses, de gritos de niños y, de cuando en cuando, el chirrido de cadenas removidas. Pero pronto los presos del centro se apartaron para dejar paso al director de la prisión, quien avanzó hasta la primera fila.

XXXIX

Comenzó el oficio divino.

Este oficio se desarrollaba como sigue: el sacerdote, llevando un vestido especial, de brocado, extraño y muy incómodo, rompía y colocaba menudos trozos de pan sobre un plato y luego los metía en una copa llena de vino, sin dejar de mascullar frases y plegarias. Durante este tiempo, el sacristán primeramente leía, y luego cantaba, alternando con el coro de los presos, diversas plegarias en eslavón 14, ya casi incomprensibles de por sí y que se hacían completamente ininteligibles a causa de la rapidez de la lectura y del canto... Su fin principal era desear la felicidad del emperador y de su familia. Se repetían varias veces, con otras o por separado, y de rodillas. El sacristán leía seguidamente algunos versículos de los Hechos de los Apóstoles, mascullando tan bien, que no se comprendía palabra. El sacerdote leía por el contrario muy claramente el pasaje del evangelio de San Marcos donde se dice que habiendo resucitado Cristo, y antes de subir al cielo y de sentarse a la derecha de su Padre, se apareció primero a María Magdalena y la exorcizó de los siete demonios; luego se apareció a sus once discípulos y les enseñó la manera de predicar d evangelio a todo ser viviente, declarando que el que no crea perecerá, en tanto que el que crea y sea bautizado, se salvará; y también que podrá exorcizar los demonios, curar a los hombres de la enfermedad por la imposición de manos, hablar nuevas lenguas, fascinar serpientes y, si bebe veneno, ser preservado de la muerte.

El oficio consistía en transformar el trozo de pan cortado por el sacerdote y mojado en vino, gracias a manipulaciones y oraciones, en carne y sangre de Dios. Estas manipulaciones consistían en que el sacerdote elevaba los brazos cadenciosamente, aunque la túnica de brocado molestase sus movimientos, luego los bajaba hacia sus rodillas y tocaba la mesa o lo que allí se encontraba. El punto más importante era cuando el sacerdote, teniendo con sus dos manos una servilleta, la agitase según el rito por encima del plato y del cáliz de oro. En aquel momento, el pan y el vino se transformaban en carne y en sangre de Dios. Así, toda esta parte del oficio divino estaba rodeada por una especie de solemnidad particular.

-¡Roguemos mucho a la santa, pura, bienaventurada Virgen María! -gritaba en voz muy alta el sacerdote desde detrás de un tabique; y el coro cantaba solemnemente la alabanza de la que, sin que su virginidad fuera manchada, puso en el mundo a Cristo: la Virgen María, más honrada a causa de eso que los querubines, más gloriosa que los serafines. Después de eso, la transubstanciación se había realizado; y el sacerdote quitó la servilleta que cubría el plato, rompió en cuatro el pedazo de pan del medio, lo mojó previamente en el vino y se lo metió en la boca. Había comido un trozo de la carne de Dios y bebido un sorbo de su sangre. El sacerdote descorrió seguidamente una cortina y abrió una puerta por la que iba a pasar, después de haberse provisto de una taza dorada, para invitar a los fieles a comer igualmente la carne y a beber la sangre de Dios, contenidas en la taza.

Únicamente se acercaron algunos niños.

Después de haberles preguntado sus nombres, el sacerdote cogió con precaución de la taza, con la ayuda de una cucharilla, trozos de pan mojados en el vino y los hundió profundamente en la boca de cada uno de aquellos niños. Y el sacristán, después de haberles enjugado los labios, cantó con alegría un cántico en el que se decía que aquellos niños habían comido la carne de Dios y bebido su sangre. El sacerdote se llevó después la taza detrás del tabique y bebió toda la sangre y comió todo el trozo de la carne de Dios que quedaban; luego secó cuidadosamente sus bigotes con los labios, se enjuagó la boca, enjuagó la taza y volvió a salir todo contento, con paso firme, haciendo crujir las finas sudas de sus botas.

Allí terminaba la parte principal del oficio cristiano. Pero, deseoso de consolar a los desgraciados presos, el sacerdote añadió al servicio ordinario una ceremonia particular. Se colocó ante la imagen de aquel Dios, de rostro negro y negras manos, que acababa de comer y que estaba alumbrado por una docena de cirios, y empezó a declamar, con voz de falsete, en un tono entre recitado y cantado, la serie de palabras siguientes:

-¡Dulce Jesús, gloria de los apóstoles! ¡Jesús, alabanza de los mártires! ¡Señor todopoderoso, sálvame!.¡Jesús, sálvame! ¡Jesús, a ti recurro! ¡Sálvame, Jesús! ¡Ten piedad de mí! ¡Por las plegarias de tu nacimiento, Jesús; por todos tus santos, Profeta de todos, sálvame, Jesús! ¡Y concédeme las dulzuras del paraíso, Jesús, amante de la humanidad!

Aquí se detuvo, respiró, hizo la señal de la cruz y se inclinó hasta el suelo; y todos lo imitaron. El director, los vigilantes, los presos, todos se inclinaron; y en lo alto de la nave se oyó resonar más fuerte las cadenas.

-¡Creador de los ángeles y dueño de las fuerzas! -continuó el sacerdote -.¡Jesús maravilloso, sorpresa de los ángeles! ¡Jesús todopoderoso, salvador de nuestros primeros padres! ¡Dulce Jesús, grandeza de los patriarcas! ¡Jesús el glorioso, Rey de reyes! ¡Jesús el bienaventurado, voluntad de los profetas! ¡Jesús espléndido, firmeza de los mártires! ¡Jesús el resignado, alegría de los monjes! ¡Jesús misericordioso, dulzura de los sacerdotes! ¡Jesús magnánimo, abstinencia de los que ayunan! ¡Jesús, el más dulce, felicidad de los santos! ¡Jesús el puro, castidad de las vírgenes! ¡Jesús eterno, salvación de los pecadores! ¡Jesús, hijo de Dios, ten piedad de nosotros!

Era el punto de detención y la palabra «Jesús» se pronunciaba con un silbido estridente. Con la mano, el sacerdote se levantó entonces su sotana recamada de seda, hincó una rodilla y se inclinó hasta el suelo mientras el coro cantaba las últimas palabras: «¡Jesús, hijo de Dios, ten piedad de nosotros!» Los presos cayeron de rodillas y se levantaron a su vez, sacudiendo los cabellos que les quedaban en la mitad de la cabeza y haciendo resonar los hierros que laceraban sus piernas enflaquecidas.

Eso continuó todavía mucho tiempo. Eran primero alabanzas que acababan con las palabras: «¡Ten piedad de nosotros!»; luego, otras alabanzas terminadas con aleluyas. Al principio, los prisioneros se santiguaban y prosternaban a cada invocación; luego empezaron a no inclinarse más que a cada dos invocaciones, y por fin a cada tres, y se sintieron muy dichosos cuando aquello acabó. Después de un suspiro de alivio, el sacerdote recogió su breviario y regresó detrás del tabique.

Pero quedaba un último acto: el sacerdote cogió de encima de la gran mesa una cruz dorada cuyas extremidades estaban adornadas de medallones esmaltados y avanzó hasta el centro de la iglesia. Todos empezaron a desfilar y a besar la cruz: el director primeramente, y luego los vigilantes; a continuación, apretándose e intercambiando juramentos en voz baja, pasaron todos los presos. El sacerdote, charlando con el director tendía la cruz o la mano, ya hacia las bocas, ya hacia las narices de los presos, quienes se esforzaban en besar la cruz y la mano.

Así terminó el oficio cristiano, celebrado para consuelo y enseñanza de las ovejas extraviadas.

XL

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14antigua forma, comparable al latín medieval, de la lengua rusa, empleada en el ritual de la iglesia ortodoxa. N. del T.