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Fuera había más claridad. Abajo, el crujido, el derrumbamiento, el tintineo de los témpanos aumentaban cada vez más ya aquellos ruidos se añadía además el murmullo del agua. Detrás de la cortina de bruma que empezaba a desvanecerse trasparecía vagamente la media luna, alumbrando en semitinieblas algo sombrío y trágico.

«¿Qué es todo esto? ¿Me ha sucedido una gran dicha o una gran desgracia? -se preguntaba Nejludov -.¡Bah, todo el mundo se comporta así», concluyó; y fue a acostarse.

XVIII

Al día siguiente, Schönbok, amigo de Nejludov, vino a recogerlo a casa de sus tías. Guapo, brillante, jovial, encantó literalmente a las señoritas con su elegancia, su cortesía, su generosidad y su afecto hacia Dmitri. Pero aun gustándoles mucho, su generosidad les parecía exagerada. Se asombraron al verle dar un rublo aun mendigo ciego, distribuir quince como propinas a la servidumbre y desgarrar sin vacilación un pañuelo de batista bordado para vendar la pata de Suzette, la perrita de Sofía Ivanovna. Ahora bien, ésta sabía que semejantes pañuelos no pueden costar menos de quince rublos la docena. Nunca las dignas tías habían visto nada parecido; ignoraban igualmente que ese Schonbok tenía 200.000 rublos de deudas y que estaba bien resuelto a no pagarlos jamás; por eso veinticinco rublos más o menos apenas tenían importancia para él.

No pasó más que un día en casa de las señoritas ya la noche siguiente volvió a ponerse en camino con Nejludov. Llegados al límite extremo del plazo que les habían concedido para incorporarse a su regimiento, no podían prolongar su estancia.

Durante este primer día, el alma de Nejludov no podía librarse del recuerdo de la noche anterior. Dos sentimientos opuestos combatían en ella: uno, el recuerdo ardiente de un amor bestial que, aun no habiendo dado todo lo que prometía, dejaba sin embargo la satisfacción de un deseo realizado; el otro, la conciencia de haber cometido un acto malo, con obligación de repararlo, y esto no por ella, sino por él.

Porque, en el estado de locura egoísta en que se encontraba, Nejludov no podía pensar más que en él. Se inquietaba por la manera como se podría considerar su conducta respecto a la muchacha, y no pensaba en modo alguno en lo que ésta podría sentir ni en lo que a ella le sucedería.

Creía desde luego que Schonbok había adivinado sus relaciones con Katucha, y eso halagaba su amor propio.

-He aquí -le dijo este último desde que hubo visto a la muchacha -la causa de tu repentino afecto por tus tías y el porqué estás aquí desde hace cuatro días. La verdad es que en tu lugar yo habría hecho otro tanto: es encantadora.

Y Nejludov pensaba que, a despecho de sus deseos no saciados, era más ventajoso aún partir y romper de un solo golpe relaciones difíciles de continuar. Pensaba también que era deber suyo dar dinero a Katucha, no por ella ni porque tuviera necesidad, sino porque eso es lo que se hace siempre y porque lo habrían considerado como un hombre sin honor si no le hubiese pagado por haberla poseído. Y, en efecto, resolvió darle una suma adecuada a la respectiva situación de ambos.

El día de la partida, después del almuerzo, la esperó en la antecámara. Al verlo, ella se puso toda roja y quiso pasar, señalando con una mirada la puerta abierta de la cocina. Pero él la retuvo.

-Quería decirte adiós -le dijo, tratando de meterle en la mano un sobre donde había puesto un billete de cien rublos -. Toma..

Ella comprendió, frunció las cejas, sacudió la cabeza y rechazó la mano tendida de Nejludov.

-¡Vamos, toma! -murmuró él. Le hundió el sobre en la abertura del corpiño. Y, como si se hubiese quemado los dedos, frunciendo a su vez las cejas y gimiendo, corrió a encerrarse en su habitación.

Allí, caminando de arriba abajo, se retorcía, se sobresaltaba, lanzaba exclamaciones, como torturado por un dolor físico al recuerdo de su última entrevista con Katucha.

Pero, ¿qué hacer? ¿No obraba todo el mundo así? ¿No era así como había obrado Schonbok con aquella institutriz cuya historia le había referido? ¿Y su tío Gricha? ¿Y su propio padre, cuando había tenido de una campesina de sus tierras aquel hijo natural, Mitegnka, que vivía aún? Y puesto que todo el mundo obraba así, así era como él tenía que obrar. Basándose en todo aquello, procuraba tranquilizarse, pero sin conseguirlo completamente.

En lo más profundo de su alma juzgaba su acción tan fea, tan baja, tan cruel, que no solamente había perdido el derecho de juzgar a los demás, sino incluso de mirarlos a la cara. Y sin embargo, estaba obligado a considerarse a sí mismo como un hombre lleno de nobleza, de honor y de generosidad: solamente a ese precio podía continuar viviendo la vida que vivía. No tenía para eso más que un solo medio: no pensar en lo que acababa de hacer. Empleó ese medio.

La existencia que le aguardaba el ambiente, los camaradas, la guerra, eran propicios a ese olvido , y cuanto más vivía, más olvidaba; tanto, que había olvidado del todo.

Sin embargo, una vez, a su regreso de la guerra, habiéndose detenido en casa de sus tías con la esperanza de volver a ver allí a Katucha, había sentido que se le oprimía el corazón al enterarse de que ya no estaba allí, que había abandonado la casa poco después de haberse él marchado, para dar a luz, y que luego, según las ancianas señoritas, se había degradado completamente.

A juzgar por las fechas, el niño nacido de ella podría ser de él; pero también podía no ser de él. Al contarle aquello, sus tías habían añadido que incluso antes de abandonarlas, Katucha se había desenfrenado completamente: era una naturaleza viciosa como su madre. Este juicio de sus tías agradaba a Nejludov, quien se encontraba así absuelto en cierto modo. Tuvo al principio la intención de buscar a Katucha y al niño; pero en el fondo de su alma le resultaba penoso y humillante el recuerdo de su conducta, y no realizó esfuerzo alguno para encontrarla; más aún, olvidó su falta y cesó completamente de pensar en aquello.

Y he aquí que ahora un azar extraordinario le recordaba todo eso, lo obligaba a condenar el egoísmo, la crueldad y la bajeza gracias a los cuales durante diez años, había podido vivir tranquilamente con una falta semejante sobre la conciencia. Pero estaba aún lejos de consentir en una confesión sincera de su indignidad; y, todavía en aquel momento, pensaba únicamente en evitar que todo fuera descubierto y que las revelaciones de Katucha, o de su defensor, no lo mostrasen ante todos tal como había sido.

XIX

Tal era la disposición de espíritu de Nejludov mientras, en la sala del jurado, aguardaba que se reanudase la vista. Sentado cerca de la ventana, ola el ruido de las conversaciones de sus colegas y fumaba sin cesar.

Sin duda alguna, el comerciante jovial apreciaba mucho la manera de matar el tiempo empleada por Smielkov.

La verdad es que las francachelas del individuo eran bárbaras, a lo siberiano , y no tenía pelo de tonto: había elegido una agradable jovencita.

El jefe del jurado exponía consideraciones tendentes a colocar todo el nervio del asunto en los expertos. Peter Guerassimovitch bromeaba y se reía a carcajadas con el dependiente judío. Nejludov respondía con monosílabos a las preguntas que le hacían y deseaba solamente que lo dejasen tranquilo.

Cuando, con su pasito saltarín, el portero de estrados entró en la sala para volver a llamar a los jurados, Nejludov experimentó un sentimiento de espanto, como si fuese, no a juzgar, sino a ser juzgado él mismo. En el fondo de su alma, a partir de entonces, se encontraba miserable, indigno de mirar a los demás hombres a la cara, y, sin embargo, la fuerza de la costumbre lo llevó, con un paso muy seguro, al estrado, donde volvió a ocupar su asiento, en primera fila, muy cerca del asiento del jefe del jurado; tras lo cual cruzó con desenvoltura las piernas y se puso a jugar con sus lentes.