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-¡No soy culpable! ¡No soy culpable! -exclamó, con una voz que resonó en toda la sala -.¡Es pecado! ¡No soy culpable! ¡Yo no quería eso; no lo pensaba! ¡Es verdad lo que digo!

Y, dejándose caer en el banquillo, estalló en violentos sollozos.

Cuando Kartinkin y Botchkova se levantaron para salir, ella se quedó sentada, sin dejar de sollozar; para obligarla a levantarse fue necesario que uno de los guardias le tirase de la manga del capote.

.«No, no se puede dejar que las cosas queden así», se dijo Nejludov, olvidando su mal pensamiento de hacía unos instantes. Y, sin reflexionar, se precipitó hacia el corredor para ver una vez más a Maslova.

Ante la puerta se apretujaba la muchedumbre animada de los jurados y de los abogados, dichosos por haber concluido; Nejludov tuvo que esperar algunos minutos antes de poder abandonar la sala. Cuando llegó al corredor, Maslova estaba ya lejos. Corrió hacia ella, sin preocuparse de la extrañeza que provocaba, y no se detuvo hasta haber llegado a su altura. Ya ella no lloraba, pero dejaba escapar grandes sollozos entrecortados, mientras se enjugaba con la punta de su pañolón el enrojecido rostro. Pasó ante él sin verlo, y él la dejó pasar para luego reemprender su carrera a través del corredor con objeto de buscar al presidente del tribunal. Cuando Nejludov lo alcanzó, el presidente estaba ya en el vestíbulo y dispuesto a marcharse. Acercándose a él, que en aquel momento se ponía un elegante abrigo claro y recibía de manos del portero su bastón con puño de plata, Nejludov le dijo:

-Señor presidente, ¿Podría hablarle un momento del asunto que se acaba de juzgar? Soy miembro del jurado.

-Pero, ¡cómo! ¿No es usted el príncipe Nejludov? Tengo mucho gusto en volverlo a ver -respondió el presidente, con un apretón de manos.

Se acordaba con placer del baile en que se habían conocido y donde él mismo había bailado con más encanto y viveza que los jóvenes.

-¿En qué puedo servirle?

-Nuestra respuesta referente a Maslova se basa en una equivocación. Inocente del envenenamiento, he aquí que se la condena a trabajos forzados -dijo Nejludov con aire sombrío.

-Pero el tribunal ha dictado su sentencia según las respuestas de ustedes -dijo el presidente, avanzando hacia la puerta -, aunque en modo alguno hayamos encontrado relación en esas respuestas con las preguntas.

El presidente se acordó entonces de que había tenido la intención de explicar a los jurados que la respuesta: «Sí, culpable, no haciendo constar la salvedad: «sin intención de matar afirmaba el asesinato con premeditación; pero que, con la prisa de acabar, no lo había dicho.

-Pero, ¿no se podría reparar este error?

-Siempre se encuentran motivos de casación. Hay que dirigirse a los abogados -dijo el presidente, ladeándose el sombrero sobre la oreja y acercándose a la puerta.

-¡Pero es espantoso!

-Mire usted, para Maslova no había más que dos soluciones posibles...

Habiéndose sacado las patillas sobre el borde del traje, agarró ligeramente a Nejludov para arrastrarlo hacia la salida, pues el presidente parecía sin duda deseoso de ser agradable al príncipe.

¿Sale usted también? -le dijo.

-Sí- respondió Nejludov, quien se puso con rapidez su abrigo y siguió al presidente.

Fuera brillaba un sol radiante, y las calles estaban llenas de ruido y de animación. A causa del estrépito que formaban sobre d pavimento las ruedas de los vehículos, el presidente tuvo que levantar la voz:

-Mire usted- dijo -, la situación era un poco rara. Para este asunto no había más que dos soluciones posibles. Maslova podía ser casi absuelta, es decir, condenada a algunos meses de cárcel, condena de la que se habría deducido su prisión preventiva; la pena que quedara sería insignificante. O bien había que condenarla a trabajos forzados. Nada de términos medios. Si ustedes hubiesen añadido las palabras: «pero sin intención de causar la muerte», habría sido absuelta.

-¡Es imperdonable en mí no haber pensado en eso! -dijo Nejludov.

-Pues bien, ahí está el quid de la cuestión -replicó el presidente, sonriendo y mirando su reloj. El último plazo de la cita fijada por Clara iba a expirar dentro de tres cuartos de hora -.Y ahora, si usted lo desea, diríjase a un abogado. No se trata más que de encontrar una motivo de casación: eso se encuentra siempre. Calle Dvorianskaia- dijo a un cochero -. Treinta copeques por la carrera; nunca doy más.

-¡Dígnese subir su excelencia!

-Mis mejores saludos -terminó el presidente, despidiéndose de Nejludov -.Y si puedo serle útil: casa Dvornikov, calle Dvorianskaia: ¡es fácil de retener!

Luego saludó a Nejludov con una última inclinación con descendiente de cabeza y se alejó.

XXV

Su conversación con el presidente y el contacto con el aire fresco del exterior habían calmado un poco a Nejludov. Atribuyó en gran parte a la fatiga la extraña emoción que acababa de experimentar y que habían exagerado las circunstancias anormales en que se encontraba desde por la mañana.

«Desde luego- pensó -, he aquí un encuentro asombroso y extraño. Mi deber es suavizar lo antes posible la suerte de esa infortunada. Por tanto, ahora mismo voy a enterarme de la dirección de Fanarin, o de Nikichin.»

Se trataba de dos abogados famosos cuyos nombres le acudieron a la memoria.

Deshizo el camino andado, volvió a entrar en el Palacio de Justicia, se quitó el abrigo y subió la escalera. En el primer corredor encontró a Fanarin y lo abordó diciéndole que tenía que hablar con él. El abogado, que lo conocía de vista y de nombre, se apresuró a dispensarle una buena acogida.

Estoy un poco cansado; pero si no es cosa de mucho tiempo, cuénteme su asunto. Pasemos por aquí.

Hizo pasar a Nejludov a una sala, sin duda el despacho de algún juez, donde se sentaron cerca de la mesa.

-Bueno, ¿de qué se trata?

Ante todo -dijo Nejludov -, debo rogarle que no diga a nadie la participación que tomo en el asunto del que quiero hablarle.

Naturalmente, ni que decir tiene. ¿Y bien...?

Soy jurado , y hoy hemos condenado a trabajos forzados a una mujer que no es culpable. Eso me atormenta.

A pesar suyo, enrojeció y se turbó. Fanarin lanzó sobre él una rápida mirada, bajó los ojos y escuchó.

-Dígame -instó.

-Hemos condenado a una inocente. Quisiera que se presentara recurso contra la sentencia, llevando el juicio a una jurisdicción superior.

-Al Senado- precisó el abogado.

Y he venido a pedirle a usted que se encargue de este asunto.

Nejludov tenía prisa sobre todo de zanjar un punto delicado, y añadió ruborizándose:

-Sus honorarios y todos los gastos, por considerables que sean, corren de mi cuenta.

-Sí, sí, no discutiremos sobre eso -replicó el abogado, sonriendo complacidamente al ver la inexperiencia de Nejludov -. Bueno, ¿en qué consiste ese asunto?

Nejludov sé lo resumió brevemente.

-Muy bien. Mañana mismo pediré los autos y los examinaré , y pasado mañana... No, más bien el jueves... El jueves, pues, si usted quiere venir a mi casa a eso de las seis de la tarde, le daré una respuesta. Estamos de acuerdo, ¿no es así? Tengo todavía varias cosas que hacer en el Palacio antes de volver a casa.

Nejludov se despidió de él y abandonó el Palacio de Justicia.

Aquella nueva conversación había aumentado su calma; se estimaba dichoso por haber emprendido ya algunas medidas en defensa de Maslova. Gozaba del hermoso tiempo y aspiraba deliciosamente los efluvio primaverales. Conductores de coches de punto parados delante de él le ofrecían sus servicios, pero él prefería caminar. Todo un enjambre de pensamientos y recuerdos relativos a Katucha y a su conducta para con ella ocupaban su mente , y se sintió lleno de tristeza. «N- se dijo-, ya pensaré en eso más tarde. Ahora tengo que distraerme de tantas impresiones penosas.»