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Etcétera, etcétera. Y así 13 puntos más del mismo género.

Seguían los nombres de los testigos de la encuesta, sus firmas y por fin las conclusiones del médico perito afirmando que por los accidentes comprobados en el estómago, en los intestinos y en los riñones del comerciante Smielkov se podía deducir, con un cierto grado de verosimilitud, que Smielkov había muerto por la absorción de un veneno, tragado por él con el aguardiente. En cuanto a juzgar con exactitud, por las modificaciones sufridas en el estómago y en los intestinos, sobre la naturaleza misma del veneno, eso era imposible; y en cuanto a la hipótesis de la absorción del veneno junto con el aguardiente, se derivaba de la gran cantidad de aguardiente encontrada en el estómago del comerciante.

-Bueno, eso prueba que bebía de lo lindo - murmuró de nuevo al oído de Nejludov el comerciante, su vecino, que se había despertado de pronto.

La lectura del llamado proceso verbal había durado casi una hora; pero el fiscal era insaciable. Cuando el escribano hubo acabado de leer las conclusiones del médico perito, el presidente dijo, volviéndose hacia el fiscal:

-Creo que no hay utilidad ninguna en leer el resultado del análisis de las vísceras.

-Perdón; pido que se lleve a cabo su lectura - dijo el fiscal con tono severo, sin mirar al presidente e inclinándose un poco hacia un lado; y el tono de su voz daba a entender que tenía derecho a exigir esta lectura, que no renunciaría a ella a ningún precio y que la negativa de esta lectura entrañaría la casación del proceso.

El juez de la gran barba se sentía trabajado de nuevo por su dolencia de estómago.

-¿Para qué esa lectura? -preguntó al presidente-. No puede ser más que una pérdida de tiempo. ¡Esta escoba no barre mejor, pero emplea más tiempo!

El juez de gafas con montura de oro permanecía mudo. Miraba ante él con aire sombrío, resignado a no esperar nada bueno de su mujer en particular ni de la vida en general.

Y la lectura del acta empezó:

«Año 188..., día 15 de febrero, nosotros, los abajo firmantes, a requerimiento de la inspección médica nº 638... -el escribano se había puesto de nuevo a leer con tono resuelto, elevando la voz para tratar de vencer su propia somnolencia y la de todos los asistentes -, en presencia del inspector médico, hemos procedido al análisis de los objetos que se enuncian más abajo:

»1.º Del pulmón derecho y del corazón (contenidos en un recipiente de cristal de seis libras);

»2.º del contenido de! estómago (en un recipiente de cristal de seis libras);

»3.º del estómago (contenido en un recipiente de cristal de seis libras);

»4.º del hígado, el bazo y de los riñones (contenido en un recipiente de cristal de tres libras);

»5.º de los intestinos (contenidos en un recipiente de greda de seis libras)...»

Al principio de esta lectura, el presidente murmuró algo al oído de cada uno de sus asesores. Luego, habiendo respondido los dos afirmativamente, hizo una señal al escribano para que se detuviera.

- El tribunal — declaró estima inútil la lectura de esa acta.

Inmediatamente el escribano se calló y reunió sus folios, en tanto que el fiscal, con aire furibundo, garrapateaba una nota.

- Los señores jurados- dijo el presidente- pueden desde ahora tomar conocimiento de las piezas de convicción.

Muchos se levantaron, visiblemente preocupados por saber cómo pondrían las manos durante esta inspección, y se acercaron a la mesa, donde sucesivamente examinaron la sortija, los recipientes y el filtro. El comerciante se aventuró a probarse la sortija en uno de sus dedos.

-¡Vaya- dijo al volver a su puesto-, vaya un dedo! Grueso como un pepino -añadió, visiblemente divertido por la talla hercúlea que atribuía al comerciante envenenado.

XXI

Después del examen por los jurados de las piezas de convicción, el presidente declaró cerrada la instrucción judicial; y, sin interrupción, deseando además terminar cuanto antes la vista, concedió la palabra al fiscal, esperando que éste, siendo hombre, también tendría deseos de fumar y de comer y que se apiadaría de la concurrencia. Pero el fiscal interino no tuvo más piedad de él mismo que los demás. Tonto por naturaleza, tenía además la desgracia de haber salido del instituto con una medalla de oro y, luego, en la universidad, de haber ganado un premio por su tesis sobre las servidumbres en derecho romano; por lo que era vanidoso en el más alto grado y estaba infatuado de su persona, a lo que habían contribuido además sus éxitos con las damas; y, como consecuencia, su estupidez natural era gigantesca. Cuando el presidente le concedió la palabra, se levantó majestuosamente, haciendo resaltar, en su uniforme bordado, sus elegantes formas; puso las manos sobre el pupitre y, con la cabeza inclinada, paseando una amplia mirada por la concurrencia, exceptuando a los detenidos, empezó:

-El asunto que se les somete, señores del jurado, constituye, si puedo expresarme así, un hecho de criminalidad esencialmente característica.

Tal fue el comienzo de su discurso, preparado durante la lectura de los procesos verbales.

En su opinión, su requisitoria debía tener un alcance social y semejarse así a los famosos discursos que habían servido de base a la gloria de los grandes abogados. Su auditorio, a decir verdad, no estaba formado aquel día más que por tres mujeres: una costurera, una cocinera, luego la hermana de Simón y, por fin, un cochero; pero esta consideración no podía detenerlo. Las celebridades del foro habían empezado de la misma manera. El principio que él profesaba consistía en estar siempre a la altura de su situación, es decir, penetrar hasta lo más profundo de la psicología del crimen y poner al desnudo las llagas de la sociedad.

Ven ante ustedes, señores del jurado, un crimen absolutamente característico, por decirlo así, de nuestro fin de siglo y que lleva en él, si me atrevo a decirlo, los rasgos específicos de ese proceso especial de descomposición moral que afecta en nuestros días a los numerosos elementos de nuestra sociedad y que se encuentra particularmente iluminado, por decido así, por las ardientes irradiaciones de este proceso...

Habló así mucho tiempo, buscando, por un lado, acordarse de la agrupación de las frases que había preparado y, por otra parte y sobre todo, no detenerse un solo minuto, para que su discurso fluyese sin interrupción por lo menos durante una hora y cuarto. Una vez, sin embargo, perdió el hilo de su argumentación, y, durante bastante tiempo, tragó saliva; pero recuperó su impulso y hasta consiguió, con un torrente de elocuencia exacerbada, redimir su fallo pasajero. Ora hablaba con una voz blanda e insinuante, balanceándose sobre uno u otro pie y mirando fijamente a los jurados, ora con un tono calmoso y solemne, consultando sus papeles; o bien con una voz atronadora y exaltada, volviéndose hacia el público y el jurado. Pero no se dignó honrar con una sola mirada a los acusados, cuyos ojos estaban fijos en él. Su requisitoria hormigueaba de fórmulas nuevas, de moda en su mundo, reputadas entonces, y todavía hoy, como el último grito de la ciencia. Hablaba de herencia, de criminalidad nata, de Lombroso, de Tarde, de evolución, de lucha por la vida, de hipnotismo y de sugestión, de Charcot y de decadentismo.

Según su definición, el comerciante Smlelkov era el prototipo del ruso poderoso y natural que, con su naturaleza amplia, confiada y generosa, se había convertido en la presa de seres profundamente depravados en cuyo poder había caído.

Simón Kartinkin, producto atávico de la antigua servidumbre, era el hombre incompleto, ignorante, desprovisto de principios e incluso de religión. Su amante, Eufemia, era una víctima de la herencia: su aspecto físico y su carácter moral estigmatizaban bastante su degeneración. Pero el motor principal del crimen era Maslova, fruto podrido hasta el corazón de la decadencia social contemporánea.