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Nejludov dio las gracias al portero, que hoy le pareció particularmente digno de lástima, y se dirigió hacia la sala del jurado.

En el momento en que se acercaba a ella, los jurados salían para pasar a la sala de audiencias. El comerciante estaba tan alegre como la víspera y parecía haber bebido y comido copiosamente antes de venir. Acogió a Nejludov como a un viejo amigo; Peter Guerassimovitch, por su parte, a pesar de su familiaridad, no produjo en Nejludov la misma impresión desagradable.

Este se preguntó si no debía revelar a los jurados sus pasadas relaciones con la mujer condenada la víspera. «Para hacer bien las cosas -pensaba -, habría debido levantarme ayer, en plena sesión, y confesar públicamente mi falta.» Pero, al volver a entrar en la sala de audiencias, cuando vio renovarse el procedimiento de la víspera: el anuncio del tribunal, los tres jueces de cuello bordado reaparecidos sobre el estrado, el silencio, el llamamiento a los jurados, el viejo pope, comprendió que, la víspera, no habría tenido nunca el valor necesario para perturbar aquel aparato imponente.

Los preparativos del juicio fueron los mismos que en la primera sesión, excepto que se suprimió el juramento de los jurados y la alocución del presidente dirigida a los mismos.

Se juzgaba aquel día un robo con fractura. El acusado era un muchacho de veinte años, delgado, de hombros estrechos, la cara exangüe y vestido con un capote gris. Custodiado por dos guardias con el sable desenvainado, lanzaba una mirada a todo el que llegaba. Con un camarada, este muchacho había forzado la puerta de una cochera y se había apoderado de un paquete de viejas alfombras que valía en total tres rublos sesenta y siete copeques. El acta de acusación mencionaba que un agente había detenido a los ladrones en el momento en que emprendían la fuga con las alfombras a la espalda. Habían confesado completamente y los habían metido en la cárcel. El compañero del muchacho, un cerrajero, había muerto; por eso éste comparecía solo ante el jurado. Las alfombras figuraban sobre la mesa de las piezas de convicción.

El proceso siguió las mismas fases que el de Maslova: el mismo aparato de interrogatorios, de declaraciones de testigos, de peritos. El agente que había detenido al acusado respondía a todas las preguntas del presidente, del fiscal, del abogado:

-¡Perfectamente! ¡Yo no puedo saberlo! ¡Perfectamente!

Pero, a pesar de su embrutecimiento y de su automatismo militar, se veía que sentía lástima del acusado y que no estaba muy orgulloso de su captura.

Un segundo testigo, un viejecillo, propietario de la casa donde se había cometido el robo y propietario asimismo de las alfombras, hombre indudablemente bilioso, respondió, con visible malhumor, que reconocía desde luego el cuerpo del delito , y cuando el fiscal le preguntó si aquellas alfombras le eran de gran utilidad, respondió con tono irritado:

-¡Que el diablo se lleve esas malditas alfombras! No me servían para nada. Dada gustosamente diez rublos más, e incluso veinte, por haberme evitado tantas molestias. Sólo en coches ya me he gastado cinco rublos. Y, además, estoy enfermo. Tengo una hernia y reúma.

Así hablaron los testigos. En cuanto al acusado, confesó y contó todo lo que había pasado. Como un animal cogido en el cepo, los ojos huraños, volviendo la cabeza en todas las direcciones, refería todo sin malicia.

El asunto era de los más claros; pero, lo mismo que la víspera, el fiscal se encogía de hombros y se ingeniaba en hacer preguntas insidiosas, como para desmontar la astucia del acusado y rebatirla.

Estableció, en su requisitoria, que el robo se había cometido en una habitación cerrada, con fractura, y merecía, por consiguiente, el castigo más severo.

Por su parte, el abogado, designado de oficio, afirmó que el robo se había realizado en un anexo de edificio no cerrado; y, aunque no hubiera por qué negar el delito, el acusado no era tan peligroso para la sociedad como decía el fiscal.

.Luego el presidente, esforzándose en mostrarse tan imparcial como la víspera, explico punto por punto a los jurados lo que ellos sabían del asunto y no tenían derecho a ignorar. Como la víspera, se suspendió la vista; los jurados fumaron cigarrillos; el portero de estrados anunció: «¡El tribunal!» Como la víspera, los guardias, que parecían amenazar al reo con sus sables, resistieron lo mejor que pudieron al sueño.

Se supo por los debates que el acusado había sido colocado por su. Padre en una fábrica de tabaco, donde había permanecido cinco años y que, en el año en curso, había sido despedido como consecuencia de una disputa entre el director de la fábrica y sus obreros. Entonces se halló sin trabajo. Errando por las calles a la ventura, había entablado conocimiento con un obrero cerrajero, igualmente sin trabajo y bebedor. Una noche en que los dos estaban ebrios, habían violentado la puerta de una cochera y se habían apoderado del primer objeto que les cayó en las manos. Los cogieron. Habían confesado todo. El cerrajero había muerto en la cárcel, y sólo su cómplice era presentado ante el jurado como un ser peligroso que amenazaba a la sociedad.

«¡Tan peligroso como la condenada de ayer! -pensaba Nejludov siguiendo las fases del proceso -.¡Los dos son seres peligrosos! ¡Sea! Pero nosotros que los juzgamos, ¿no somos peligrosos...? ¿Yo, por ejemplo, el libertino, el mentiroso? ¿Y los que, no conociéndome tal como yo era en lugar de despreciarme, me estimaban?

»Con toda seguridad, este muchacho no es un gran criminal, sino un hombre como los demás. Todo el mundo se da cuenta de eso; todos lo ven, desde luego; no se ha convertido en lo que es, más que en virtud de condiciones propicias para hacerlo así. Parece, pues, claro que hay que suprimir primeramente las condiciones que producen tales seres.

»Habría bastado con que hubiese un hombre -seguía pensando Nejludov mirando el rostro enfermizo y asustado del muchacho -, un hombre que lo hubiera socorrido en el momento en que, por necesidad, lo trasladaron del campo a la ciudad, o bien en la ciudad misma, cuando después de sus doce horas de trabajo en la fábrica iba a la taberna, arrastrado por camaradas de más edad. Si hubiese habido entonces alguien que le hubiera dicho: ¡No vayas ahí, Vania, no está bien!", no habría ido y no habría hecho daño.

»Pero ni un solo hombre tuvo piedad de él durante todo el tiempo que vivió en su fábrica como un animalito. Todo el mundo, por el contrario: capataces, camaradas, durante esos cinco años le enseñaron que, para un muchacho de su edad, la sabiduría consiste en mentir, en beber, en jurar, en pelearse y en correr detrás de las muchachas.

»Cuando luego, agotado, gangrenado por un trabajo mal sano, por el alcoholismo y la disipación, habiendo errado a la ventura por las calles, se deja arrastrar a introducirse en una cochera para robar allí unas viejas alfombras fuera de uso, entonces, nosotros que no nos hemos cuidado de hacer desaparecer las causas que han traído a este niño a su estado actual, pretendemos remediar el mal castigándolo a él... ¡Es horrible!»

Así pensaba Nejludov, sin atender a nada de lo que le rodeaba. Se preguntaba cómo ni él ni los demás se habían dado cuenta de todo aquello.

XXXV

Durante la primera suspensión, Nejludov se levantó y salió al corredor, con la intención de abandonar el Palacio de Justicia para no volver más a él. «¡Que hagan lo que quieran con ese desgraciado!- se dijo -. Por mi parte, no quiero participar más tiempo en esta comedia.»

Preguntó dónde estaba el despacho del fiscal y se dirigió allí inmediatamente. El escribiente se negó al principio a dejarlo pasar, alegando que el fiscal estaba ocupado; pero Nejludov siguió adelante, abrió la puerta de la antecámara, se dirigió al empleado que estaba allí sentado y le rogó que avisase al fiscal que un jurado deseaba hablarle por un asunto urgente. Su título de príncipe y su porte elegante impresionaron al empleado, que lo anunció al fiscal, y Nejludov pudo pasar en seguida.