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-¡Qué verdad es eso! -respondió ella a un comentario de Kolossov, al mismo tiempo que apretaba el botón de un timbre eléctrico.

En aquel momento, sin decir nada, como familiar de la casa, el médico se levantó y salió , y Sofía Vassilievna lo siguió con los ojos, sin interrumpir la conversación.

-¡Felipe! Tenga usted la bondad de bajar esa cortina -dijo al guapo lacayo que había entrado a la llamada de! timbre -. No; por mucho que usted diga, hay algo místico; y no existe poesía sin misticismo -continuó, dirigiéndose a Kolossov, mientras uno de sus negros ojos espiaba con mal humor los movimientos del lacayo, ocupado en bajar la cortina -. Sin poesía, el misticismo es superstición; y la poesía sin misticismo es prosa -prosiguió ella con una sonrisa contrita y el ojo clavado en el lacayo -. Pero, no, Felipe! No es esa cortina. Es la de la ventana grande -dijo al fin con un aire de sufrimiento y como si hubiese quedado agotada por el esfuerzo que le habían costado tantas palabras.

Para calmarse, se llevó a la boca, con su mano cargada de sortijas, el perfumado cigarrillo.

Silencioso y sumiso, caminando ligeramente sobre la alfombra, con sus piernas musculosas y sus pantorrillas salientes, el guapo lacayo se acercó a la otra ventana y, mirando a la princesa, se puso a bajar cuidadosamente la cortina, a fin de que ni el menor rayo pudiese caer sobre ella. Pero tampoco esta vez estaba haciendo lo que quería Sofía Vassilievna, quien de nuevo tuvo que interrumpir su disertación sobre el misticismo para aleccionar al implacable y torpe Felipe que tanto la fatigaba. Por un momento, un relámpago pasó por los ojos de lacayo.

«El pobre debe de estarse diciendo: ¿qué diablos es lo que quieres en definitiva?», pensó Nejludov ante aquella escena.

El guapo y robusto Felipe reprimió inmediatamente su movimiento de impaciencia y se puso a ejecutar las órdenes de la indolente, débil y sofisticada princesa.

-Desde luego, hay mucho de verdad en la doctrina de Darwin, pero a veces va demasiado lejos -continuó Kolossov, agitándose en su butaca y mirando a la princesa con ojos soñolientos.

-Y usted, ¿cree usted en la herencia? -preguntó a Nejludov, cuyo silencio la tenía desazonada.

-¿La herencia? No, no creo en ella- respondió sin desprenderse de las visiones extrañas que obsesionaban su imaginación.

Se figuraba posando como modelo, al lado del robusto y guapo Felipe, a Kolossov desnudo, con su vientre en forma de calabaza, su cabeza calva y sus brazos esqueléticos, caídos como cuerdas. Y, vagamente también, entrevió los hombros de Sofía Vassilievna, recubiertos ahora de seda y de terciopelo, tal como debían de ser. Pero esa imagen resultaba realmente demasiado repugnante, y la rechazó.

Sofía Vassilievna se quedó mirándolo con fijeza.

-Pero -dijo ella -me olvido de que Missy le está esperando. Vaya a reunirse con ella; creo que tiene intención de interpretarle un trozo de Grieg. Es muy interesante.

«¡No tiene que interpretarme nada! ¿A qué vienen todas estas mentiras?», pensó Nejludov, levantándose y estrechando la mano transparente, huesuda y cargada de anillos de Sofía Vassilievna.

En el salón se encontró con Catalina Alexeievna, quien lo detuvo al pasar.

-Lo cierto es -le dijo ella en francés, siguiendo su costumbre -que las funciones de jurado, ya lo veo, le deprimen a usted un poco.

-Sí, excúseme. Esta noche no me siento en forma, y no tengo derecho a imponer mi malhumor a los demás -respondió Nejludov.

¿Y por qué no está usted en forma?

-Eso, permítame que no se lo diga- replicó él, buscando su sombrero.

-¿Se olvida usted, pues, de que nos dijo que había que decir siempre la verdad y que incluso se aprovechó de eso para decirnos a todos verdades crueles? ¿Por qué hoy no quiere usted decir la verdad? ¿Te acuerdas, Missy? -añadió Catalina Alexeievna, volviéndose hacia la joven, que acababa de entrar.

-Es que entonces era un juego - respondió gravemente Nejludov -.El juego permite esas cosas. Pero en la vida real, somos tan malos... o yo soy tan malo..., que no me es posible pensar en decir la verdad.

-No se retenga usted. Diga más bien que todos somos malos -replicó alegremente la madura muchacha, sin fijarse en la gravedad de Nejludov.

-No hay nada peor que decirse que no se está en forma- interrumpió Missy -.Por mi parte, nunca me lo confieso a mí misma; por eso siempre estoy en forma. Vamos, sígame, vamos a tratar de disipar su mauvaise humeur.

Nejludov experimentó el sentimiento que deben de experimentar los caballos en el momento de ser embridados y enjaezados. Nunca hasta entonces había experimentado tanto miedo a dejarse enjaezar. Se excusó diciendo que tenía necesidad de volver a su casa, y se preparó a despedirse. Missy le retuvo la mano más tiempo que de costumbre.

Recuerde que lo que es grave para usted lo es al mismo tiempo para sus amigos -dijo ella -.¿Vendrá usted mañana?

-No lo creo- respondió Nejludov, y sintiendo que el rubor le subía al rostro, se apresuró a salir.

-¿Qué significa todo esto? Comme cela m’intrigue! -dijo Catalina Alexeievna cuando él hubo abandonado el salón -. Es preciso que me entere. Quelque affaire d'amour-propre. Il est tres susceptible, notre cher Mitia!

« Plutôt une affaire d'amour sale», pensó Missy, pero sin decirlo. Miraba delante de ella con aire sombrío, muy distinto del que tenía en presencia de Nejludov. Sin embargo, ni siquiera delante de Catalina Alexeievna se habría atrevido a formular aquel juego de palabras de mal gusto, y se limitó a decir:

-Todos tenemos nuestros días buenos y nuestros días malos.

«¿También se escapará éste? -pensó Missy -.Estaría muy mal por su parte, después de todo lo que ha pasado.»

Si le hubiesen preguntado a Missy lo que quería decir con aquellas palabras «todo lo que ha pasado», no habría podido alegar nada preciso. Tenía, sin embargo, una impresión absolutamente clara de las esperanzas despertadas en ella por Nejludov y casi una promesa de casamiento. Desde luego, ninguna palabra precisa los había ligado, pero miradas, sonrisas, alusiones y silencios bastaban, a juicio de ella, para que lo considerase como si le perteneciese. Por eso el pensamiento de perderlo le resultaban tan penoso.

XXVIII

Vergüenza y disgusto, disgusto y vergüenza!», pensaba Nejludov, volviendo a pie a su casa por un camino recorrido a menudo. La penosa impresión nacida en el de su conversación con Missy no se disipaba. Se sentía «formalmente» al abrigo de los reproches de la joven, en cuanto se trataba de declaración que hubiera podido comprometerlo; y sin embargo, no estaba menos ligado a ella. Lo comprendía, y con todas las fuerzas de su ser comprendía también la imposibilidad de casarse con ella.

¡Vergüenza y disgusto, disgusto y vergüenza!», se repetía ante el pensamiento no sólo de sus relaciones con Missy, sino de todo lo que lo rodeaba. «¡Todo es disgusto y vergüenza!», repitió, subiendo la escalinata de su casa.

-No cenaré -le dijo a su criado Kornei, quien lo esperaba en el comedor dispuesto a servirle-. Puede usted retirarse.

-A sus órdenes -respondió el criado, que, en lugar de marcharse, quitó la mesa.

Nejludov no pudo abstenerse de creer que el otro obraba así para contrariarlo. Miraba a Kornei con malhumor; habría querido que todo el mundo lo dejase en paz, y todo el mundo se ponía de acuerdo para llevarle la contraria.

Cuando Kornei salió, Nejludov se acercó al samovar para prepararse su té; pero oyó en la antecámara los pasos de Agrafena Petrovna, y, para no verla, salió precipitadamente y pasó al salón, cuya puerta cerró tras él. Tres meses antes, su madre había muerto en aquel salón. Dos lámparas de reflectores lo alumbraban, iluminando los dos grandes retratos del padre y de la madre de Nejludov colgados en la pared. Y éste se acordó de sus últimas relaciones con su madre. Falsas también, y, también allí, vergüenza y disgusto. Se acordaba de que en los últimos tiempos de la enfermedad de su madre había deseado positivamente su muerte. Era, había pensado entonces, para que se librase de sus sufrimientos; hoy comprendía que la había deseado para librarse él mismo de la vista de sus sufrimientos.