Изменить стиль страницы

Recordó la cena de los Kortchaguin y consultó su reloj. No era tan tarde que no pudiese llegar para cenar. Las campanas de un tranvía resonaron detrás de él; echó a correr, llegó al vehículo y subió. Descendió más lejos, en la plaza, escogió un coche bien enjaezado y, diez minutos después, se vio ante la escalinata de la gran casa de los Kortchaguin.

XXVI

Que su señoría se digne entrar; lo esperan arriba- dijo con una complaciente sonrisa el grueso portero de los Kortchaguin, avanzando hasta la escalinata al encuentro de Nejludov -. Están a la mesa y han dado orden de no recibir a nadie más que a usted.

Luego, el portero fue hacia la escalera y tiró del cordón de una campanilla.

-¿Hay gente? -preguntó Nejludov, quitándose el abrigo.

-Aparte la familia, están los señores Kolossov y Mijail Sergueievitch -respondió el portero.

En el rellano de la escalera apareció la elegante silueta de un lacayo con librea y con guantes blancos.

-Que su señoría se digne subir. Le ruegan que entre.

Nejludov subió la escalera, atravesó el grande y magnífico salón que le era tan conocido y penetró en el comedor. Toda la familia Kortchaguin estaba reunida alrededor de la mesa, con excepción de la princesa Sofía Vassilievna, la madre de Missy, que comía siempre en su habitación. La cabecera de la mesa estaba ocupada por el viejo Kortchaguin, quien tenía a su izquierda al médico de la casa ya su derecha a Iván Ivanovitch Kolossov, ex mariscal de la nobleza, actualmente miembro del consejo de administración de un banco y colega de opinión liberal de Kortchaguin. A la izquierda, miss Rader, institutriz de la hermanita de Missy; luego, esta hermana, de cuatro años de edad; a la derecha, frente a ella, Petia, el hermano de Missy, colegial de sexto año, que preparaba sus exámenes, prolongando así la estancia de toda la familia en la ciudad, y un estudiante, su repetidor. Más lejos, uno frente a otro, Catalina Alexeievna, madura señorita de cuarenta años, eslavófila, y Mijail Sergueievitch o Micha Teleguin, primo de Missy; finalmente, al otro extremo de la mesa, Missy, y cerca de ella un cubierto no utilizado.

-¡Ah, esto sí que es magnífico! ¡Dése prisa; no estamos más que en el pescado! -exclamó el viejo Kortchaguin, alzando los ojos sobre Nejludov y masticando con precaución con sus dientes postizos.

-¡Esteban! -gritó en seguida al majestuoso camarero principal, con la boca llena y señalando con los ojos el cubierto vacío.

Nejludov conocía al viejo Kortchaguin desde hacía mucho tiempo, y lo había visto muy a menudo a la mesa. Pero aquella noche quedó desagradablemente impresionado por su rostro sanguíneo y congestionado, por su boca sensual, por su grueso cuello, por el conjunto de su semblante, además de la manera como se metía un pico de la servilleta en el escote de su chaleco , y por toda aquella corpulencia de general obeso.

A pesar suyo, se acordó de haber oído hablar de la dureza de aquel hombre en los tiempos en que, siendo gobernador de provincia, había hecho fusilar y ahorcar a numerosos desgraciados, Dios sabe por qué, puesto que, rico y bien emparentado, no tenía motivo alguno para mostrar tanto celo.

-¡En seguida van a servir a su señoría! -dijo Esteban, sacando de un cajón del aparador un cucharón, mientras el elegante lacayo ponía en orden el cubierto colocado junto a Missy en el que la servilleta almidonada y artísticamente plegada dejaba ver en una de las esquinas un escudo de armas bordado.

Primeramente, Nejludov dio la vuelta alrededor de la mesa v estrechó las manos de los comensales. Todos, con excepción del viejo Kortchaguin y de las damas, se levantaron para tenderle la suya. Aquel paseo y aquellos apretones de mano, dados a gentes en su mayor parte desconocidas, le parecieron aquella noche particularmente ridículos y desagradables. Se excusó de su retraso e iba a sentarse en el sitio vacante entre Missy y Catalina Alexeievna, cuando el viejo Kortchaguin exigió que tomase al menos entremeses, si no un vasito de aguardiente. Le fue preciso, pues, acercarse a la mesita donde estaban la langosta, el caviar, el queso y los arenques. Creía no tener hambre; pero, habiendo probado el queso, se puso a devorar con avidez.

-Bueno, qué, ¿ha socavado usted los cimientos? -le preguntó Kolossov, empleando con ironía la expresión reciente de cierto periódico reaccionario que hacía campaña contra la institución del jurado -. Habrá usted absuelto a culpables y condenado a inocentes, ¿no es así? ¿Qué me dice?

-¡Socavado los cimientos! ¡Socavado los cimientos! -repitió el viejo príncipe con una risita. Su confianza en el ingenio y en la ciencia de su amigo, cuyas ideas compartía, no tenía límites.

A riesgo de parecer descortés, Nejludov no respondió a Kolossov. Se sentó ante su plato, se sirvió sopa y continuó comiendo con un apetito feroz.

-¡Déjenlo que se fortalezca!- dijo Missy, sonriendo y mostrando con el empleo de aquella frase la familiaridad de sus relaciones.

Kolossov, con un tono desenvuelto y en voz alta, siguió discutiendo el artículo del periódico reaccionario sobre la institución del jurado. Miguel Sergueievitch replicaba contraponiendo los errores groseros que se contenían en otro artículo reciente del mismo periódico.

Como siempre, Missy se mostraba totalmente distinguiday llevaba un atuendo de una elegancia discreta y sobria.

-Sin duda estará usted agotado de hambre y de cansancio, ¿no?- le dijo a Nejludov cuando éste hubo acabado su sopa.

-Pues no, no demasiado. ¿y usted? ¿Han ido ustedes a ver esos cuadros?

-No; nuestra visita se ha diferido para más adelante. Hemos ido a jugar al lawn-tennisen casa de los Salamatov. Y, mire usted, la verdad es que míster Crooks juega de una manera admirable.

Nejludov había venido a casa de los Kortchaguin para distraerse. El lujo y la riqueza de la casa, de acuerdo con sus gustos refinados, habían hecho siempre que le resultaran agradables esas visitas, así como la atmósfera de halago acariciante con que se le envolvía allí. Pero aquella noche, por una casualidad singular, todo lo encontraba desagradable: desde el portero, la ancha escalera, las flores, los lacayos y los adornos de la mesa, hasta Missy, a la que no tuvo más remedio que juzgar afectada y poco seductora. Le molestaba el tono de suficiencia y grosería de Kolossov, su liberalismo, y la silueta bovina y sensual del viejo Kortchaguin, y las citas francesas de la madura señorita eslavófila, y los rostros enfurruñados de la institutriz y del repetidor; y más aún aquella frase de tono familiar con que había hablado de él Missy.

Ésta seguía inspirándole dos sentimientos contrarios. Unas veces era perfecta, porque la veía a través de un velo o como al claro de luna, y le parecía fresca, bella, inteligente, natural; otras veces, como bajo los rayos deslumbrantes del sol, le era imposible no darse cuenta de sus imperfecciones , y aquel día él estaba en esta última disposición. Distinguía las arrugas de su frente, la señal de las tenacillas rizadoras en sus cabellos, y los huesos salientes de sus codos; le impresionaba sobre todo la anchura de las uñas de sus grandes dedos, que le recordaban los dedos macizos del padre de la joven.

-¡Qué juego tan aburrido ese lawn-tennis! -opinó Kolossov -. En nuestros tiempos, el juego de la pelota era mucho más divertido.

-Pues no -exclamó Missy -.No sabe usted lo que es. No hay nada más locamente fascinante.

Nejludov tuvo la impresión de que ella había dicho aquella palabra «locamente» con una afectación insoportable.

Se entabló una discusión. Intervinieron en ella Mijail Sergueievitch y Catalina Alexeievna. Únicamente la institutriz, el repetidor y los niños permanecieron mudos y aburridos.

-Vamos, siempre están disputando! -dijo con una risa exagerada el príncipe Kortchaguin, quitándose la servilleta de! escote del chaleco.