Con el deseo de evocar en él recuerdos mejores, se acercó al retrato, firmado por un pintor célebre y por el que se pagó en tiempos cinco mil rublos. La madre de Nejludov estaba representada con vestido de terciopelo negro, descubierta la garganta. El artista, eso se notaba, había puesto el mayor cuidado en pintar bien el nacimiento de los senos, su separación, el cuello y los hombros, que su modelo tenía muy bellos. A él le pareció esta vez que era absolutamente vergonzoso y desagradable. Se espantó de lo que había de repulsivo y de sacrílego en aquella figura de su madre bajo el aspecto de una belleza semidesnuda. La cosa resultaba tanto más chocante cuanto que hacía tres meses, allí mismo, la misma mujer se había tendido sobre un diván, seca como una momia, exhalando un olor que infectaba toda la casa. Se acordó de que, la víspera de su muerte, ella le había cogido una mano entre sus pobres manos descarnadas, lo había mirado a los ojos y le había dicho: «¡No me juzgues, Mitia, si no he hecho lo que era preciso!» Y que de sus ojos enturbiados por el sufrimiento habían salido lágrimas.
«¡Qué disgusto!», se dijo una vez más frente al retrato donde su madre, con una sonrisa triunfante, desplegaba sus magníficos hombros y sus brazos de mármol , y la desnudez de aquel pecho lo hizo pensar en otra joven, vista por él aquellos últimos días e igualmente escotada. Era Missy, quien, una noche de baile, le había rogado que viniese a verla con su nuevo vestido. Con verdadera repugnancia se acordó del placer que había experimentado al ver los bonitos hombros y los bellos brazos de Missy. «¡Y delante de ese padre grosero y sensual, con su pasado de crueldad, y esa madre bel esprit, de reputación sospechosa!», pensaba. Todo aquello era repugnante y vergonzoso. ¡Vergüenza y disgusto, disgusto y vergüenza!
«No, no -se dijo -, ¡Es preciso que me libere, que rompa todas estas relaciones mentirosas con los Kortchaguin, con María Vassilievna, con la herencia y con todo lo demás...! Sí, escaparme, respirar en paz. Ir al extranjero, trabajar en mi cuadro en Roma.»
Y se acordó de sus propias dudas sobre su talento.
Bah, ¿qué importa eso? Lo importante es respirar en libertad. Iré a Constantinopla y luego a Roma. Me iré en cuanto cierren los tribunales y quede arreglado este asunto con el abogado.»
De nuevo se irguió ante él la imagen viviente de la condenada, con sus negros ojos que bizqueaban un poco. ¡Ah, cómo había llorado ella al gritar aquellas últimas palabras! Con un gesto brusco, tiró el cigarrillo que acababa de encender, encendió otro y se puso a caminar de arriba abajo por la habitación. Luego, con el pensamiento, volvió a ver los minutos sucesivos pasados con Katucha: la escena de la habitacioncita, el desencadenamiento de su pasión bestial, su desilusión una vez satisfecha aquélla. Volvió a ver el vestido blanco y el cinturón azul, y la misa nocturna.
«Sí, aquella noche la amé, la amé verdaderamente, con un amor fuerte y puro; y la había amado antes, ¡oh, cuantísimo!, cuando residía en casa de mis tías para escribir mi tesis.»
Volvió a verse a sí mismo tal como era entonces, y eso lo inundó con un perfume de frescor, de juventud, de vida dichosa; y se agravó aún más su tristeza.
Le pareció enorme la diferencia existente entre el hombre de entonces y el de ahora: tanta y quizá más aún que la que existía entre la Katucha de la iglesia y la prostituta, la amante del comerciante siberiano, juzgada por él hacía poco. Valeroso y libre entonces, nada le parecía imposible; ahora, sepultado en una existencia inútil y vacía, miserable y estúpida, sin salida y de la cual muy a menudo se negaba a salir. Recordó que orgullo extraía entonces de su franqueza y de su principio de decir siempre la verdad, y de su manera de decirla; en tanto que ahora estaba sumido en la más espantosa mentira, considerada verdad por quienes lo rodeaban.
Y tampoco había salida de aquella mentira en la que se hundía por la fuerza de la costumbre, en la que se pavoneaba.
¿Cómo liberarse en sus relaciones con María Vassilievna? ¿Cómo resolverse a poder mirar cara a cara al marido y a los hijos de aquella mujer? ¿Cómo romper su trato con Missy? ¿Cómo poner de acuerdo el hecho de haber proclamado él mismo la injusticia de la propiedad rústica y el de poseer la herencia de su madre, indispensable para su existencia? ¿Cómo redimir su falta para con Katucha? Y, sin embargo, las cosas no podían quedar así. «No puedo -se decía él- abandonar a una mujer amada en otros tiempos, pagando solamente a un abogado para arrancarla de esa cárcel que no ha merecido. ¡Querer lavar mi falta con dinero es lo que yo creía suficiente cuando daba cien rublos a Katucha!»
Volvió a ver el momento en que, en el vestíbulo de la casa de sus tías, se había acercado a la joven, le había deslizado el dinero y había huido. «¡Ah, ese maldito dinero, ah, ah, qué asco!», se dijo en voz alta, como lo había dicho entonces. «Solamente un miserable, un canalla, podía obrar así. ¿Y soy yo ese canalla, ese miserable? —exclamó- ¿Pues quién sino yo?», se respondió , y continuó denunciándose a sí mismo: «Y además, no es eso todo. ¿No es una bajeza tus relaciones con María Vassilievna, tu amistad con su marido? ¿Y tu actitud en lo que se refiere a tus bienes? So pretexto de que el dinero procede de tu madre, ¿no disfrutas de la riqueza que consideras ilegítima? ¿Y toda tu vida, ociosa e inútil? Y, como coronamiento de todo eso, ¿qué puedes decir de tu conducta respecto a Katucha? ¡Eres un miserable! ¿Qué importa el juicio de los demás? Tú puedes engañados, pero no puedes engañarte a ti mismo.»
Y comprendió que el objeto de una aversión que él sentía desde hacía algún tiempo, y sobre todo aquella noche no eran ni los hombres ni el viejo príncipe, ni Sofía Vasilievna, ni Missy, ni Kornei, sino él mismo, y, ¡cosa extraña!, aquel reconocimiento de su indignidad, aunque penoso, contenía algo de calmante y de consolador.
Varias veces en el curso de su existencia había ya procedido a lo que él llamaba «limpiados de conciencia»; crisis morales en las que el decaimiento, casi la detención de su vida interior, lo habían obligado a barrer las porquerías que manchaban su alma.
Hecho eso, no dejaba nunca de imponerse reglas jurándose seguirlas. Escribía un diario, volvía a empezar una nueva vida « turning a new leaf», como él decía. Pero la seducción del mundo volvía de nuevo a atrapado, y volvía otra vez al punto de partida, si no más bajo.
El verano en que pasó las vacaciones en casa de sus tías había marcado la primera de aquellas «limpiezas». Fue su despertar más vivo y más entusiasta. Sus consecuencias habían durado bastante tiempo. El segundo despertar ocurrió cuando, habiendo abandonado su empleo de funcionario, soñó con sacrificar su vida y había partido a guerrear contra los turcos. En aquella ocasión, la recaída tuvo lugar antes que otras veces. Un nuevo despertar había ocurrido cuando abandonó el ejército y partió al extranjero para dedicarse a la pintura.
Desde entonces, y hasta el día de hoy, había transcurrido un largo período sin que «limpiase su conciencia». Por eso nunca había llegado a una suciedad tal, a un tal desacuerdo entre lo que exigía su conciencia y la vida que llevaba. Se quedó aterrado. El abismo era tan grande, y la suciedad tan fuerte, que en el primer momento desesperaba de poder desprenderse de ella.
«Más de una vez has tratado de corregirte, de hacerte mejor, y has fracasado -le decía una voz tentadora -.¿Vale la pena empezar una vez más? ¿Es que eres tú el único que estás en ese caso? Todo el mundo es como tú. ¡Es la vida!»
Pero el ser libre, el ser moral, y que es en nosotros el único verdadero, el único poderoso, el único eterno, ese ser, en aquel momento, se había despertado en él. Le era imposible no creer en él. Por colosal que fuera la distancia entre lo que era y lo que habría querido ser, aquel ser interior afirmaba que todo le era posible aún.