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—Sin duda una detenida política, ¿verdad?

-No, no política. Tengo un pase del fiscal.

-Lo siento muchísimo. Mi padre ha salido y no puedo hacer nada sin él. Pero, entre, se lo ruego, siéntese unos momentos -continuó -.O bien, diríjase al subdirector. Debe de estar en el despacho y le dirá lo que haya... ¿Cómo se llama usted?

-Muchísimas gracias -dijo Nejludov, eludiendo la pregunta.

Y salió.

Apenas había cerrado la puerta tras él, cuando resonaron los mismos sonidos brillantes, ruidosos y alegres, poco en armonía con el lugar y con el aspecto lastimoso de la joven que se empeñaba en repetidos con tanta terquedad. En el patio, Nejludov encontró a un joven funcionario de bigotes retorcidos y le preguntó dónde podría encontrar al subdirector. Precisamente era él. Cogió el permiso, lo examinó y declaró que allí se mencionaba únicamente la penitenciaría de detención preventiva, pero que no valía para aquella cárcel.

-Por lo demás, es una hora muy avanzada. Vuelva mañana, si quiere. A las diez, todo el mundo puede visitar a los presos. El director estará aquí. Podrá ver usted a la presa en el locutorio común o en la oficina, si el director lo consiente.

Frustrado así su esperanza de verla aquel día, Nejludov regresó a su casa. Caminaba por las calles conmovido ante el pensamiento de aquella entrevista, y los detalles de aquella jornada se amontonaban en su memoria. Se acordaba no del juicio, sino de su conversación con el fiscal y con los funcionarios de las cárceles. Y el hecho de haber buscado una entrevista con Katucha, de haber manifestado su intención al fiscal y de haber ido a las dos cárceles para verla lo trastornaba hasta tal punto, que tardó mucho tiempo en recuperar su calma.

Una vez en su casa, sacó de un cajón su diario íntimo, abandonado desde hacía tanto tiempo, releyó algunos pasajes y añadió las líneas siguientes:

«Desde hace dos años no he escrito nada en este diario y estaba convencido de que jamás volvería a entregarme a esta niñería. ¿Niñería? Nada de eso, sino una conversación conmigo mismo, con ese yoverdadero y divino que vive en cada hombre. Durante todo este tiempo, ese yoestaba dormido en el fondo de mi alma y yo no tenía a nadie con quien hablar. Pero bruscamente, el 28 de abril, un acontecimiento extraordinario, que ha tenido como teatro la Audiencia donde yo era jurado, lo ha despertado. En el banquillo de los acusados vestida con el capotón de las presas, volví a encontrar a aquella Katucha a la que en otros tiempos seduje y abandoné. Una extraña equivocación, que era deber mío haber evitado ha tenido como consecuencia su condena a trabajos forzados. Hoy me he dirigido al fiscal y a la cárcel donde está detenida. No he podido hablar con ella, pero mi firme resolución es hacer todo lo posible por volver a verla, pedirle perdón y reparar mi falta, aunque para eso tuviera que casarme con ella. ¡Señor, ayúdame! ¡Qué alegría y qué bienestar llena mi alma!

XXXVII

Aquella noche de su condena, Maslova tardó mucho tiempo en dormirse. Acostada, abiertos los ojos y pensativa, miraba hacia la puerta, tapada de cuando en cuando por la hija del sacristán que seguía caminando por la sala.

Pensaba que por nada en el mundo, cuando estuviese en la isla Sajalín, consentiría en casarse con un forzado y que se arreglaría de otra manera. Trataría de colocarse con algunas de las autoridades: un escribiente, un vigilante o incluso un simple guardián. Esas gentes son fáciles de seducir. «Con tal que no adelgace demasiado, porque entonces estaría perdida.»

Se acordaba del modo como la habían mirado el abogado y el presidente y cómo la habían mirado también en la Audiencia todos aquellos con los que se había cruzado o que se habían acercado a ella de propio intento. Berta, su amiga, que había venido a verla a la cárcel, le había contado hasta qué punto su cliente preferido, un estudiante, estaba desolado por no encontrarla ya en casa de la Kitaieva. Se acordó de la pelea con la pelirroja y sintió lástima de ella; se acordó del panadero, que le había enviado un pan de más, y se acordó de muchos otros, excepto de Nejludov.

En su infancia y en su juventud, pero sobre todo en su amor por Nejludov, no pensaba nunca. Eran para ella recuerdos demasiado penosos; los había sepultado en lo más profundo de su corazón para no tocarlos nunca más. En el curso de las sesiones de la Audiencia, ella no lo había reconocido no solo porque, cuando lo vio la última vez, iba de uniforme, sin barba, con un breve bigote y cabellos cortos pero abundantes, y sin embargo ahora había envejecido y llevaba toda su barba, sino, sobre todo, porque ella no había pensado jamás en él. Todos los recuerdos de su encuentro con él habían quedado sepultados en aquella terrible noche negra en que él pasó, a su regreso de la guerra, sin detenerse en casa de sus tías.

En aquel momento, Katucha sabía ya que estaba encinta. Mientras había esperado volver a ver a Nejludov, el pensamiento del niño que iba a nacer, lejos de apenarla, la ponía por el contrario contenta y la enternecían los movimientos que a veces notaba en su vientre. Pero desde aquella noche había cambiado , y el niño que iba a nacer no sería en lo sucesivo más que un estorbo.

Sabiendo que Nejludov debía pasar cerca de su casa, las dos ancianas tías le habían rogado que se detuviese con ellas; pero él había telegrafiado que no podría hacerlo, pues tenía la obligación de llegar cuanto antes a San Petersburgo. Katucha formó entonces el proyecto de ir a la estación para verlo pasar.

El tren la atravesaba de noche, a las dos de la madrugada. Después de haber ayudado a las señoritas a acostarse, Katucha se calzó una botas altas, se cubrió la cabeza con un pañuelo y partió en compañía de Machka, la hijita de la cocinera.

La noche era negra y helada. A intervalos, la lluvia caía en grandes gotas apretadas y se interrumpía. A través de los campos no se podía distinguir el sendero a dos pasos, y en el bosque había la misma oscuridad que en un sótano. Katucha, aun conociendo muy bien el camino, estuvo a punto de extraviarse y llegó a la estación, donde el tren no se detenía más que tres minutos, cuando ya habían dado el segundo toque de campana. Corrió al andén y reconoció inmediatamente, en un coche de primera clase, a Nejludov sentado junto a la ventana. El vagón estaba vivamente alumbrado. Sentados frente a frente en las butacas de terciopelo, dos oficiales jugaban a las cartas. Sobre la mesita estaban encendidas dos grandes bujías; y Nejludov, con pantalón bombacho y en mangas de camisa, se mantenía apoyado sobre el brazo en el respaldo de un sillón y reía.

En cuanto lo vio, ella, con sus dedos entumecidos, golpeó en el cristal. Pero, en el mismo instante, se dejó oír la señal de partida; el tren se movió lentamente y los vagones empezaron a desfilar con topetazos sucesivos.

Uno de los jugadores se levantó, con las cartas en la mano, y miró por el cristal. Ella golpeó de nuevo y acercó su rostro a la ventanilla. Pero, en aquel momento, el vagón junto al cual se encontraba se puso en movimiento y ella se dedicó a seguirlo, los ojos siempre fijos en la ventanilla. Habiendo intentado el oficial bajar el cristal sin conseguirlo, Nejludov se levantó a su vez, apartó a su camarada y empezó a bajar el cristal. El tren, entonces, aceleró su velocidad, y Katucha tuvo que apretar el paso. Las ruedas giraban más rápidamente aun cuando, estando ya el cristal completamente bajado, el revisor apartó a la joven y saltó al vagón. Ella echó a correr sobre las mojadas losas de! andén, llegó hasta el final y estuvo a punto de caerse en los escalones que enlazaban el andén con el suelo. Siguió corriendo cuando ya estaba lejos el coche de primera clase. Los de segunda, y luego, más rápidamente, los vagones de tercera clase, pasaron ante la muchacha sin que ésta interrumpiese su carrera; por fin, el último vagón se alejó, con sus farolillos rojos, y Katucha sobrepasó el depósito de agua. El viento, que, en aquel lugar, no encontraba ya obstáculos, le arrancó el pañuelo de la cabeza y le pegó las faldas a las piernas. Aun habiéndosele volado el pañuelo, Katucha seguía corriendo.