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Teniéndola ceñida en un sólido abrazo, sintió que era necesario hacer algo más; y la sentó en la cama y él se sentó junto a ella.

-¡Dmitri Ivanovitch, querido, por favor, déjeme! -murmuró ella con voz suplicante -¡Ahí viene Matrena Pavlovna! -exclamó desprendiéndose bruscamente.

En efecto, alguien venía.

-¡Escucha! -le susurró Nejludov -. Iré a reunirme contigo por la noche. Estarás sola, ¿verdad?

-¿Qué dice usted? ¡Nunca en la vida! ¡No está bien! -decían sus labios; pero toda su persona, conmovida, turbada, decía otra cosa.

Era, desde luego, Matrena Pavlovna. Entró en la habitación trayendo cobertores. Lanzó a Nejludov una mirada de reproche y regaño a Katucha por haberse olvidado de recoger la colcha que hacía falta.

Silenciosamente, Nejludov salió, sin ni siquiera sentir vergüenza. En la mirada de Matrena Pavlovna había leído una censura, y ella tenía, bien lo sabía él, derecho a censurarle, porque lo que él hacía estaba mal; pero es que ya el instinto bestial, suplantando su antiguo amor por Katucha, lo dominaba, reinaba único en él. Se sentía obligado a satisfacer ese instinto y no pensaba más que en los medios de conseguirlo.

No pudo estarse quieto en un sitio durante la velada, y unas veces entraba en la sala de sus tías y otras iba a su habitación o salía a la escalinata. Su solo pensamiento era volver a ver a Katucha; pero ésta lo esquivaba, vigilada además por Matrena Pavlovna.

XVII

Transcurrida así la velada, vino la noche. El médico fue a acostarse y las tías se retiraron a sus habitaciones. Nejludov sabía que en aquellos momentos Matrena Pavlovna ayudaba a desnudarse a las viejas señoritas. Katucha debía de estar sola en la cocina. De nuevo Nejludov salió a la escalinata. La noche era sombría, húmeda, pegajosa; una neblina blanca, producida en primavera por la fusión de la nieve, llenaba el aire. Del río, a cien pasos de la casa, llegaban ruidos extraños: era el hielo que se rompía.

Nejludov bajó la escalinata, franqueó los charcos de agua para poner los pies en nieve dura y avanzó hasta la ventana de la cocina. El corazón le latía con tanta fuerza en el pecho, que llegaba a oír los latidos; ora se le paraba la respiración, ora le salía jadeante en un soplo penoso. Una lamparilla alumbraba la cocina. Katucha estaba allí sola, sentada cerca de la mesa, los ojos fijos en el vacío, la expresión pensativa. Y, durante largo rato, Nejludov se quedó observándola, con la curiosidad de saber qué haría ella a continuación. La muchacha conservó la misma postura durante algunos minutos, alzó los ojos, sonrió, hizo una señal de cabeza como si se hubiese dirigido un reproche a sí misma; luego, con ademán convulso, posó las manos sobre la mesa y volvió de nuevo a mirar el vacío.

Él seguía allí mirándola, escuchando a pesar suyo los latidos de su propio corazón y los ruidos extraños que llegaban del río. Allá lejos, en medio de la bruma, se proseguía un trabajo incesante y lento; algo parecía roncar, partirse, hundirse, y delgados témpanos resonaban como cristal.

Nejludov, inmóvil, seguía en el fatigado y pensativo rostro de Katucha las fases de un trabajo interior igualmente penoso; y tenía lástima de ella, pero era una lástima singular que le aumentaba su deseo de poseerla.

A partir de aquel instante, el deseo lo invadió por entero. Llamó a la ventana. Como movida por un choque eléctrico, todo su cuerpo se estremeció y su rostro adquirió una expresión de terror. Luego se levantó sobresaltada, corrió a la ventana y pegó la cara al cristal. La expresión de susto se mantuvo cuando, con las dos manos colocadas por encima de los ojos para ver mejor, reconoció a Nejludov. Éste nunca le había visto un semblante tan serio. Ella sonrió después que él le hubo sonreído, pero por sumisión a él, pues Nejludov notó claramente que en el alma de la muchacha persistía el espanto en lugar de la sonrisa. Con la mano le hizo señas para que viniese a reunirse con él en el patio. Ella sacudió la cabeza: ¡no, no saldría!, y se quedó cerca de la ventana. Él volvió a pegar la cara al cristal, dispuesto a gritarle que saliera; pero ella se volvió en el mismo instante hacia la puerta. Sin duda, alguien la había llamado. Él se alejó de la ventana. La neblina era tan intensa, que a cinco pasos de la casa no se distinguían ya las ventanas, sino solamente una gran masa sombría, agujereada por el resplandor rojo de una lámpara. En el río, siempre el mismo ronquido, el mismo frotamiento el mismo, crujir, el mismo tintineo de los témpanos. De pronto, a través de la niebla, cantó un gallo, y otros respondieron en el corral; otros, más lejos, en el campo, lanzaron sus llamamientos alternados, que pronto fueron fundiéndose en un único gran ruido. Era ya el canto de los gallos anunciando el alba. El silencio planeaba por los alrededores de donde sólo subía el tumulto del río.

Habiendo dado algunos pasos de arriba abajo delante de la casa y habiéndose mojado varias veces los pies en los charcos de agua, Nejludov se acercó de nuevo a las ventanas de la cocina. A la luz de la lámpara volvió a ver a Katucha, sentada cerca de la mesa, en una actitud indecisa. Pero apenas se hubo acercado a la ventana, ella levantó los ojos hacia él. Él llamó. Inmediatamente, sin ni siquiera mirar quién llamaba, salió de la cocina; él oyó el rechinar de la puerta al abrirse y luego, al cerrarse. Corrió a esperarla delante de la escalinata y, sin decir palabra, la enlazó entre sus brazos. Apretada contra él, ella alzó la cabeza y ofreció sus labios al beso , y se mantuvieron de pie, en la esquina de la casa, en un sitio seco , y cada vez mas crecía en Nejludov el deseo de poseerla. Pero la puerta rechinó de nuevo, y, en la noche, la voz irritada de Matrena Pavlovna gritó:

-¡Katucha!-

Ésta se arrancó de los brazos de Nejludov y se lanzó hacia la cocina. Él oyó echar el cerrojo; luego, en el silencio que se hizo de nuevo, el resplandor rojo de la lámpara desapareció. No quedó nada más que la bruma y el estruendo del río.

Nejludov se acercó a la ventana y no pudo ver nada. Llamó y no recibió respuesta. Volvió a entrar en la casa por la escalinata grande y se dirigió a su habitación, pero no se acostó. Un rato más tarde, se quitó las botas y avanzó por el pasillo hasta la habitación donde se acostaba Katucha. Al pasar ante la de Matrena Pavlovna, oyó que ésta roncaba apaciblemente. Siguió andando, pero de pronto Matrena Pavlovna tosió y se removió en su lecho. Nejludov quedó inmóvil durante cinco minutos. Luego todo se calló y él oyó de nuevo el ronquido de la anciana.

Prosiguió su camino, evitando con cuidado hacer crujir el suelo. Por fin se encontró ante la puerta de Katucha. Ni un soplo en el interior; con toda seguridad, ella no dormía, porque él habría oído el murmullo de su respiración. Pero, apenas susurró: «¡Katucha!», ésta se lanzó hacia la puerta y, con un tono que parecía de enfado, lo intimó a que se marchase.

-Pero, ¿qué hace usted ahí? ¿Es posible? ¡Van a despertarse sus tías! -decían sus labios. Pero todo su ser decía: «¡Soy toda tuya!» Y esofue lo único que oyó Nejludov.

-Te lo ruego, ábreme solamente un momento, te lo suplico- Hablaba sin pensar en lo que decía.

Se hizo un silencio; luego Nejludov oyó palpar una mano que en las tinieblas buscaba el cerrojillo de la puerta. Ésta se abrió y Nejludov penetró en la habitación. Agarró a Katucha, vestida solamente con un camisón de tela gruesa, con los brazos desnudos, la alzó en vilo y se la llevó.

-¡Oh!, ¿qué hace usted? -murmuraba ella.

Pero, sin escuchar sus palabras, se la llevaba a su habitación. -¡Oh, no está bien! ¡Déjeme! -decía ella; y, sin embargo, se apretaba contra él.

. . . . . . . . . . . . . .

Cuando la hubo abandonado, toda temblorosa y callada, él salió a la escalinata y se quedó allí de pie, buscando el sentido de lo que acababa de ocurrir.