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Aunque tuviese prisa en acabar el asunto lo antes posible, a fin de ir a reunirse con su suiza, el presidente tenía hasta tal punto la rutina del oficio, que una vez que había empezado a hablar, ya no se detenía. Por eso explicó prolijamente a los jurados que tenían derecho a declarar a los acusados culpables, si les parecían culpables; a declararlos inocentes, si les parecían inocentes; que si los reconocían culpables en un punto de la acusación e inocentes en el otro, tenían derecho a declararlos culpables en uno e inocentes en otro. Les dijo seguidamente que este derecho se les otorgaba en toda su extensión, pero que el deber de ellos era hacer un uso razonable de este derecho. Y cuando iba a explicarles que una respuesta afirmativa dada a las preguntas hechas se aplicaría al conjunto de la pregunta y que si querían que se aplicase únicamente sobre tal o cual fracción de la pregunta deberían especificarlo, se le ocurrió la idea de consultar su reloj y vio que eran ya las tres menos cinco. Así, pues, abordó inmediatamente el fondo del asunto.

-Las circunstancias de este asunto son las siguientes - empezó él; y repitió todo lo que ya se había dicho muchas veces por los abogados, por el fiscal y por los testigos.

Hablaba y, a sus costados, los dos asesores lo escuchaban con recogimiento, mirando sus relojes a hurtadillas; encontraban el discurso excelente, tal como debía ser, pero un poco largo. El fiscal era de la misma opinión, así como todo el personal del tribunal y la sala entera.

Habiendo terminado el presidente su resumen, todo parecía dicho. Pero él no podía decidirse a dejar de hablar, tanto le agradaba oír las entonaciones acariciantes de su voz, por lo que juzgó oportuno repetir una vez más a los jurados la importancia del derecho conferido a ellos por la ley, con qué prudencia y circunspección debían usar de ese derecho, usar y no abusar, y cómo estaban ligados por su juramento. Les dijo que representaban la conciencia de la sociedad y que el secreto de sus deliberaciones era sagrado, etcétera, etcétera.

Desde el comienzo de su discurso, Maslova había clavado sus miradas en él, como con el temor de perderse una sola palabra. Así, Nejludov pudo examinarla largo rato sin temor a tropezar con su mirada. Sintió pasar entonces en él lo que ocurre en cada uno de nosotros cuando volvemos a encontrar un rostro familiar en otros tiempos.

Primeramente nos impresionan los cambios sobrevenidos desde la separación; luego, poco a poco, la impresión de estos cambios se borra, el rostro vuelve a ser tal como era varios años antes , y ante los ojos del alma aparece sola la personalidad espiritual, exclusiva, de ese ser único. Eso era lo que experimentaba Nejludov.

Sí; a pesar del capote de encarcelada, a pesar de todo el conjunto del cuerpo que se había hecho más ancho, el pecho ampliamente desarrollado, el espesamiento de la parte baja del rostro, las arrugas de la frente y de las sienes y la hinchazón de los párpados, era desde luego la misma Katucha que, en la noche aniversario de la resurrección de Cristo, había levantado hacia él su mirada tan inocente, lo había mirado con sus ojos llenos de amor y de felicidad y resplandecientes de vida.

«¡Qué casualidad tan prodigiosa! ¡Este caso juzgado precisamente en esta vista en la que soy jurado, y yo, que no había vuelto a ver a Katucha desde hace diez años, la encuentro ahora aquí, en el banquillo de los acusados! ¿Cómo va a acabar todo esto? ¡Ah, si pudiera terminar pronto!»

No cedía sin embargo al sentimiento de arrepentimiento que empezaba a hablar en él. Creía ver en aquello algo imprevisto, temporal, que pasaría sin modificar su vida. Se sentía en la situación de un perrito que habiéndose portado mal ha sido cogido por su dueño y le mete la nariz en su inmundicia. El perrito habría chillado y habría intentado alejarse lo más posible para escapar a las consecuencias de su acto; pero su dueño, implacable, no lo había soltado. Del mismo modo, Nejludov sentía la bajeza que había cometido, y también el brazo poderoso del dueño; pero no comprendía aún toda la gravedad de su acto, ni tampoco reconocía al dueño. Se empeñaba en creer que la obra que estaba ante él no era la suya; pero brazos invisibles, aunque implacables, lo sujetaban de tal modo que él presentía no poder escaparse.

Se esforzaba en aparecer valiente; cruzaba con aire desenvuelto las piernas una sobra otra, jugaba con sus lentes y, sentado en la segunda silla de la primera fila de los jurados, se comportaba con abandono y naturalidad. Sin embargo, en d fondo de su alma se daba ya cuenta de toda la crueldad, de la ignominia y de la bajeza, no sólo de su acto, sino de toda aquella vida ociosa, libertina, licenciosa y cruel que, desde hacía doce años, era la suya , y el terrible telón caído, durante esos doce últimos años, entre su crimen y los años que iban a seguir, empezaba a levantarse ya, permitiéndole por instantes echar una mirada hacia atrás.

XXIII

Por fin el presidente terminó su discurso; levantó, con un ademán elegante, la lista de las preguntas y entregó la hoja al jefe del jurado. Los jurados se levantaron y, sin saber qué hacer con las manos, felices por poder abandonar sus asientos, pasaron en fila a su sala de deliberaciones. Habiéndose cerrado la puerta detrás de ellos, fue custodiada por un guardia, quien, con el sable desenvainado, se quedó allí de centinela

Los jueces se levantaron y salieron a su vez; igualmente fueron sacados los acusados.

Apenas llegaron a la sala de deliberaciones, los jurados, como ya habían hecho antes, empezaron a encender cigarrillos.

El sentimiento de lo que había en su situación de artificial y de falso, la impresión experimentada más o menos profundamente por todos durante su permanencia ante el tribunal, se borró de sus almas en cuanto se sintieron libres, con el cigarrillo en los labios; así, aliviados y puestos a sus anchas, se instalaron con comodidad e inmediatamente empezaron las conversaciones más animadas.

-La pequeña se ha dejado enredar; no es culpable- opinó el buen comerciante -. Hay que tener lástima de ella.

-Ahora examinaremos todo eso -respondió el jefe del jurado-. Guardémonos bien de ceder a nuestras opiniones personales.

-El presidente ha hecho una excelente exposición- dijo el coronel.

-Sí, puede ser; yo estaba a punto de dormirme.

-Lo que está claro es que si Maslova no hubiese estado de acuerdo con ellos, los dos criados habrían ignorado que el comerciante tenía tanto dinero -dijo el dependiente de tipo judío.

-Entonces, según usted, ¿es ella la que ha robado? - preguntó un jurado.

-¡Nunca admitiré eso! -exclamó el gordo comerciante -. La que dio el golpe fue esa canalla de sirvienta de ojos encarnados.

-Todos estaban en el ajo- interrumpió el coronel-.

Pero esa mujer afirma no haber entrado en la habitación.

-Sí, sí, vaya usted a creerla. En toda mi vida creeré a semejante carroña.

-Que usted la crea o no la crea, no significa nada —dijo el dependiente, con ironía -. Maslova era la que tenía la llave.

-¿Y qué importancia tiene eso? -replicó el comerciante.

- ¿Y la sortija?

-Pero si ella lo ha explicado muy bien- reiteró el comerciante -.El buen comerciante siberiano era un hombre de carácter; y además, había bebido mucho, y entonces le pegó. Después, eso se comprende, sintió lástima: «Vamos, toma, no llores más.» No olviden ustedes qué tipo de hombre era: dos archinesy doce verschoksde altura y ciento treinta kilos de peso.

-La cuestión no radica en eso -intervino Peter Guerassimovitch -.Lo que hay que saber es si ella premeditó y cometió el crimen o si fueron los criados.

-Pero los criados no habrían podido actuar sin ella, puesto que era ella la que tenía la llave.

Así, desordenadamente, la discusión prosiguió bastante tiempo.