-Es por deseo de mi novia, que me acompaña. Sus padres nos han permitido traer esto a los presos.
-Vengo aquí por primera vez e ignoro las costumbres; pero haría usted bien dirigiéndose a aquel hombre- respondió Nejludov mostrando con el dedo al galoneado guardián sentado ante su registro.
En aquel momento, la puerta principal, horadada por una ventanilla en el centro, se abrió para dejar paso a un funcionario con uniforme de gala, escoltado por un vigilante que cambió en voz muy baja algunas palabras con él y anunció luego que los visitantes podían entrar. El centinela se echó a un lado, y todo el mundo se precipitó por la puerta de la cárcel como temiendo llegar con retraso. Detrás de la puerta había un guardián que contaba en voz alta los visitantes al pasar: 16, 17, etcétera... Más lejos, en el interior del edificio, otro guardián les tocaba el brazo, antes de dejarlos franquear una puertecita, y los recontaba. De esta manera podía asegurarse, a la salida, de que ningún visitante había quedado dentro de la prisión y que ninguno de los presos había salido de ella. Demasiado ocupado con su cálculo para examinar las figuras de quienes entraban, aquel guardián tocó bruscamente el hombro de Nejludov, lo que no dejó de irritar a éste un poco, a pesar de sus buenas intenciones. Pero inmediatamente se acordó de para qué había venido y le dio vergüenza de su descontento.
La puertecita daba a una gran sala abovedada, con estrechas ventanas guarnecidas con barras de hierro. En aquella sala había un nicho donde Nejludov divisó con sorpresa un gran crucifijo.
«¿A qué viene eso aquí?», pensó, uniendo involuntariamente en su pensamiento la imagen del Cristo con hombres libres y no con presos.
Caminó con paso lento, dejando fluir delante de él la oleada apresurada de los visitantes. Experimentaba a la vez un sentimiento de horror hacia los malhechores encerrados en aquella cárcel y un sentimiento de compasión hacia los inocentes como el acusado de la víspera y Katucha, que estaban encerrados allí en compañía de aquéllos, y un sentimiento de timidez y de emoción ante la idea de la entrevista que iba a celebrar.
Al otro extremo de la gran sala, un guardián anunció algo. Pero, sumido en sus reflexiones, Nejludov no lo oyó y siguió en pos del grupo más numeroso. Así se encontró llevado al locutorio de los hombres, cuando habría debido dirigirse al de las mujeres.
En el momento en que, el último de todos entró en el locutorio, se sintió impresionado meramente por un ruido ensordecedor, mezcla de voces numerosas que gritaban todas al mismo tiempo. Sólo comprendió la causa de aquella barahúnda al llegar al centro de la sala, donde, a semejanza de un enjambre de moscas sobre un trozo de azúcar, la muchedumbre de los visitantes se apretaba ante un enrejado.
Ese enrejado era doble; iba desde el techo hasta el suelo y dividía la sala en dos mitades. Por el pasillo intermedio se paseaban los vigilantes. A un lado estaban los presos; al otro, los visitantes. Estaban separados por dos enrejados y un espacio vacío de tres archines, lo que imposibilitaba a los visitantes no solo entregar cualquier cosa a los presos, sino incluso verlos bien. Y no resultaba menos difícil hablar a través de ese espacio; para hacerse oír había que gritar con todas las fuerzas A ambos lados de la división, las caras se apretaban contra el enrejado: mujeres, maridos, padres, madres e hijos trataban de verse y de decirse lo que querían. Y como todos deseaban hacerse oír y las voces se cubrían recíprocamente pronto cada cual se creía obligado a gritar más fuerte que sus vecinos. De ahí la barahúnda que había impresionado a Nejludov al entrar en la sala.
No había que pensar en aprehender el sentido de las palabras. La única cosa posible era adivinar en los rostros de qué se trataba y las relaciones existentes entre los interlocutores.
XLII
Muy cerca de Nejludov, pegada al enrejado, había una viejecita con un pañuelo a la cabeza que interpelaba a un joven, un forzado, cuya cabeza estaba semirrapada; y el preso, con las cejas fruncidas, parecía escucharla con la más viva atención. Al lado de la vieja, un hombre joven, con blusa, hacía señas con la cabeza a un preso que se le parecía, de barba gris, de rostro fatigado. Más lejos aún estaba el hombre harapiento, que gesticulaba mucho, gritaba y reía a carcajadas. Luego, sentada en el suelo, una joven de porte decoroso con un niño en brazos lloraba y sollozaba al volver a ver, sin duda por primera vez a un hombre de edad que estaba frente a ella, al otro lado del enrejado, con uniforme carcelario, cabeza rapada y hierros en los pies. Más allá de esta mujer, el portero de Banco que había hablado con Nejludov elevaba mucho la voz para ser oído por un preso calvo, de ojos chispeantes.
Ante la perspectiva de tener que hablar con Katucha en semejantes condiciones, Nejludov se llenó de indignación contra los hombres que habían podido inventar y autorizar semejante suplicio. Se quedó estupefacto al pensar que nadie antes que él nunca, se había indignado ante una institución tan espantosa, ante una violación tan cruel de los sentimientos más sagrados. Lo escandalizó ver que soldados y vigilantes, visitantes y presos aceptaban como cosa natural e inevitable esta manera de conversar.
Nejludov permaneció así, inmóvil, durante varios minutos, bajo el peso de una extraña impresión de tristeza, consciente de su propia debilidad y de su desacuerdo con todo lo que le rodeaba. Sintió algo parecido a un mareo en el mar.
No importa -se dijo Nejludov, volviendo a hacer acopio de valor -.Es necesario que haga lo que he venido a hacer. Pero, ¿cómo conseguirlo?»
Buscó con los ojos una autoridad cualquiera, y vio, detrás de la multitud, al subdirector con el que había hablado la noche anterior. Nejludov avanzó hacia él.
-Perdón, señor -le dijo con una deferencia exagerada -, ¿no podría usted indicarme la sección de las mujeres y dónde se autoriza a verlas?
-O sea, que usted quería ir a la sección de las mujeres, ¿no?
-Sí, deseo ver a una presa-respondió Nejludov, siempre con la misma cortesía afectada.
-¿Por qué no lo dijo usted hace un momento, cuando se le indicó en la primera sala? ¿Ya quién desea usted ver?
-A Catalina Maslova.
-¿Una detenida política? -preguntó el subdirector. -No, es simplemente...
-Entonces, ¿una condenada?
-Eso es, condenada desde anteayer -respondió dulcemente Nejludov, temiendo, por una palabra demasiado viva, enajenarse la buena disposición que percibía en el subdirector.
Por el aspecto exterior de Nejludov, el funcionario juzgó que merecía una consideración particular y llamó a un funcionario subalterno todo cubierto de medallas.
-Sidorov, lleve al señor a la sección de las mujeres -dijo. -¡A sus órdenes!
En aquel momento, unos sollozos que desgarraban el alma se dejaron oír cerca del enrejado.
Todo aquel espectáculo pareció extraño a Nejludov, y más extraño aún resultó para él la necesidad de dar las gracias al subdirector y al vigilante jefe y de sentirse agradecido a aquellas gentes, instrumentos de una obra tan cruel como la que se desarrollaba en aquella casa.
Desde el locutorio de los hombres, el funcionario subalterno hizo pasar a Nejludov por el corredor, y por una puerta que estaba enfrente lo condujo al locutorio de las mujeres.
Exactamente igual que el otro, este locutorio estaba dividido, mediante dos enrejados, en tres partes; aunque fuese sensiblemente más pequeño y los visitantes menos numerosos, los gritos y el ruido eran allí lo mismo de violentos. Igualmente allí la autoridad velaba entre los dos enrejados, pero esta vez en la persona de una vigilanta también de uniforme: galones en las mangas, ribetes azules y cinturón del mismo color. Y, como en la sección de los hombres, los visitantes, con los trajes más variados, se aferraban al enrejado; al otro lado estaban las presas, en su mayoría con uniforme carcelario; las demás, con sus vestidos de ciudad. No había ni siquiera un sitio libre en toda la extensión del enrejado , y el amontonamiento era tal, que varias personas se vieron obligadas a ponerse de puntillas para gritar por encima de la cabeza de las que se encontraban delante de ellas; también otras estaban sentadas en el suelo.