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-¡Tita Mijailovna! -le gritó la niña, que tenía dificultad para seguirla -. Se le ha caído el pañuelo.

Katucha se detuvo, se cogió con las dos manos la cabeza echada hacia atrás y estalló en sollozos.

-¡Se ha ido! -exclamó.

«Así, pues, él va ahí, en ese vagón bien iluminado, en una butaca de terciopelo, y se divierte y bebe -se había dicho ella -, y yo, yo estoy sola aquí, en el fango, en las tinieblas, bajo la lluvia y el viento, y lloro por mi suerte.» Se había sentado en el suelo, estallando en sollozos tan violentos, que la niña, asustada, no había podido menos que decirle para consolarla:

-¡Tita, vamos a casa!

«Va a pasar otro tren: tirarme debajo y todo habrá acabado», pensaba Katucha, sin responder a la niña. Iba a poner en ejecución ese proyecto, cuando, en un momento de calma que siempre sucede a una viva emoción, su hijo, el niño que llevaba en su ser, se había estremecido de pronto, chocando contra las paredes de su vientre, estirándose dulcemente, haciéndole sentir algo de menudo, de tierno y de lancinante. Inmediatamente, toda su desesperación desapareció. Todo lo que unos momentos antes la había angustiado, el sentimiento de la vida que se le había hecho imposible, su odio hacia Nejludov, su deseo de vengarse de él mediante el suicidio, todo eso se había desvanecido. Se calmó, se levantó y volvió a ponerse el pañuelo a la cabeza, y se fue. Extenuada, completamente mojada y llena de fango, volvió a casa.

Y desde aquel día se había producido en ella aquel trastorno de su alma que la llevó a aquello en que se había convertido. En aquella noche terrible había dejado de creer en Dios. Hasta entonces había creído en Dios y en el bien, y había creído que los otros también creían lo mismo; pero aquella noche se dijo que no había Dios, que nadie creía en Él, y que todos los que hablaban de Él, así como de su Ley, no tenían otro objeto que engañarla. Aquel hombre al que ella amaba, que la había amado, ella lo sabía, la había abandonado y pisoteado sus sentimientos. ¡Y él era el mejor de los hombres entre los que ella había conocido! ¡Los otros eran peores aún! Todo lo que le pasó a Katucha a continuación había fortificado en ella esa convicción. Las tías de Nejludov, aquellas viejas señoritas devotas, la habían expulsado el día en que ya no le fue posible trabajar como en el pasado. De las diversas personas con las que tuvo tratos a raíz de aquello, algunas, las mujeres, no vieron en ella más que dinero a ganar; las otras, los hombres, desde el comisario de la policía rural hasta los guardianes de la cárcel, la consideraron únicamente como carne para el placer. No había nadie en el mundo que buscase otra cosa que la satisfacción de sus instintos. Y el viejo escritor del que Katucha fue amante en tiempos había acabado de hacérselo comprender al declararle abiertamente que la satisfacción de los instintos sensuales es la única sabiduría, la única belleza de la vida. Él llamaba a eso la poesía, la estética.

Nadie en el mundo vivía más que para sí, para su placer, y todo lo que se decía de Dios y del bien no era más que engaño. Y cuando, por casualidad, se planteaba la cuestión de saber por qué, en este mundo, todo estaba tan mal organizado y por qué los hombres no hacían más que atormentarse unos a otros y sufrir, ella se apresuraba a eludir esta pregunta importuna. Un cigarrillo, un vaso de aguardiente, una hora de amor, ¡Y todo se desvanecía!

XXXVIII

El día siguiente era domingo. A las cinco de la mañana, desde que resonó en el corredor de la sección de mujeres el sonido del silbato del vigilante, Korableva, ya despierta, despertó a Maslova.

«¡Forzada!», se dijo Maslova con espanto mientras se frotaba los ojos y aspiraba a su pesar la hediondez infecta de la sala. Le entraron ganas de volver a dormirse, para encontrar de nuevo un refugio en la inconsciencia. Pero la costumbre y el espanto le habían ahuyentado el sueño, por lo que se incorporó, se sentó sobre el camastro, cruzando las piernas por debajo de ella, y se puso a mirar en torno.

Todas las mujeres estaban ya despiertas; solo los niños dormían aún. La tabernera de ojos saltones retiraba con precaución el capote sobre el cual estaban acostadas las criaturas. La «amotinada» extendía, ante la estufa los trapajos que servían de panales a su recién nacido, mientras éste en brazos de Fedosia, se retorcía, lloraba y lanzaba gritos contra los cuales resultaban impotentes las caricias de la joven. La tísica, el rostro todo inyectado de sangre y sujetándose el pecho con las dos manos, sufría su ataque de tos matinal y, en los intervalos de respiro, exhalaba profundos suspiros, casi gritos. La pelirroja, tendida de espaldas, extendía sobre la cama sus gruesas piernas desnudas; en voz alta y rasposa, contaba un sueño embrollado que la tenía obsesionada. La vieja incendiaria, en pie ante el icono, farfullaba sin tregua las mismas palabras y hacía señales de la cruz y salutaciones. La hija del sacristán sentada en su cama, fijaba ante ella sus grandes ojos, agotados de insomnio. La Hermosarizaba entre sus dedos sus negros cabellos grasientos.

Pesados pasos de hombre retumbaron en el corredor; la puerta dejó paso a dos presos de expresión adusta y huraña, vestidos con chaquetas y pantalones grises arremangados hasta por encima de la pantorrilla. Levantaron el pestilente cubo y se lo llevaron. Una a una, las mujeres salieron al pasillo para ir a lavarse al grifo. Esperando su turno, la pelirroja tuvo un altercado con otra mujer salida de una sala vecina, y también con ella cambió injurias, gritos y vociferaciones.

Por lo visto, estáis empeñadas en ir al calabozo -gritó el vigilante, quien se acercó a la pelirroja y le aplicó en su espalda grasa y desnuda un golpe tan violento, que resonó en todo el corredor.

-Que no te oiga más -añadió, alejándose.

- Verdaderamente, el viejo tiene un puño sólido —dijo la pelirroja sin enfadarse por aquella dura caricia.

-¡Darse prisa!- continuó el vigilante-. Es hora de ir a misa.

Maslova no había acabado de peinarse cuando el director llegó con su séquito.

En fila para la lista -gritó el vigilante.

Salieron mujeres igualmente de otras salas; todas las presas se alinearon a lo largo del corredor en dos filas, las de la segunda colocando las manos sobre los hombros de las mujeres situadas delante de ellas, y así se las contó.

Después de la lista apareció la vigilanta, quien conducía a las detenidas a la misa. Maslova y Fedosia se encontraban en el centro de la columna, compuesta por más de cien mujeres salidas de todas las celdas. Estaban uniformemente vestidas con camisolas y sayas blancas y la cabeza cubierta con pañuelos igualmente blancos. Solamente algunas tenían vestidos de color: eran mujeres a las que se admitía a compartir la suerte de sus maridos. La larga columna cogía toda la escalera. Se oían los pasos amortiguados de los pies con calzados de fieltro, y un murmullo de voces, mezclado a veces con risas.. En un recodo, Maslova entrevió la figura malvada de su enemiga Botchkova, quien caminaba a la cabeza de la columna, y se la mostro a Fedosia.

Al final de los escalones se estableció el silencio entre las mujeres que con señales de la cruz y profundos saludos, entraron dos a dos en la capilla todavía vacía y resplandeciente de dorados. En apretado tropel, fueron a colocarse a la derecha. Inmediatamente después, los hombres, con capote de tela gris, vinieron a colocarse a la izquierda y en él centro de la capilla. Eran detenidos condenados a la deportación a, Siberia por decisión de sus comunidades rurales y presos allí provisionalmente. En lo alto de la nave se encontraban ya, a un lado, los forzados, con la mitad de la cabeza afeitada y cuya presencia revelaba un ruido de cadenas; al otro lado, los presos preventivos, no rapados y sin cadenas.