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Nadie en la concurrencia, desde los sacerdotes y el director hasta Maslova, habían pensado un instante que ese mismo Jesús, cuyo nombre acababa de repetirse tantas veces con un silbido, había prohibido no solo juzgar a los hombres, encarcelarlos, martirizarlos, degradarlos e infligirles toda clase de suplicios, como se hacía aquí, sino además todas las violencias, diciendo que había venido para liberar a todos los presos.

Nadie, entre los asistentes, había pensado que lo que se cometía allí era la más enorme blasfemia y una burla sangrienta contra aquel mismo Cristo, en el nombre del cual se cometían todos aquellos actos. Nadie había pensado que la cruz dorada con sus medallones esmaltados, traída por el sacerdote y besada por los fieles, no era otra cosa que la reproducción de la cruz sobre la cual Cristo fue ajusticiado precisamente porque había prohibido esos mismos actos que se cometían aquí en su nombre.

El sacerdote procedía a ejecutar estas ceremonias con una conciencia tranquila, porque desde la infancia le habían inculcado que eran la verdadera y única creencia, profesada por todos los santos y adoptada hoy por todas las autoridades espirituales y temporales. Y lo que lo confirmaba particularmente en esta creencia era el hecho de haber, desde hacía dieciocho años, extraído beneficios del cumplimiento de su sacerdocio de haber podido asegurar la existencia de su familia, pagar el colegio para su hijo y enviar a su hija a la escuela eclesiástica.

Idéntica y más firme aún era la creencia del sacristán; porque él había olvidado completamente la esencia de los dogmas de su fe y solo sabía que la plegaria por los muertos, las horas eclesiásticas, las misas simples y las misas cantadas en fin todos los servicios tenían un precio fijo, pagado gustosamente por los verdaderos cristianos. Por eso clamaba sus «misereres» y leía y cantaba todo lo que comportaba la regla con aquella misma tranquila seguridad que caracteriza para otros hombres la necesidad de vender madera, harina o patatas.

El director de la cárcel y los vigilantes, aunque nunca se hubiesen planteado dudas ni hubiesen jamás tratado de saber en qué consistían los dogmas de aquella creencia ni lo que significaban esas ceremonias de iglesia, creían que era absolutamente preciso creer en aquella creencia, porque la autoridad Superior, y el zar mismo, creían en ella.

Además, muy vagamente, porque no podían explicárselo, tenían la sensación de que aquella creencia justificaba sus funciones crueles. En cuanto a los presos, salvo un pequeño número que se burlaba de aquella religión, la mayoría creía que los iconos dorados, los cirios, las copas, las casullas, las cruces y las incomprensibles letanías contenían una fuerza misteriosa gracias a la cual se podían adquirir grandes comodidades en esta vida y en la vida futura.

Aunque la mayoría, en diversas ocasiones y sin ningún resultado, había intentado conseguir esa adquisición de comodidades terrestres por medio de oraciones, de misas y de cirios, sin que sus plegarias hubiesen sido oídas, todos estaban firmemente convencidos de que esa falta de éxito se debía al azar y que esta institución, aprobada por los sabios y por los obispos, era una institución muy grave, importante y útil, si no en esta vida, al menos en la vida futura.

Maslova creía lo mismo. Como los demás, experimentaba durante el oficio un sentimiento de recogimiento mezclado de fastidio.

De pie en medio de la multitud de las presas, no podía ver más que las espaldas de las mujeres colocadas delante de ella. Pero cuando los asistentes se pusieron en movimiento para ir a besar la cruz y la mano del sacerdote, distinguió al director y a los vigilantes y reconoció detrás de ellos a un hombre de barbita y de cabellos rubios, el marido de Fedosia, que tenía los ojos tiernamente clavados en su mujer. Entonces Maslova, aun rezando, santiguándose y saludando como los demás, se absorbió en su conversación con Fedosia y en la contemplación de su marido.

XLI

Nejludov se había levantado temprano. En la ciudad, cuando salió de su casa, todo el mundo parecía dormir aún. Por la callejuela únicamente pasaba un campesino que gritaba con una voz especial:

-¡Leche! ¡Leche! ¡Leche!

La primera lluvia cálida de la primavera había caído la víspera. La hierba verdecía en las junturas de los adoquines. En los parques, los abedules se habían adornado con frondas verdeantes; los cerezos de monte y los álamos estiraban sus hojas alargadas y olorosas. En las casas y en las tiendas limpiaban los cristales. Pero en el baratillo de los ropavejeros, que Nejludov tuvo que atravesar, había ya una muchedumbre que se apretaba alrededor de las barracas, en tanto que hombres cubiertos de harapos deambulaban con botas bajo el brazo y pantalones y chalecos remendados echados al hombro.

Había mucha gente también en las tabernas. Se veía penetrar en ellas a obreros con blusas limpias y botas relucientes, felices de verse libres por un día de los trabajos de las fábricas, y mujeres que llevaban a la cabeza pañolones de seda de vistosos matices y chaquetillas adornadas de abalorios. Agentes de policía con uniforme de gala, sujetas sus pistolas al cinto por cordones amarillos, se inmovilizaban en las esquinas de las calles, esperando poder distraerse reprimiendo algún desorden. En las alamedas de los bulevares, sobre la hierba de los céspedes, húmeda aún, corrían y jugaban niños y perros mientras las nodrizas, para charlar alegremente, se sentaban por grupos en los bancos. En las calles, todavía frescas y húmedas por la parte izquierda, a la sombra, y secas en el centro, retumbaba el ruido de pesadas carretas y de ligeros coches de punto y el sonido de los tranvías. En el aire tintineaban ruidos diversos, y el repique de campanas convocaba a los fieles a asistir a un oficio parecido al que se celebraba en la capilla de la cárcel. Por grupos, la gente endomingada se dirigía a las parroquias.

El cochero de Nejludov no fue hasta la cárcel, sino que se detuvo en el recodo del camino que conducía hasta allí. Cerca de aquel recodo, a cien pasos de la cárcel, había un grupo de hombres y de mujeres, la mayoría con paquetes en las manos. A la derecha se extendían unas construcciones bajas, de madera, y a la izquierda se alzaba un edificio de dos pisos con un cartel. Al fondo se destacaba la enorme construcción de la cárcel, defendida por un soldado con el fusil al hombro.

Ante la puertecita de las casas de madera estaba sentado un vigilante, con uniforme galoneado y con un libro registro sobre las rodillas. Era el encargado de inscribir los nombres de los presos que los visitantes solicitaban ver.

Nejludov se le acercó y dijo:

-Catalina Maslova.

El vigilante anotó aquel nombre.

-¿Por qué no se permite entrar? -preguntó Nejludov.

-Están diciendo misa. En cuanto acabe podrá usted entrar.

Nejludov se acercó al grupo de visitantes, del cual se destacó, para deslizarse hacia la puerta de la cárcel, un individuo cubierto de harapos, con un sombrero muy ajado, los pies envueltos en unas bandas de tela, sin más calzado, y la cara toda surcada en líneas rojas.

-¡Eh, tú!, ¿adónde vas? -le gritó el soldado, empuñando el fusil.

-¿Y tú por qué tienes que gritar así -respondió el hombre retrocediendo lentamente y sin impresionarse por los gritos del soldado -.¿No quieres dejarme entrar? Está bien, esperaré. Pero, ¿dónde se ha visto gritar así? ¡Ni que fuera un general!

Una risa aprobadora acogió aquella broma. Casi todos los visitantes eran pobres diablos. Iban míseramente vestidos, y algunos completamente andrajosos; sólo unos pocos, hombres y mujeres, tenían un porte más cuidado. Cerca de Nejludov había un hombre bien trajeado, recién afeitado, gordo y sonrosado, que llevaba en la mano un pesado paquete que parecía estar lleno de ropa blanca. Nejludov le preguntó si venía a la cárcel por primera vez. El hombre respondió que ya había venido muchas veces, todos los domingos. Portero en un Banco, venía a ver a su hermano, condenado por falsificación; le contó a Nejludov toda su historia, y se preparaba a interrogarlo a su vez cuando su atención fue atraída por una calesa de ruedas cauchutadas, tirada por un buen caballo, de la que descendieron un joven estudiante y una dama con velo. El estudiante llevaba en la mano un gran paquete. Avanzó hacia Nejludov y le preguntó si creía que lo autorizarían a distribuir entre los presos una ración de pan blanco contenida en su paquete.