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«Romperé, por mucho que me cueste, los lazos de mentira en los que me revuelco, y confesaré todo; diré y haré la verdad -se dijo con decisión en voz alta -. Diré la verdad a Missy: que soy un libertino, que no puedo casarme con ella y que le pido perdón por haberla turbado. Diré a María Vassilievna..., o mejor, no a ella, sino a su marido, le diré que soy un miserable, que lo he engañado. Dispondré de la herencia conforme a la verdad. Diré también a Katucha que soy un miserable, que pequé contra ella , y haré todo lo posible por suavizar su suerte. Iré a verla y le pediré que me perdone. Sí, le pediré perdón como hacen los niños... Me casaré con ella si es preciso...»

Se detuvo, juntó las manos como hacía en su infancia, elevó los ojos y dijo:

-¡Señor, ven en mi ayuda, instrúyeme, penetra en mí para purificarme!

Rezaba. Pedía a Dios que penetrara en él para purificarlo; y ese milagro, pedido en su oración, se había, sin embargo, cumplido ya en él. Dios, viviendo en su conciencia, había vuelto a tomar posesión de ella. Y no solamente sentía Nejludov la libertad, la bondad, la alegría de la vida; sentía también la fuerza del bien, y todo el bien posible que un hombre pudiera hacer, él se sabía capaz de hacerlo también.

Sus ojos estaban bañados de lágrimas. Buenas, en tanto que lágrimas de felicidad, nacidas del despertar del ser moral dormido en él desde hacía años; pero malas también, porque eran lágrimas de enternecimiento por sí mismo y por su bondad de alma.

Se ahogaba. Avanzó y abrió la ventana que daba al jardín. La noche era fresca, blanca de luna. A lo lejos resonó un ruido de ruedas, y luego todo volvió a quedar en silencio. Bajo la ventana, sobre la arena de la alameda y sobre el césped, se perfilaba la sombra de un gran álamo desnudo. A la izquierda, bajo los diáfanos rayos de la luna, el techo de la cochera parecía todo blanco. Al fondo se entrecruzaban las ramas de los árboles y transversalmente la línea negra del seto. Y Nejludov contemplaba el jardín, lleno de una dulce luz argentada, y la cochera, y la sombra del álamo; escuchaba y aspiraba el soplo vivificante de la noche.

-¡Qué hermoso es todo! ¡Qué hermoso es todo, Dios mío! -decía.

Y estas palabras eran la expresión de lo que pasaba en su alma

XIX

Maslova no fue llevada a la cárcel hasta las seis, doloridos los pies después de quince verstas 11de marcha desacostumbrada por una calzada de piedra. Aunque aniquilada por la severidad imprevista de la sentencia, tenía hambre.

Durante una suspensión de la vista, los guardianes habían comido en su presencia pan y huevos duros; la boca se le hizo agua y se dio cuenta de que tenía hambre, pero le habría parecido humillante pedirles algo , y la vista recomenzó y duró todavía más de tres horas, y había acabado por no sentir ya hambre, sino únicamente debilidad. La lectura de la sentencia la había encontrado en esta disposición de espíritu, y al escucharla creyó estar soñando. La idea de los trabajos forzados no consiguió implantarse fácilmente en su espíritu. Pero la acogida que se le dio a la lectura de su condena por los magistrados y los jurados le hizo ver pronto la realidad de la misma. Entonces, sublevada, había gritado su inocencia con todas sus fuerzas, pero también su grito fue acogido como una cosa natural, prevista y sin alcance en su situación. Se había deshecho en lágrimas, fatalmente resignada a soportar hasta el fin la extraña y cruel injusticia que se había realizado en detrimento de ella. Una cosa sobre todo la asombraba: que aquella dura sentencia le fuese infligida por hombres, por hombres jóvenes y no viejos, los mismos que de ordinario la miraban con tanta complacencia. Únicamente el fiscal era la excepción. En la sala de los presos, aguardando el comienzo de la vista, y luego, durante las suspensiones, había visto que aquellos hombres, so pretexto de que tenían que hacer algo allí, pasaban por delante de la puerta de la estancia donde se encontraba e incluso entraban para tener ocasión de mirarla. ¡Y estos mismos hombres la habían condenado a la cárcel, aunque ella fuese inocente de lo que se la acusaba! Había comenzado a llorar, hasta quedar, poco a poco, sin lágrimas y completamente postrada. Cuando, después de la vista, la encerraron en el calabozo del Palacio de Justicia en espera de su traslado a la cárcel, no tenía más que un pensamiento: fumar.

En este estado la encontraron Botchkova y Kartinkin, llevados igualmente después de la sentencia al mismo calabozo. Botchkova se había puesto a insultarla, diciéndole que era un «piojo carcelario».

-Qué, ¿has ganado, te has justificado? ¡No te has escapado, pendón! ¡No tienes más que lo que mereces! ¡En la cárcel no te darás ya aires de princesa!

Maslova permanecía impasible, con las manos hundidas en las mangas de su capote, la cabeza baja, mirando obstinadamente a dos pasos delante de ella; se limitó a decir:

-Yo no me ocupo de usted; déjeme tranquila. No me ocupo de usted -repitió varias veces.

Luego se calló.

Se animó un poco cuando se llevaron a Botchkova ya Kartinkin, y un guardia entró a traerle un envío de tres rublos.

-¿Eres tú Maslova? -preguntó. Y añadió, tendiéndole el dinero -: Esto te lo envía una señora.

-¿Qué señora?

-¡Vamos, toma! No tenemos por qué daros conversación.

El dinero le era enviado a Maslova por Kitaieva, la patrona de la casa de tolerancia. Ésta, al salir de la Audiencia, había preguntado al portero de estrados si podía dar un poco de dinero a Maslova. Al escuchar la respuesta afirmativa, se quitó con precaución el guante de piel de Suecia que recubría su blanca y gordezuela mano y sacó del bolsillo de detrás de su falda de seda una cartera de última moda atiborrada de billetes. Entre una gran cantidad de cupones y de títulos ganados por ella, eligió un billete de dos rublos cincuenta, añadió cincuenta copeques en plata y entregó todo al portero de estrados. Éste llamó al guardia y le entregó la suma en presencia de la señora.

-Se lo ruego, le entregará eso, ¿verdad? -dijo Karolina Albertovna al guardia.

Este último se sintió vejado por semejante desconfianza; de ahí su malhumor contra Maslova.

Ésta no dejó de sentirse encantada al recibir tal dinero, que le iba a permitir realizar su deseo.

«¡Con tal que pueda procurarme pronto cigarrillos...!», se dijo; y en este único deseo de fumar se concentraban todos sus pensamientos. Tenía tantas ganas, que aspiraba con avidez el olor de tabaco que entraba, a bocanadas, en su celda. Pero tuvo que aguardar mucho tiempo para satisfacer su deseo. El escribano, encargado de ordenar el traslado de los condenados desde la Audiencia a la cárcel se había en efecto olvidado de ellos y se había retrasado discutiendo con un abogado el artículo del periódico prohibido

Por fin, a eso de las cinco se hizo partir a Maslova entre sus dos guardias, el de Nijni-Novgorod y el chuvaco, que la hicieron salir por una puerta trasera del palacio. En el vestíbulo del tribunal ella les había dado veinte copeques rogándoles que fuesen a comprarle dos panes blancos y cigarrillos.

El chuvaco se había echado a reír:

-Está bien, te lo compraré- había dicho.

Honradamente, había ido a comprar los panes y los cigarrillos y le había devuelto lo que quedaba. Pero estaba prohibido fumar en ruta; así, pues, Maslova había llegado hasta la cárcel sin haber podido satisfacer sus ganas de fumar.

En el momento de llegar entraba un convoy de un centenar de presos y se había cruzado con ellos a la puerta. Los había viejos y jóvenes, barbudos o afeitados, rusos y de otras razas. Algunos llevaban rapada la mitad de la cabeza y tenían hierros en los pies. Llenaban el vestíbulo de polvo, del ruido de sus pasos y de sus conversaciones y de un acre tufo a sudor. Todos, al pasar cerca de Maslova, la habían mirado; algunos se habían acercado a ella para requebrarla.

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11medidas itineraria equivalente a 1.067 metros