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Muda, reflexionaba, pues, sobre la manera como mejor podría servirse de él.

-Sí -insistió ella -, todo eso acabó. ¡Y ahora resulta que me condenan a trabajos forzados!

Estas terribles palabras llevaron un estremecimiento a sus labios.

-Yo sabía que usted no era culpable, estaba seguro -dijo Nejludov.

-Desde luego que no era culpable. ¿Es que soy quizás una ladrona? Aquí dicen que todo es culpa del abogado -continuó -; y que habría que firmar una instancia. Pero aseguran que eso cuesta muy caro..

-Sí, sin -duda -dijo Nejludov -.yo ya me he puesto de acuerdo con un abogado.

-Pero hay que coger uno bueno... uno caro..

-Haré todo lo que sea posible.

Nuevo silencio.

Una breve y seductora sonrisa floreció otra vez en los labios de Maslova.

Quisiera pedirle a usted... un poco de dinero. No mucho... diez rublos. Con eso me bastará.

-¡Desde luego, no faltaba más! -respondió Nejludov todo confuso, sacando su cartera.

Maslova lanzó una mirada rápida hacia el subdirector, que se paseaba por la sala.

-Démelo sin que él lo vea; de lo contrario, me lo quitarán.

Nejludov sacó de la cartera un billete de diez rublos; pero, en el momento en que iba a dárselo, el subdirector se volvió. Escondió el billete en la palma de la mano.

«¡Pero ésta es una criatura muerta!», pensaba Nejludov examinando aquel rostro tan encantador en otros tiempos, ahora degradado y abotagado, y el brillo maligno de los ojos negros que bizqueaban espiando alternativamente los movimientos de! subdirector y los de la mano que tenía el billete de diez rublos. Y Nejludov tuvo un momento de vacilación.

El tentador, cuya voz había oído la pasada noche, habló de nuevo en él, para desviarlo de pensar en lo que debía hacer y para que pensase más bien en las consecuencias de lo que quería hacer.

«Nunca -decía el tentador -harás nada de esta mujer. No conseguirás más que colgarte una piedra al cuello para ahogarte y dejar así de ser útil a los demás. Está bien darle dinero: todo el que lleves en la cartera , y luego decirle adiós y terminar con ella para siempre.»

Pero Nejludov comprendió que en aquellos momentos se desarrollaba en él la crisis decisiva; que su alma se hallaba como colocada en una balanza oscilante y que el menor peso, el menor esfuerzo la harían inclinarse a un lado o a otro. Hizo ese esfuerzo, después de haber llamado en su ayuda a aquel Dios cuya presencia había sentido la víspera en su corazón , y Dios se manifestó en él.

Resolvió decir todo inmediatamente a Maslova. -¡Katucha! ¡He venido a ti para implorar tu perdón! Y tú no me has respondido; no me has dicho si me perdonabas, si me perdonarás alguna vez- dijo, pasando al tuteo.

Pero Maslova no lo escuchaba y continuaba acechando alternativamente los diez rublos y al subdirector. En el momento en que éste se volvía de espalda, ella tendió la mano con un ademán rápido, agarró el billete y se lo guardó en el cinturón.

-Es muy extraño lo que usted me dice -replicó ella con una sonrisa que a Nejludov le pareció un poco despreciativa.

Tuvo la impresión de que esa sonrisa ocultaba una especie de odio hacia él y que nunca él llegaría a penetrar a fondo en aquella alma. Pero, cosa extraña, no sólo esa impresión no lo apartaba ya de Maslova, sino que, por el contrario, lo atraía más fuertemente hacia ella. Se sentía obligado, costase lo que costase, a despertar a aquella alma y, cuanto más difícil se le presentaba la tarea, tanto más lo atraía. Nunca, respecto a persona alguna, había experimentado un sentimiento como el que experimentaba hacia Maslova; no deseaba de ella nada para él mismo, sino únicamente que dejase de ser tal como la veía para volverse a convertir en la que él había visto en otros tiempos.

-Katucha, ¿por qué me hablas así? Tú sabes, sin embargo, que te conozco, que me acuerdo de lo que eras en otros tiempos en Panovo...

-¡Lo que es viejo, se borra!- respondió ella secamente. -¡Me acuerdo de todo eso, Katucha, para reparar, para redimir mi falta! -insistió Nejludov.

E iba a decirle que estaba dispuesto a casarse con ella; pero encontró su mirada y leyó en la misma algo tan vil y repulsivo, que no encontró fuerzas para acabar su confesión....

En aquel instante, las personas que habían venido a visitar a los presos empezaron a salir. El subdirector, acercándose a Nejludov, le comunicó que había llegado el momento de poner fin a la entrevista. Maslova se levantó, esperando con resignación el momento de marcharse.

-Hasta la vista; todavía tengo muchas cosas que decirle -dijo Nejludov tendiéndole la mano -.Vendré a verla de nuevo -añadió.

-Pero me parece que ya ha dicho usted todo lo que tenía que decir.

Ella le tocó la mano, pero no se la estrechó.

-No, no he dicho todo. Trataré de conseguir la autorización necesaria para poder verla con más libertad, y entonces le diré la cosa importante que tengo que decirle.

-Pues bien, venga usted- respondió ella, encontrando de nuevo para él la sonrisa que concedía a los hombres cuando quería agradarles.

-Está usted más cerca de mí que una hermana -añadió aún Nejludov.

-¡Qué cosa tan rara! -dijo ella, meneando la cabeza , y desapareció detrás del enrejado.

XLIV

Nejludov se había figurado que al volverlo a ver, al comprobar su arrepentimiento y su intención de acudir en su ayuda, Katucha se alegraría, se enternecería y volvería a ser inmediatamente la Katucha de otros tiempos. Comprendió que Katucha no existía ya y que, en lo sucesivo, existía sólo Maslova. Y eso lo sorprendió y lo consternó.

Lo que lo asombraba sobre todo no era solamente que Katucha no se avergonzara de su estado (de su estado de prostituta, porque sí tenía bastante vergüenza de su estado de presa), sino que incluso pareciera satisfecha y casi orgullosa de ser una prostituta.

A decir verdad, aquello no tenía nada de sorprendente. Para poder obrar, todos tenemos necesidad de considerar como importante y buena nuestra ocupación. Resulta de ello, cualquiera que sea la condición de un ser humano, que él se hace naturalmente de la vida una concepción que hace resaltar, como importante y buena, su propia actividad.

Gustosamente, uno se persuade de que el ladrón, el espía, el asesino, la prostituta, se avergüenzan de su oficio o, al menos, lo consideran detestable. Eso es un error. Los hombres colocados por su destino y sus faltas en una situación determinada, por inmoral que sea ésta, se las componen siempre para que su concepción general de la vida haga resaltar, como buena y honorable, su situación particular , y para confirmar en ellos esta concepción, se apoyan instintivamente en otros hombres que se encuentran en una situación idéntica, que tienen un concepto semejante de la vida y del lugar que ellos ocupan en la vida.

Uno se asombra al ver cómo los ladrones se enorgullecen de su destreza; las prostitutas, de su corrupción; los asesinos, de su crueldad. Pero uno se asombra solamente porque, siendo limitada la especie de aquéllos, el círculo y la atmósfera de los mismos se encuentran fuera de los nuestros. Y a nosotros no nos asombra, por ejemplo, ver a ricos enorgullecerse de su riqueza, es decir, de su robo y de sus defraudaciones; a los jefes del Ejército, enorgullecerse de su victoria, es decir, del asesinato; a los soberanos, enorgullecerse de su poder, es decir, de su violencia. No notamos en estos hombres su equivocada concepción de la vida, del bien y del mal, concepto que deforman con vistas solamente a justificar su situación. No lo notamos porque el círculo de estos hombres es grande y nosotros formamos parte de él.

Maslova se había forjado una concepción de este tipo de la vida en general y de su propio papel en particular. Prostituta, condenada a trabajos forzados, no por eso dejaba de hacerse una concepción de la vida propia para justificar su conducta e incluso para enorgullecerse ante los demás de su condición.