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Por último, la duodécima detenida era la hija de un sacristán; había ahogado a su hijo recién nacido en un pozo. Era una muchacha alta, larguirucha, rubia, con una trenza gruesa y corta, dorada y mal peinada, y ojos salientes y fijos. Descalza y en camisa de tela gris, caminaba sin tregua de arriba abajo por el estrecho espacio que dejaban las camas, sin ver a nadie ni hablar con nadie, y, cuando llegaba a la pared, daba una brusca media vuelta.

XXXI

Cuando la puerta se abrió para dejar paso a Maslova, todas se volvieron hacia ella; incluso la hija del sacristán detuvo su paseo, levantó las cejas al examinar a la recién llegada y luego, sin decir palabra, reemprendió su marcha de autómata. Korableva pinchó su aguja en el saco que estaba cosiendo, y, por encima de sus gafas, interrogó a Maslova con la mirada:

-¡Perra suerte! -exclamó con su voz de bajo -.¡Ha vuelto! ¡Yo que pensaba que la iban a dejar en libertad!

Se quitó las gafas y las depositó sobre la cama, juntamente con su labor.

-Precisamente estábamos diciendo con la madrecita que quizá te habrían soltado ya. Parece que de vez en cuando ocurre eso. Y hay veces en que incluso le dan a una dinero -dijo la guardabarrera con voz cantarina -. Y he aquí lo que te ocurre; no hemos adivinado. ¡Estamos en las manos de Dios, cariño! -añadió ella con voz enternecida y continuando su costura.

-Entonces, ¿de verdad te han condenado? -preguntó Fedosia con compasión, mirando a Maslova con sus azules ojos infantiles , y todo su rostro joven y alegre pareció a punto de inundarse de lágrimas.

Maslova no respondió nada. Se acercó a su cama, vecina a la de Korableva, y se sentó.

-Y quizá ni siquiera has comido, ¿verdad? -dijo Fedosia, sentándose al lado de ella.

Maslova, sin responder, depositó los panes sobre la cabecera y se desnudó; se quitó su polvoriento capote, deshizo el pañolón que recubría los bucles de sus negros cabellos y volvió a sentarse.

La vieja jorobada, que, al extremo de la sala, jugaba con el niño, se acercó a su vez:

-¡Ts!, ¡ts!, ¡ts! -dijo con un chasquido de la lengua e inclinando compasivamente la cabeza.

El niño acudió detrás de ella. Boquiabierto y con ojos como platos, se quedó mirando los panes traídos por Maslova, ésta, después de todo lo que le había pasado, al volver a ver aquellos rostros llenos de compasión, sintió ganas de llorar y le temblaron los labios; sin embargo, se contuvo hasta el momento en que la vieja y el niño se le acercaron. Pero ante las exclamaciones de la primera y las miradas serias del niño que iban desde los panes a ella, no pudo dominarse. Todos sus rasgos se estremecieron y estalló en sollozos.

-Siempre te lo dije: ¡escoge un abogado ladino! -dijo Korableva-. Bueno, ¿qué ha pasado? ¿Deportación?

Las lágrimas le impidieron a Maslova responder. Recogió el pan y tendió a Korableva el paquete de cigarrillos, donde estaba representada una dama toda rosa de alto pescuezo y escotada en triángulo. Korableva miró la imagen y meneó la cabeza, pareciendo desaprobar a Maslova por haber gastado tan tontamente su dinero; luego sacó un cigarrillo, lo encendió en la lámpara y, habiendo dado una chupada, se lo tendió a Maslova, quien, todavía llorando, se puso a fumar con avidez.

-¡Trabajos forzados! -gimió ella por fin entre dos sollozos.

-¡No sienten temor de Dios esos malditos vampiros! -exclamó Korableva -¡Han condenado a esta muchacha por nada!

En aquel momento, las cuatro mujeres, en pie ante la otra ventana, lanzaron una gran risotada. Se oyó también la risa fresca de la niña mezclada a las risas enronquecidas y agudas de las mujeres. Sin duda, uno de los presos había provocado aquel estallido de alegría chocarrera con un gesto equívoco.

-¡Vaya, el perro rapado! ¿Habéis visto lo que ha hecho? -clamó la mujer pelirroja, moviendo su desmalazado cuerpo.

-¡Vaya una piel de tambor! ¡Pues sí que hay mucho de qué reír!- dijo Korableva, señalando con la cabeza a la mujer pelirroja. Y, dirigiéndose a Maslova -: ¿y por cuántos años?

-Por cuatro -respondió Maslova, con una abundancia tal de lágrimas, que una de ellas cayó sobre su cigarrillo.

Maslova lo miró con malhumor, lo tiró y cogió otro.

Aunque ella no fumaba, la guardabarrera recogió inmediatamente la colilla y dijo a su vez:

-¡Ay, hermosa mía, qué verdad cuando dicen que nos comen los puercos! Hacen lo que les da la gana. ¡Y nosotras que habíamos creído que te pondrían en libertad! Matveievna aseguraba que te absolverían. Y yo le respondí: «No, cariño, mi corazón presiente que la van a devorar.» Y he aquí que es cierto- proseguía la guardabarrera, escuchando con un placer visible el sonido de su propia voz.

Durante este tiempo, los presos habían acabado de atravesar el patio. Las mujeres que habían cruzado con ellos groseras pullas abandonaron la ventana para acercarse a Maslova. Llegó primeramente la tabernera con su hijita.

-Qué, ¿han sido muy severos?- preguntó sentándose al lado de Maslova y sin dejar de hacer punto apresuradamente.

-¡La han condenado porque no tenía dinero! -replicó Korableva -.Si lo hubiese tenido, habría podido pagar a un abogado astuto y ladino que habría hecho que la absolvieran. Hay uno (no me acuerdo ya de su nombre), uno peludo, con una gran nariz; ése, muchacha, te sacaría completamente seca del fondo del agua. Había que haber cogido a ése.

-¡Ah, sí, cogerlo! -dijo la Hermosamostrando sus dientes -.¡Ese no pediría menos de mil rublos!

-Sin duda, es tu estrella- interrumpió la buena vieja condenada por incendio -. No es porque yo lo diga. El miserable que le quitó la mujer a mi hijo y que le hizo poner a él entre rejas para que alimentase a los piojos y que me ha hecho encerrar a mí en mi vejez... -continuó, recomenzando su historia por centésima vez.

-No hay medio de evitar la cárcel ni la pobreza. Si no es la una, es la otra. Son todos lo mismo -dijo la tabernera. Y de repente, mirando la cabeza de su hija, soltó la media que estaba tejiendo cogió a la niña entre sus rodillas y, con gran destreza, se puso a buscarle entre los cabellos -.¿Por qué te dedicaste a vender aguardiente? -y se respondió -:¿Con qué, si no, habría dado de comer a mis hijos?

Esta palabra de «aguardiente» dio a Maslova ganas de beberlo.

Me gustaría beber un vaso -dijo a Korableva. Se enjugó las lágrimas con la manga de la camisa y no dejó escapar un sollozo más que de tarde en tarde.

-Entonces, dame- dijo Korableva.

XXXII

Maslova había escondido también su dinero en el pan. Lo retiró y tendió el billete a Korableva. Ésta no sabía leer; se lo enseñó a la Hermosa, quien le dijo que aquel cuadradito de papel valía dos rublos cincuenta. La vieja fue entonces a la estufa, abrió la puerta del tiro y sacó un frasco de aguardiente. Al ver aquello, las mujeres que no eran vecinas suyas regresaron a sus puestos. Esperando el aguardiente, Maslova sacudió el polvo de su capote y de su pañolón, subió a su camastro y se puso a comer su pan:

-Te había dejado té, pero ahora está frío -le dijo Fedosia, quien tomó de una plancha una tetera y un vaso de hierro fundido envueltos en un trapo.

La bebida estaba en efecto completamente fría y sabía más a hierro que a té. Sin embargo, Maslova la bebió comiendo su pan.

-¡Toma, Finaschka! -le gritó al niño, partiendo un pedazo de pan, que le dio.

Korableva tendió el frasco de aguardiente y el vaso, y Maslova le ofreció un poco, igual que a la Hermosa. Ellas tres componían la aristocracia del lugar, siendo las únicas que de vez en cuando tenían dinero, y compartían siempre entre ellas lo que tenían.

Maslova, pronto toda animada, contó lo que le había impresionado en la Audiencia y remedó los ademanes y el tono del fiscal. Dijo el interés que habían mostrado todo el día los hombres por acercársele. En la vista, todo el mundo la había estado mirando, y aun después del juicio, en la habitación donde la habían encerrado, no dejaba de venir gente a verla.