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¡Vaya, vaya, la hermosa muchacha! -había dicho uno.

¡Mis respetos a la madrecita!- había dicho otro, guiñando un ojo.

Y uno de ellos, moreno, con la cabeza rapada y enormes bigotes, haciendo resonar sus hierros, se le había acercado para agarrarla del talle.

-¿Es que no reconoces a tu amiguito? ¡Vamos, no tengas tantos escrúpulos! -le dijo, enseñando los dientes y con los ojos brillantes cuando ella lo rechazó.

-¿Qué haces tú ahí, bribón?- gritó el subdirector de la cárcel, apareciendo de improviso.

Inmediatamente, el forzado se retiró, agachando la espalda , y el subdirector se volvió hacia Maslova.

-¿Y tú, qué vienes a hacer aquí?

Maslova estaba tan cansada, que le faltaron fuerzas para decir que volvía del tribunal.

-Llega de la Audiencia, señoría -respondió uno de los soldados, llevándose la mano a la garra.

-Hay que entregársela al guardián jefe. ¿Qué significa este desorden?

-A sus órdenes, señoría.

-¡Sokolov! ¡Hazte cargo de ella! -gritó el subdirector. El guardián jefe se acercó, la agarró por un hombro con malhumor y, haciéndole una señal con la cabeza, la condujo él mismo por el corredor de las mujeres. Allí la registraron por todas partes sin encontrar nada (el paquete de cigarrillos lo había escondido dentro del pan) y la hicieron entrar de nuevo en la sala de donde había partido por la mañana.

XXX

Esta sala a la que llevaban de nuevo a Maslova era una gran pieza de nueve archines 12de largo por siete de ancho con dos ventanas; por todo mobiliario, una vieja estufa blanca en sus tiempos y una veintena de camas de tablas desunidas y que ocupaban los dos tercios de la superficie de la sala. Hacia el centro, frente a la puerta, ardía un cirio ante un icono ennegrecido de grasa y adornado con un viejo ramillete de siemprevivas. A la izquierda, detrás de la puerta, el cubo de las basuras.

Acababan de pasar la lista de retreta y de encerrar a las presas para la noche.

Quince personas ocupaban la sala: doce mujeres y tres niños.

Había aún claridad y sólo dos mujeres estaban acostadas. Una de ellas dormía, tapada la cabeza con su capote: era una idiota, encarcelada por vagabunda, y que dormía día y noche. La otra, condenada por robo, era tísica. Sin dormir, permanecía extendida, abiertos los grandes ojos, posada la cabeza sobre su capote; un hilo de saliva corría de sus labios, apretada la garganta en un duro esfuerzo para no toser. Entre las demás mujeres, vestidas la mayoría solamente con camisas de tela gruesa, unas cosían, sentadas en sus camastros; otras, de pie junto a las ventanas, miraban pasar por el paño el convoy de los presos. De las tres mujeres que cosían, una era la vieja Korableva, quien por la mañana había hablado a Maslova por la mirilla de la puerta. Era una mujer alta y fuerte, de cara enfurruñada, con grandes cejas fruncidas, carrillos que le caían bajo el mentón, cabellos ralos y amarillentos, griseando ya en las sienes, y una verruga cubierta de pelos en la mejilla. Había sido condenada a prisión por haber matado a su marido, al que encontró a punto de violar a su hija. Decana de la sala, gozaba del privilegio de vender aguardiente. En aquellos momentos cosía, provista de gafas y sosteniendo la aguja al modo campesino, esto es, con tres dedos de su gran mano callosa. Cerca de ella, cosiendo igualmente, estaba una mujercita morena de nariz roma, con ojillos negros, aire bonachón y, además, muy charlatana. Guardabarrera de ferrocarril, había sido condenada a tres meses de cárcel por haber causado un accidente al olvidar, una noche, agitar su bandera al paso de un tren. La tercera era Fedosia, o Fenitchka, como la denominaban sus compañeras, joven aún, toda blanca y toda rosa, con claros ojos de niña y, alrededor de su cabecita, dos largas trenzas enrolladas de rubios cabellos. Estaba en la cárcel por tentativa de envenenamiento contra su marido, al día siguiente de casarse, sin motivo aparente; tenía entonces apenas dieciséis años. Ahora bien, durante sus ocho meses de prisión preventiva no sólo se había reconciliado con su marido, sino, más aún, se había enamorado de él. Cuando se celebró el juicio, ella le pertenecía en cuerpo y alma, lo que no había impedido que el tribunal la condenase a trabajos forzados en Siberia, a pesar de las súplicas de su marido, de su suegro y sobre todo de su suegra, que sentían por ella una verdadera ternura y que habían hecho toda clase de esfuerzos para que la absolvieran. Buena, alegre, siempre risueña, era vecina de cama de Maslova y había congeniado pronto con ella, y la colmaba de cumplidos y de atenciones.

Cerca de allí, en una cama, estaban sentadas otras dos mujeres. Una, de unos cuarenta años, delgada y pálida, con algunos restos de belleza marchita, amamantaba a un niño. Era una campesina condenada por rebelión contra la autoridad. Habiendo ido un día a su pueblo la policía para llevarse por la fuerza al regimiento a uno de sus sobrinos, los campesinos, juzgando ese acto ilegal, se habían rebelado, avasallando al comisario de policía rural, y la mujer había saltado a los belfos del caballo sobre el cual habían hecho subir a su sobrino, a fin de liberar a éste. Una viejecilla, jorobada, de cabellos ya grises, estaba sentada cerca de la joven madre. Fingía querer atrapar a un grueso niñito de cuatro años, ventrudo, que corría alrededor de ella lanzando carcajadas. Y, en camisa, el niño corría, repitiendo sin cesar:

-¡No me coges! ¡No me coges!

El hijo de aquella vieja había sido condenado por tentativa de incendio, y ella había sido reconocida cómplice. Resignándose, en cuanto a ella, a su pena, no dejaba de gemir por su hijo, encarcelado igualmente, y sobre todo por su viejo marido; pues ella temía que su nuera se hubiese ido y que el viejo no tuviera a nadie para lavarlo y quitarle los piojos.

Además de estas siete mujeres, otras cuatro en pie ante una ventana abierta, se agarraban a los barrotes de hierro; hablaban con los presos que pasaban por el patio, los mismos que Maslova había encontrado en el vestíbulo. Una de esas mujeres, que expiaba un robo, era una alta pelirroja de cuerpo desmalazado, con pecas en todo su joven rostro. Con voz aguardentosa, lanzaba a través de la ventana gran cantidad de palabras chocarreras. A su lado había una mujercita morena a la que su largo tronco y sus cortas piernas daban el aire de tener diez años. Su rostro, de color de ladrillo, estaba lleno de manchas; sus ojos eran grandes y negros, con gruesos labios recortados, levantados sobre una fila de blancos y prominentes dientes. Soltaba risotadas al escuchar las respuestas de su vecina a los presos del patio. Su coquetería le había merecido el apodo de la Hermosa. Estaba condenada por robo e incendio. Delgada, huesuda, lastimosa, se erguía detrás de ella otra mujer, condenada por ocultación de objetos robados; inmóvil, con una camisa de tela gris muy sucia, pesada con su vientre fecundado, permanecía en pie, muda, sonriendo a veces, con aire aprobador y enternecido, a lo que ocurría en el patio. La cuarta detenida, de pequeña estatura, fuerte, de ojos salientes y aire bonachón, había sido condenada por venta fraudulenta de aguardiente. Era la madre del niño que jugaba con la jorobada y de una niñita de siete años, autorizados a compartir su prisión porque no habían sabido a quién confiárselos. La madre, como las demás mujeres, miraba por la ventana, pero sin dejar de hacer punto de media, y cerraba los ojos, pareciendo desaprobar lo que decían los presos que pasaban por el patio. En cuanto a la niñita de siete años, tenía cabellos de un rubio casi blanco, en desorden; agarrada con su delgada manecita a la falda de la pelirroja, fija la mirada, escuchaba atentamente los juramentos cruzados entre las mujeres y los presos y los repetía en voz baja, como si se los hubiese aprendido de memoria.

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12medida de longitud = 0.71m.- N. del T.