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Cuando se levantaba, un lacayo se apresuró a retirarle la silla. Después de él, todo el mundo se levantó para dirigirse hacia una mesita donde había vasos de agua tibia perfumada. Los comensales se enjuagaron la boca y continuaron una conversación que no interesaba a nadie.

-¿No es verdad que no hay nada como el juego que revele tanto el carácter de la gente? -preguntó Missy a Nejludov, invitándolo así a corroborar su propia opinión.

Había visto en el rostro del príncipe una expresión concentrada y severa, que ya le había notado otras veces, y quería conocer la causa de la misma.

-A decir verdad, no sé nada de eso y nunca he pensado sobre esa cuestión- respondió Nejludov.

-¿Quiere usted que subamos a la habitación de mamá? -preguntó ella entonces.

-Sí, sí- respondió él, y encendió un cigarrillo. Pero el tono de su respuesta indicaba con bastante claridad que no tenía grandes deseos de hacer eso.

La joven se calló y le lanzó una mirada inquisitiva que lo puso de mal humor.

«Verdaderamente -se dijo-, parece que he venido aquí para propagar el aburrimiento.» Y, esforzándose en parecer amable, dijo que iría con gusto a presentar sus homenajes a la princesa, si es que ella quería recibirlo.

-Mamá estará encantada. Podrá usted fumar en su habitación como aquí. Iván Ivanovitch ya está allí sin duda.

Sofía Vassilievna, la señora de la casa, no se dejaba ver más que acostada. Desde hacía ya ocho años recibía a sus visitantes tendida en un canapé, envuelta en encajes y cintas, entre los terciopelos, los dorados, los marfiles, los bronces, las lacas y las flores. No veía, y lo repetía frecuentemente, más que a «sus amigos», es decir, a aquellos que a su juicio se destacaban sobre el común de los mortales. Nejludov era uno de ésos, porque pasaba por inteligente, porque su madre había hecho buenas migas con los Kortchaguin y porque la princesa deseaba que Missy se casara con él.

La habitación de Sofía Vassilievna estaba precedida de un salón grande y de otro pequeño. En el grande, Missy, que caminaba delante de Nejludov, se detuvo de pronto y se quedó mirándolo, agarrando nerviosamente el respaldo dorado de una silla baja.

Ella tenía el más vivo deseo de casarse; Nejludov era para ella un buen partido. Además, le agradaba y se había hecho a la idea, no de que ella le pertenecería, sino de que él sería de ella. Perseguía su objetivo con esa astucia inconsciente y tenaz que ponen en ello las neuróticas. Queriendo, pues, obligar a Nejludov a explicarse, le dijo a quemarropa:

-A usted le ha pasado algo; lo veo. Dígame qué es.

Él se acordó de su aventura en la Audiencia frunció las cejas y enrojeció.

-Sí -respondió, negándose a mentir -, me ha ocurrido algo extraño, inesperado y grave.

-¿Qué es? ¿No puede usted decírmelo?

-Por ahora, no. Permítame que no le diga nada. Me ha pasado una cosa sobre la cual es preciso que siga reflexionando- añadió, ruborizándose aún más.

-¿Y no me lo dirá usted?

Se le contrajo un músculo del rostro, y la joven soltó el respaldo de la silla.

-No, no puedo- replicó Nejludov, comprendiendo que, con aquella respuesta suya a la joven, se respondía a sí mismo y reconocía la gravedad de lo que le había pasado.

-Como usted quiera. Entonces, venga conmigo.

Sacudió la cabeza, como para alejar un pensamiento inoportuno, y reanudó más rápidamente su marcha.

Nejludov creyó notar que ella hacia un esfuerzo para reprimir las lágrimas. Le dio vergüenza y se reprochó la pena que le estaba causando; pero la menor debilidad lo habría perdido, o ligado para siempre, y, aquella noche sobre todo, eso era lo que más temía. Así, pues, silencioso, la acompañó hasta la habitación de la princesa.

XXVII

La princesa Sofía Vassilievna acababa de terminar su cena, muy delicada pero muy reconfortante y que ella siempre tomaba sola, por temor a que la vieran en aquella ocupación poco poética. El café lo servían sobre un velador cerca de su canapé, y ella fumaba cigarrillos. Era morena, delgada y larguirucha, con largos dientes y grandes ojos negros, y se esforzaba en darse aún aires de jovencita.

Se chismorreaba sobre sus relaciones con su médico. Nejludov, hasta entonces no interesado por aquellas hablillas, no tuvo más remedio que acordarse de ellas al entrar en la habitación, cuando distinguió, sentado muy cerca del canapé, al médico de barba untada de brillantina y elegantemente recortada. Al verlo, experimentó una impresión de desagrado.

En una butaca blanda y baja estaba sentado Kolossov, agitando con su cuchara el azúcar de su café, cerca de un vasito de licor colocado en el velador.

Missy, habiendo entrado en la habitación con Nejludov, no permaneció más que un instante.

-Cuando mamá se canse y los despida, vendrán ustedes a verme, ¿no es así? -dijo ella a Kolossov ya Nejludov, con un tono como si nada anormal hubiese ocurrido entre ella y este último.

Salió de la habitación alegremente y con un paso deslizante sobre la blanda alfombra.

-Hola, ¿cómo está usted, querido amigo? Siéntese y cuente -dijo la princesa Sofía Vassilievna, con la sonrisa afectada y que quería parecer natural de su boca surtida de hermosos y largos dientes muy bien imitados -. Ha vuelto usted de la Audiencia, decían estos señores, de muy mal humor. ¡Tales sesiones deben resultar tan penosas para hombres de corazón...! -añadió ella en francés.

-Sí, es verdad -replicó Nejludov -. Allí uno siente muy a menudo su... uno siente, quiero decir, que no tiene derecho a juzgar...

-Comme c'est vrai! -exclamó la princesa, fingiéndose impresionada por lo acertado de aquella reflexión; porque poseía el arte de adular siempre a sus interlocutores.

-Bueno, ¿cómo va su cuadro? -continuó -. Me interesa enormemente. Si no fuera por mi debilidad, hace ya mucho que habría ido a verlo a su casa.

-Lo he abandonado por completo -respondió secamente Nejludov, asqueado por la falsedad de aquellas adulaciones, tan visible, aquella noche, como por el disimulo de la vejez. Y, a pesar de sus esfuerzos, ya no podía ser amable.

-¡Qué lástima! ¿Sabe usted que el mismo Repin me ha afirmado que nuestro amigo tiene un gran talento? -dijo ella, volviéndose hacia Kolossov.

«¿Cómo no le da vergüenza mentir de esa manera?», pensaba Nejludov, indignado.

Sin embargo, dándose cuenta de que Nejludov no estaba verdaderamente en forma y que una conversación agradable con él era imposible, Sofía Vassilievna se volvió hacia Kolossov y le pidió su opinión sobre un nuevo drama que se acababa de representar; eso con un tono que hacía prever la aceptación, como de un oráculo, de la opinión que él emitiera: Kolossov se mostró muy duro en su juicio y aprovechó la ocasión para exponer sus teorías sobre el arte. Como siempre, la princesa se mostraba impresionada por lo acertado de los comentarios de su amigo y no se arriesgaba a defender al autor del drama más que para capitular al instante o encontrar un término medio. Nejludov miraba y escuchaba, pero veía y oía otra cosa.

Escuchando ora a Sofía Vassilievna, ora a Kolossov, comprobaba que ninguno de los dos tenía el menor interés por el drama, como no lo tenían el uno por el otro, y que el solo objeto de su conversación era satisfacer una necesidad física: activar la digestión por la agitación muscular de la lengua y de la garganta. Comprobaba además que Kolossov, habiendo bebido aguardiente, vino y licores, estaba un poco ebrio; no con esa embriaguez de los mujiksque beben de cuando en cuando, sino con la de la gente que está acostumbrada a beber. No titubeaba y no decía estupideces, pero su estado de excitación y de contento de sí mismo era anormal. Además, Nejludov se daba cuenta de que en lo más animado de la conversación, la princesa, inquieta, no apartaba los ojos de la ventana, por la que se deslizaba un oblicuo rayo de sol capaz de alumbrar demasiado crudamente su propio ocaso.