-Uno de los guardias me decía: «Es a ti a quien vienen a ver.» Entonces llegaba alguien: «¿Dónde está tal papel?, Y yo veía que él no tenía necesidad de papel alguno, pero que me comía con los ojos. ¡Vaya unos farsantes! -contaba ella, sonriendo, con un movimiento de cabeza en el que se transparentaba un reproche.
-Siempre ocurre así- aprobó la guardabarrera, quien de nuevo empezó a perorar con su voz cantarina -.Caen como moscas sobre el azúcar. Para otra cosa, no se les ve venir; mas para eso, siempre están dispuestos.
-Y aquí -continuó Maslova, sonriendo -también tuve una buena acogida. Al entrar en la cárcel, el paso estaba cortado por una bandada de presos a los que traían de la estación. Menos mal que el subdirector acudió a librarme. Había uno sobre todo que estaba rabioso: tuve que pegarle para que me soltase.
-¿Y cómo era? -preguntó la Hermosa.
-Uno moreno, con grandes bigotes.
-Seguro que era él.
¿Quién?
-Pues Stcheglov. Acaba de pasar por el patio. —
¿Qué Stcheglov es ése?
-¿Cómo, no conoces a Stcheglov? Se ha escapado ya dos veces de Siberia. Lo han vuelto a coger, pero se evadirá una vez más. Los guardias le tienen miedo -añadió la Hermosa, que a menudo transmitía clandestinamente cartitas a los presos y conocía todos los líos de la cárcel-. Seguro que se escapará de nuevo.
-Es posible. Pero no nos llevará con él -comentó Korableva Escucha -continuó, volviéndose hacia Maslova -, será mejor que nos cuentes lo que te ha dicho tu abogado para tu instancia. ¿Tienes que firmarla ahora?
Maslova respondió que no sabía nada de eso.
Entonces la mujer pelirroja, con los brazos manchados de pecas hundidos en su espesa cabellera y rascándose furiosamente la cabeza con las uñas, se acercó a las tres mujeres, que continuaban saboreando su aguardiente.
-¿Quieres que te diga lo que tienes que hacer, Catalina? -le dijo a Maslova -.Es preciso que digas: «Estoy descontenta del juicio», y declarárselo así al fiscal.
-¿Qué tonterías vienes a decir? -le preguntó Korableva con su voz irritada de bajo -.¡Tiene que ver esta fulana que ha comerciado con aguardiente! ¡No hace falta que vengas a damos consejos! Sabemos lo que hay que hacer; no se te necesita.
-¿Es que te estoy hablando a ti? ¿A qué te metes en esto?
- Lo que te tienta es el aguardiente, ¿verdad? Por eso vienes a dártelas de sabia.
- Vamos, sírvele un vaso- dijo Maslova, siempre generosa.
- Espera, tú verás qué es lo que le voy a servir.
- ¿Cómo? Has de saber que no te tengo miedo- exclamó la mujer pelirroja avanzando hacia Korableva- ¡Basura!
- ¿Basura yo? ¡Piojo de cárcel!- gritó la pelirroja.
Y como ésta hubiera dado un paso al frente, Korableva le dio un golpe en el pecho desnudo y graso.
Como si no hubiera esperado más que aquella provocación la pelirroja hundió bruscamente los dedos de una de sus manos en los cabellos de Korableva, tratando con la otra mano de golpearla en la cara, mientras su adversaria le agarraba el brazo. Maslova y la Hermosaintentaron apartarlas, pero la pelirroja había agarrado tan sólidamente los cabellos de la vieja, que no se podía conseguir que los soltara. Korableva, bajada la cabeza, golpeaba al azar sobre el cuerpo de su enemiga y se esforzaba en morderle el brazo. Alrededor de ellas se habían amontonado las mujeres, que gesticulaban y gritaban. Incluso la tísica se había levantado para ver la pelea. Los niños se apretaban uno contra otro y lloraban. Y el estrépito se hizo de tal magnitud, que acudieron la vigilanta y el vigilante.
Separaron a las dos adversarias. Korableva deshizo su trenza gris, de la que cayeron puñados de cabellos arrancados por la pelirroja. Ésta, por otra parte, trataba de arreglarse sobre el pecho amarillento los jirones de su camisa desgarrada. Y a coro se pusieron a gritar, a vocear sus agravios y sus explicaciones.
-Sí, sí, ya sé- dijo la vigilanta -; el aguardiente es la causa de todo esto. Mañana por la mañana se lo diré al director, que va a ajustaros las cuentas. Huelo muy bien el aguardiente. Bueno, calladas ya, o, si no, ¡ay de vosotras! No tengo tiempo de poneros de acuerdo. Cada una a su sitio y silencio.
Pero no era cosa fácil lograr el silencio. Durante mucho tiempo, las mujeres disputaron entre ellas, en desacuerdo sobre el origen de la pelea. Por último, el vigilante y la vigilanta se marcharon y las mujeres se dispusieron a acostarse para pasar la noche. La vieja jorobada fue a rezar delante del icono.
-¡Vaya dos piojos carcelarios que querían damos una lección. -dijo de repente la pelirroja desde el otro extremo de la sala, con su voz aguardentosa y añadiendo los juramentos más soeces de su repertorio.
-Tú- replicó Korableva usando vocablos parecidos ten cuidado de que no vaya a dejarte tuerta esta noche.
Se callaron un instante.
-Si no me hubieran sujetado, te habría arrancado todos los pelos -gritó de nuevo la pelirroja.
A lo que no se hizo esperar una respuesta apropiada de Korableva. Y, de cuando en cuando, el silencio de la sala se veía cortado por una nueva explosión de amenazas y de invectivas.
Las presas estaban todas acostadas y algunas roncaban ya. Únicamente la vieja jorobada y la hija del sacristán seguían en pie. La primera, en sus largos rezos, continuaba sus salutaciones delante del icono; la segunda, después de la marcha de los vigilantes, se había levantado para reanudar sus idas y venidas.
Maslova no dormía tampoco, no dejando de pensar que ahora era «un piojo carcelario». Dos veces ya, en pocas horas, le habían aplicado aquel epíteto: primero Botchkova y luego la pelirroja. No podía acostumbrarse a aquella idea.
Al principio, Korableva le había vuelto la espalda para dormir; luego se volvió bruscamente.
-Era algo en lo que no había pensado, que no había previsto en absoluto. ¡Yo, que no he hecho nada! -gimió Maslova en voz muy baja -. A los demás que hacen daño, no les dicen nada, y yo, sin haberlo hecho, me veo perdida.
-¡No te atormentes, muchacha! También se vive en Siberia. No morirás ahí.
-No moriré, ya lo sé; pero, ¿y la vergüenza? ¿Era ésa la suerte que me esperaba a mí, que estaba acostumbrada a vivir con el mayor desahogo?
-Contra Dios no puede ir nadie -respondió Korableva, suspirando -. Contra El, nadie puede ir.
-Es verdad, madrecita, pero de cualquier manera es duro.
Se callaron.
-Escucha a la llorona esa -dijo Korableva, haciendo observar a Maslova un ruido extraño que llegaba desde el fondo de la sala.
Era la mujer pelirroja que lloraba porque la habían insultado, la habían pegado y le habían negado aquel aguardiente del que tenía tantas ganas. Lloraba también porque en toda su vida no había sufrido más que injurias, afrentas, humillaciones y golpes. Había creído poder consolarse con el recuerdo de su primer amor, de sus relaciones con un joven obrero. Se había acordado bien del comienzo, pero también del fin, cuando su amante, ebrio, le había rociado con vitriolo el sitio más sensible y se había regocijado, con sus camaradas, viéndola retorcerse de dolor , y llena de tristeza, creyendo no ser oída, se había puesto a llorar, como los niños, resollando y bebiéndose las saladas lágrimas.
-Es una lástima -murmuró Maslova.
-Desde luego, es una lástima- respondió Korableva -; pero, ¿por qué se mete en líos?
XXXIII
A la mañana siguiente, al despertar, Nejludov experimentó al punto la sensación vaga de que la víspera le había ocurrido algo muy hermoso y muy importante , y sus recuerdos se precisaron. «Katucha, el tribunal.» Sí, y su resolución de repudiar la mentira, de decir en lo sucesivo toda la verdad. Y, por una extraña coincidencia, encontró en su correo la carta tanto tiempo esperada de María Vassilievna, la mujer del mariscal de la nobleza. Ella le devolvía su libertad y le expresaba sus mejores deseos de felicidad en su próximo casamiento.